El que miles de hectáreas de las
Torres del Paine estén ardiendo es tan grave para Chile como lo serían para
franceses, judíos e islámicos las imaginarias destrucciones que acabo de
enumerar. Porque los templos de Chile son nuestras cumbres, nuestros
bosques, porque nuestro tesoro espiritual y sagrado es nuestra geografía y
paisaje. Por eso Neruda en su poema «Entrada a la Madera», cuando se
sumerge en el bosque austral, afirma: «en tu catedral dura me arrodillo/
golpeándome los labios con un ángel». Hay turistas que, en estas lejanías,
se arrodillan sólo para hacer sus necesidades o quemar papel confort y
hacer arder miles, millones de años de historia y prehistoria.
¿Pero merecemos que las Torres del Paine sean nuestras? Quien ha
recibido un regalo tan inconmensurable y puro como éste debe cuidarlo.
Cuidarlo no significa sólo tener un puñado de guardaparques o levantar
hoteles cinco estrellas bajo un cielo de millones de estrellas en noches y
amaneceres únicos en el mundo. Hay que primero amar y luego conocer el Ser
de lo que se cuida, para merecer «domesticarlo»: el verbo fue acuñado por
el autor de «El Principito», Antoine de Saint Exupéry, quien sobrevoló como
piloto aeropostal y se deslumbró con esta Patagonia hoy afrentada. El valor
de las Torres del Paine tiene que ver con la dimensión estética y
metafísica de nuestro territorio. Y será un valor cada vez más escaso y
apreciado en el mundo. Me gustaría que nuestros propios reservistas,
nuestros jóvenes fueran enviados a la Patagonia a conocerla y habitarla,
antes que miles de reservistas de un país lejano que acampan en lugares
prohibidos, infringen y desobedecen toda norma y prenden fogatas con ramas
de hojas perennes. Dudo que hagan lo mismo en su propio país.
¿Pero no somos nosotros mismos los peores turistas de lo propio? ¿No
basureamos acaso nuestro litoral? ¿No hemos convertido a Valparaíso,
Patrimonio de la Humanidad, en una postal pintada a la rápida «con una mano
de gato» de colores chillones, sin un mínimo sentido de nuestra propia
estética e historia? En Santiago disminuyen las áreas verdes y aumenta el
cemento, convirtiendo a nuestra ciudad en una caldera en el verano. Se
alzan torres babélicas y se derriban árboles. Se privatizan las dunas de
Concón y una «mano negra» redujo las 45 hectáreas del Santuario de la
Naturaleza a 12. La avidez inmobiliaria no tiene límites, pero sí mucho
lobby .
Hay pocos países del mundo que junten tanta belleza con tanta
inconsciencia y negligencia como éste. Dicen que O’Higgins, antes de morir,
la última palabra que pronunció fue «Magallanes». Tenía plena conciencia de
la frágil soberanía sobre esas tierras australes, sobre ese paraíso. Dudo
que la última palabra antes de morir de los miembros de nuestra clase
dirigente sea el nombre propio de algún rincón de Chile. Ellos están
pensando en votos, y en la Patagonia hay pocos habitantes por metro
cuadrado. El Puro Chile se ha convertido en pura desidia, en puras
declaraciones y en pura usura, y basura. Ahora la basura ardió. Nos fueron
dados bosques centenarios de lenga y ñirre, hoy convertidos en ceniza, y el
huemul, nuestro ciervo nativo, querrá con toda razón salirse del escudo
nacional. ¿Conocen nuestros estudiantes el nombre propio de los árboles del
sur, o de alguna de las más de 125 especies de aves patagónicas? ¿Saben
quién es el zorro gris o qué es el calafate, una de las especies nativas
más dañadas con este incendio? Tarea urgente para el nuevo ministro de
Educación: que a las nuevas generaciones se les enseñe a amar y a conocer
la geopoética de este territorio sagrado hoy en llamas.
Me gustaría que nuestros jóvenes fueran enviados a la Patagonia a
conocerla y habitarla, antes que miles de otros de un país lejano que
acampan en lugares prohibidos, infringen y desobedecen toda norma y prenden
fogatas con ramas de hojas perennes.