cualquiera de esas u otras dimensiones, de acuerdo al tipo de mirada que posemos sobre él. No obstante al estar allí, en
el mundo, cualquier objeto, nos impele, nos obliga a operar sobre
él.

El acuerdo sobre un objeto, incluso sus oposiciones de
interpretación no puede ser regido por supuestas leyes objetivas
o transversales, porque está sencillamente predeterminado de
cualquier forma por el tipo de mirada sobre él. Ya sea en una u otra
posición ese objeto se establecerá real o vigente en un hecho que
se formaliza en cultura. Sin embargo también ese objeto, ahora
cultural, puede estar muerto como tal, como si fuese un fenómeno
que tuvo su ciclo vital y que cumplió con su condición de ser en el
mundo, para quedar como un acto latente de memoria sin espíritu.

El desfortunio radica en considerar vigente un dato de memoria
que no coincide con la realidad, caso en el cual, su calidad cultural
está perdida o a lo más es un pálido reflejo de su vitalidad ya ida.
Pasa a constituirse en un esquema, una suerte de costumbre que
aceptamos como si fuera la realidad misma. En esa posición es
un riesgo intentar ponerlo entre comillas, puesto que quienes
lo suponen culturalmente vigente y actuante, sentirán que tal
posibilidad agrede su propia vida, porque sencillamente es parte de
su propia constitución.

Las miradas fundamentalistas operan de este modo y los
objetos se constituyen entonces, ya no en su expresión, sino en razones que fortifican ese objeto ante el “ataque” de una mirada
escrutadora. Tal vez una de las características del fundamentalismo
es justamente la de secuestrar la intención interrogativa del
sujeto que fundamentaliza o de oponerse sin vacilación a la de
otro que desea que esa intención opere. Es tal la fuerza que se
imprime en la cenestesia mental que la conciencia, opera en un
primer momento con lógica racionalidad, para luego derivar a sus
extremos llegando a un misticismo mágico inclaudicable, capaz de
explicarse a si mismo, haciéndolo tan real que no es posible rodear
al objeto sin desprenderse de argumentos que fortalecen aún más
los barrotes de tan extraña cárcel.

Así, los argumentos ya no pueden ser confrontados por otros,
a veces de la misma calidad mágica, con lo que los factores
tensionales llegan a niveles absurdos, porque en tal situación tanto
unos como otros consideran que su fundamentación es la realidad
misma. Por tanto no existe posibilidad de interrelación, porque
la única vía de libertad está dada justamente por la capacidad
de poner entre signos de interrogación a ese objeto para que
nos muestre su vigencia cultural o simplemente se transforme
en otro para renovar su vigencia. Pues bien, el fundamentalismo
conservador negará esa posibilidad porque su arraigo está
en lo viejo, en lo que cuyo valor está en lo ido en lo perecido
culturalmente.

El fundamentalismo es una capacidad falsamente coherente,
porque padece del error de establecerse como mentira, una suerte
de seguro para un tipo de conciencia que se refugia a si misma
huyendo de su propia intencionalidad. El argumento de “principios
superiores” que adopta tal conciencia se origina en una suerte de
sentir verdadero y un pensamiento falso. Así, este tipo conciencia
se guarece en la posibilidad registrada como verdadera, pero sin
confrontar lo falso, porque supone dejar el refugio hallado y no
está dispuesta a hacerlo. Allí radica una compañía indeseable que
se denomina temor, con su carga formidable de imposiciones,
deberes, normas, principios rectores y verdades absolutas, en
síntesis de violencia.

Por ello, la conciencia fundamentalista necesita de
representaciones que oculten el objeto muerto detrás de
bastimentos que le hagan parecer existente. Lo secundario adopta
el ropaje de primacía, al tiempo que niega y aísla como a la peste
la “insurrección libertaria” de nuevas posibilidades creadoras.

La tragedia de esta visión es que el registro del si mismo tendrá
necesariamente una carga de confusión, porque se quiera o
no, al existir confrontación entre lo que se siente y se piensa,
torna insuficiente la propia razón y aunque se muestren sólidos
argumentos ante una mirada inquisitiva, el sujeto fundamentalista
habrá perdido la razón ante si mismo, lo que refuerza su
encerramiento. Eso conlleva el rechazo y el aislamiento de lo que
huela a libertario, a diversidad a pluralidad, porque tales conceptos
no pueden encajar en una sensibilidad que se ha derrotado a si
misma, creando su propia prisión.

Para todo fundamentalismo la subjetividad es un riesgo y la
sustituyen por reglas inamovibles intentando llevar a otros a
la misma prisión en la que se enclaustran, banalizando la fe e
intentando hacer de ella un hecho absoluto, matemático y distante
de la alegría, a fin de que ajuste con rigurosidad a su sensibilidad
anquilosada. Por ello las palabras “moral” y “deber” siempre están
presentes de un modo parcial, adaptadas a la objetivación del
mundo humano. Los juicios y opiniones de este tipo de conciencia
siempre resultan imperativos y unilaterales, al tiempo que la de
otros es coaccionada al considerársele parcial, equivocada y carente
de datos suficientes. La vida afectiva es reemplazada por una
ficción robótica que busca ampliarse mediante gestos, fraseologías
formalmente adaptativas y códigos de prueba sólidos y ocultos, que
solo se logran superar mediante la derrota del acosado por el hecho
coactivo.

Ocurre frente a todo esto que quienes intentan ser fieles a si
mismos, con todas la dificultades que tal empresa requiere, con
su carga de errores y fracasos, son constantemente desafiados
a tomar posición en un dualismo empobrecido entre posiciones
iguales, aunque aparentemente distintas, con argumentos
falsamente contrapuestos en un fondo gemelo, dejando de paso
abandonadas y cubierta de hojarasca reseca las ideas nuevas con
toda su especial necesidad de aire, cuidado y nutrición básicas para
todo recién nacido.

La espontaneidad y la crítica son miradas con sospecha. El arte,
la ética, la ciencia y la religiosidad adoptan pesados ropajes de
autoridad definitiva, haciendo que la necesidad de volar hacia
un nuevo firmamento se convierta en un absurdo lejano e
incomprensible porque ya sus condiciones fueron previamente
establecidas.

A oponerse entonces a cualquier chantaje y condición impuesta,
a rebelarse ante el olvido anónimo al que se quiere someter
nuestra existencia, aunque signifique una soledad transitoria,
porque ésta es otra amenazante ficción. Y, aunque nuestras propias
convicciones jueguen a la derrota, es necesario saltar una y otra
vez por sobre ellas para salir de los senderos pavimentados y
hacer caminos diferentes que nos guíen hacia lo nuevo. Rechazar
entonces los espejos empañados y buscar miradas claras y nuevas
en las que poder mirar la propia vejez de ideas y desprenderse de
ella. Tal vez, es la única manera de ser fiel con nosotros mismos,
derrotar los fundamentalismos y rebelarnos ante la muerte.