El principal argumento crítico que esgrime el discurso neoliberal ortodoxo para intentar explicar la bonanza macroeconómica que exhibe la Argentina en estos días, en el contexto de una aguda crisis económica que se abate sobre los países desarrollados, se centra en que nuestro país se habría visto beneficiado durante la gestión kirchnerista por un contexto internacional muy favorable, que
sus propagandistas definen con el término *»viento de cola»*; que sería el motor principal del crecimiento sostenido logrado por nuestro país y la región sudamericana en la última década. Hemos llegado a escuchar que este contexto favorable habría logrado contrarrestar, incluso, el efecto de las desacertadas políticas llevadas adelante por el gobierno argentino. Este discurso es el que denuncia permanentemente el carácter *“confrontativo”* de las
políticas llevadas adelante por el oficialismo, destinadas a *“enfrentarnos con nuestros exitosos vecinos”* y a *“aislarnos del mundo desarrollado”*.

Si bien no es nuestra intención negar la existencia -al menos entre 2003 y 2008- de un contexto internacional favorable, constituido básicamente por la mejora de los términos de intercambio de los productos que exporta la región (principalmente commodities); intentaremos mensurar debidamente el peso de los factores exógenos y endógenos (vinculados directamente a las políticas implementadas en estos años por la mayoría de los gobiernos de la región) en
la consolidación de un proceso virtuoso de crecimiento económico y mejora de los indicadores sociales en la Sudamérica de la primera década del siglo XXI.

Esta mejora de los precios de los commodities se ha basado centralmente en la irrupción, en el mercado mundial de la postguerra fría, de nuevas potencias emergentes, fundamentalmente China e India, que a partir de procesos muy acelerados de crecimiento económico obtenidos en la pasada década (que han logrado llevar al gigante chino a convertirse en la segunda economía mundial),
han comenzado a demandar importaciones de alimentos con una voracidad
desconocida, para atender la creciente demanda de sus enormes poblaciones.
Esta irrupción en el concierto de naciones de estas nuevas potencias ha dado origen al término BRIC, que reúne a Brasil, Rusia, India y China.

Nuestro país está viviendo también un proceso de crecimiento acelerado de su economía, que ya se extiende a casi 7 años (con la sola pausa experimentada en 2009 por el pico de la crisis internacional). Si intentamos establecer una comparación entre esta etapa y la vivida por nuestro país en el inicio de la
década de los noventas, cuando gobernaba el menemismo, debiéramos ser
capaces de preguntarnos por qué nuestro país, después de haber tenido
sólidos años de crecimiento de su economía entre los años 1991 y 1994, se vio fuertemente sacudido por la crisis de la deuda en un país periférico como México; mientras que durante los últimos 2 años la Argentina ha salido bastante indemne de una crisis económica que ha invadido a las economías de las potencias occidentales, de dimensiones desconocidas desde la crisis de los años 30 del pasado siglo.
Cuando un país padece una situación de déficit comercial persistente,
originada, en el caso de la Argentina de los 90s, fundamentalmente en la sobre valuación de su moneda, queda preso de una necesidad incesante de atracción de capitales para ser capaz equilibrar su cuenta corriente. En esa situación de dependencia cualquier crisis económica en algún país, que tiende a generar un proceso de aversión al riesgo emergente (denominado *»fly to quality»*) y a
producir una migración de capitales hacia los países centrales, puede llegar a tener efectos devastadores.

Este fue el motivo que hizo que Argentina, durante la etapa de vigencia de la *“Ley de Convertibilidad”* (1 a 1 entre $ y u$s) de Cavallo, sufriera un fuerte cimbronazo con el denominado *»efecto tequila»* y repitiera el proceso con la crisis de Rusia del 98 (efecto vodka).

La artificial paridad de 1 a 1 del peso con el dólar (en un contexto de fortaleza de este último), junto a la *“reforma”* neoliberal del Estado y las políticas exteriores de inserción plena en el mercado mundial y de *“relaciones carnales”* con los EEUU, llevaron a que aún la entrega de todo el patrimonio del Estado no lograra compensar los permanentes déficits contraídos por el fisco, incrementados luego por la privatización del sistema previsional. Esta situación
que logró manejar durante años la administración menemista y que *“compró”* de buena gana la gestión aliancista de Fernando De la Rúa, iba a terminar llevando indefectiblemente a un estallido, con devaluación compulsiva e incautación de ahorros de los argentinos. Las reservas internacionales iban a llegar a ubicarse por debajo de los u$s 10.000M y el cociente entre deuda y PBI (en 2002, no el mentiroso de 2001 por un PBI inflado en dólares) alcanzó el
170%.

