Quien gobernara con mano de hierro el destino de Egipto durante treinta años tuvo que abandonar su cargo el 11 de febrero, envuelto en una pueblada de dimensiones. Un gentío tomó las principales ciudades e incluso varios policías y gendarmes que debían reprimir a los manifestantes se unieron al cortejo reclamando la destitución de Hosni Mubarak.

El futuro de Egipto sigue siendo una incógnita y se avanza a paso lento acercándose a una democracia que reemplace el engaño masivo y constante utilizado por Mubarak para perpetuarse en el poder.

Durante 4 horas los fiscales leyeron los cargos de los que se acusa al expresidente, que contó durante décadas con el apoyo de los Estados Unidos y las principales potencias europeas pese a su uso permanente de la opresión, las torturas y la persecución de todas las corrientes que pudieran ser contrarias a su gobierno.

El cargo más alto del que se le acusa es de haber dado la orden de asesinar a 850 manifestantes pacíficos durante el levantamiento popular de enero y febrero de este año, por el cual se pide la pena de muerte.

El militar egipcio ha intentado dar lástima y pena presentándose en camilla, como hicieran otros dictadores, torturadores y genocidas para evitar ser juzgados, condenados o extraditados. A la memoria vienen los ejemplos del chileno Augusto Pinochet, el excomisario Patti en Argentina o algunos genocidas serbios frente al Tribunal Internacional de La Haya.

Una casta de salvajes y sangrientos personajes que mientras vivieron bajo el ala de la protección de los poderosos sembraron el terror, la muerte y el sojuzgamiento de países enteros, pero cuando perdieron esos privilegios y debieron enfrentar las consecuencias de sus actos han mostrado su cara más vergonzosa, la de la cobardía, el olvido y la justificación repugnante de sus masacres.

Hoy, uno más de esta casta de cobardes se enfrenta a la justicia. La plaza Tahrir vuelve a ser el epicentro de la liberación.