La designación del “Día Internacional para el Derecho a la Verdad” fue sancionada por la Asamblea General de la ONU a través de la Resolución II 65/451, del 1 de diciembre de 2010. Su propósito es “promover la memoria de las víctimas de violaciones graves y sistemáticas de los derechos humanos y la importancia del derecho a la verdad y la justicia” y “rendir tributo a quienes han dedicado su vida a la lucha por promover y proteger los derechos humanos de todos y a quienes la han perdido en ese empeño”.

En este sentido, se decidió “reconocer en particular la importante y valiosa labor y los valores de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, de El Salvador, quien se consagró activamente a la promoción y protección de los derechos humanos en su país, labor que fue reconocida internacionalmente a través de sus mensajes, en los que denunció violaciones de los derechos humanos de las poblaciones más vulnerables”, afirma la resolución.

Asimismo, destacó la Asamblea General “su dedicación al servicio de la humanidad, en el contexto de conflictos armados, como humanista consagrado a la defensa de los derechos humanos, la protección de vidas humanas y la promoción de la dignidad del ser humano, sus llamamientos constantes al diálogo y su oposición a toda forma de violencia para evitar el enfrentamiento armado, que en definitiva le costaron la vida el 24 de marzo de 1980”.

Efectivamente, un día antes de su muerte, Romero hizo un llamamiento a las Fuerzas Armadas de su país, diciéndoles: “Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: ‘No matar’. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”.

Y en esa misma jornada, agregó: “La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”.

Al día siguiente de esta homilía, el lunes 24 de marzo de 1980, un disparo de francotirador impactó en el corazón de Romero, asesinándolo mientras oficiaba una misa en la capilla del hospital de La Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador.

De acuerdo a la “Comisión de la Verdad” (un organismo creado por los Acuerdos de Paz de Chapultepec para investigar los crímenes más graves de la guerra civil salvadoreña), el asesinato fue obra de un escuadrón de la muerte cívico-militar de ultraderecha dirigido por el mayor Roberto d’Aubuisson y el capitán Álvaro Saravia. Fue este último quién confesó el crimen en una entrevista periodística brindada en marzo de 2010 al periódico digital “El Faro” desde Estados Unidos.

El mayor d’Aubuisson, ex jefe de la agencia salvadoreña de Inteligencia, fundó un par de años más tarde el partido Arena (Alianza Republicana Nacionalista) y se convirtió en el máximo líder de la derecha política salvadoreña. Fue también el presidente de la Asamblea Constituyente de 1983 y prominente miembro de la Liga Anticomunista Mundial. Murió en 1992 de cáncer, tras haber llevado a su partido a la presidencia de El Salvador y a poco de la firma de los Acuerdos de Paz. Nunca fue sometido a un juicio.

Ban Ki Moon, Secretario General de Naciones Unidas, expresó hoy mediante un comunicado que el asesinato de Romero tuvo una intención evidente: “silenciar a un fervoroso opositor de la represión”. Y agregó: “Las víctimas de las violaciones graves de los derechos humanos y sus familiares tienen derecho a saber la verdad sobre las circunstancias en que se cometieron esas violaciones, los motivos por los que se perpetraron y la identidad de sus autores”.

La fecha elegida, que coincide casualmente con el golpe de estado que instauró la última Dictadura Militar en Argentina (1976-1983), hermana a ambos hechos en tanto comparten flagelos vinculados con la desaparición forzada de personas, el ocultamiento de la verdad a víctimas y familiares (que en muchos casos todavía desconocen el paradero final de sus seres queridos) y la ausencia de una rendición de cuentas definitiva por las violaciones a los Derechos Humanos cometidas.

En Argentina, donde 30.000 ciudadanos fueron detenidos y asesinados por las Juntas Militares, debieron derogarse leyes favorables a la impunidad para poder enjuiciar a los miembros de las Fuerzas Armadas responsables por el terrorismo de Estado. El ocultamiento de la verdad sobre estos hechos criminales, por ejemplo, continúa impidiendo la recuperación de cientos de niños nacidos en Centros Clandestinos de Detención, apropiados ilegalmente entre 1976 y 1983.

“El derecho a la verdad”, agregó Ban Ki-moon, “ofrece a las víctimas y a sus familiares una forma de poner un punto final, recuperar la dignidad y aliviar en cierta manera el dolor por las pérdidas sufridas. Revelar la verdad también ayuda a sociedades enteras a promover la rendición de cuentas respecto de las violaciones”. En Argentina, los niños apropiados ilegalmente –que las Abuelas de Plaza de Mayo buscan incansablemente-, refleja un crimen diario a la verdad, que flagela su derecho a la propia identidad.