El derrumbe literal del modelo de los 90s, basado en la ley de convertibilidad, requería el urgente trazado de un modelo alternativo. Ya el breve paso de Eduardo Duhalde por la Casa Rosada (que llegó a su fin tras la masacre de la Estación Avellaneda) iba a establecer las pautas de lo que el ex gobernador
bonaerense definiría como *“modelo productivo”*, un neodesarrollismo basado en la drástica mejora de la competitividad económica de la que se beneficiaba el país a raíz de la devaluación compulsiva de la moneda que había producido el estallido del 2001.

La campaña presidencial de Adolfo Rodríguez Saá (quien no puede ser tildado precisamente de *“izquierdista”*), en ese 2003 aportaría otro mojón de lo que significaría un obligado *“final de época”* para la aplicación de las políticas neoliberales *“ortodoxas”*. El ex gobernador puntano, quien denominaría a la fuerza que intentaba llevarlo a la presidencia como *“Movimiento Nacional y Popular”*, no tendría pruritos en pregonar la reestatización de sectores
estratégicos de la economía, incluyendo a la empresa idrocarburífera de bandera YPF y los ferrocarriles.

Sin dudas, luego de haber sido enajenados los principales recursos
estratégicos del Estado argentino en la nefasta reforma de los 90s, el derrumbe del gobierno de De La Rúa-Cavallo (que decidieron hundirse junto con el barco de la convertibilidad) habilitaba un intento de recuperar estos resortes imprescindibles para dotar de cierto grado de autonomía a un gobierno nacional que ya había alcanzado, de la mano de De La Rúa, el paroxismo de su dependencia frente a los grandes grupos económicos y el capital trasnacional.

El autodenominado Grupo Fénix, que reuniría a una serie de economistas entre quienes se destacaba Aldo Ferrer, iba a estar llamado a fijar algunos lineamientos a seguir por un gobierno que se viera enfrentado a asumir esa coyuntura.

El escenario político económico que se le planteaba a Néstor Kirchner en el inicio de su gestión, en mayo de 2003 -habiendo obtenido el 22% de los votos en la primera vuelta electoral, y sin la posibilidad de reunir mayores adhesiones en un balotaje por la defección de Carlos Menem-, era de suma complejidad y
planteaba una serie acotada de opciones de salida. El presidente electo, desde su situación de debilidad, decidió inicialmente ratificar el rumbo *“neodesarrollista”* que había impuesto Roberto Lavagna, ministro de economía de su antecesor Duhalde.

Sin dudas, la crisis era al mismo tiempo una oportunidad para avanzar en reformas radicales, como las que se habilitaron en Venezuela, Bolivia y Ecuador ante el derrumbe del sistema político y la crisis de los partidos tradicionales.

En el tema específico de la deuda externa, que había sido declarada en default por la fugaz gestión presidencial de Rodríguez Saá de la última semana de 2001, se planteaban tres alternativas para hacerle frente:
a) desconocer la totalidad o parte la misma por ilegítima y fraudulenta, por haber sido contraída bajo un gobierno de facto y por haber sido renegociada sucesivamente por gobiernos democráticos de manera leonina y con procedimientos reñidos con el derecho internacional. Este camino habilitaba una auditoría integral de la
deuda, tal como reclama hoy Proyecto Sur, siguiendo el rumbo emprendido posteriormente por el Gobierno de Correa en Ecuador.
b) seguir manteniendo la dependencia extrema a los organismos internacionales de crédito que había caracterizado a los años previos, que se había reflejado en los padecimientos sufridos por los efectos *“tequila”* y *“vodka”* de crisis de deuda de países
emergentes; y había desembocado tras sucesivos años de déficit fiscal en el *“Megacanje”* y el *“Blindaje”*, *“ayudas”* internacionales sólo concebidas para financiar la fuga de capitales, como paso previo al estallido definitivo. Esta opción era la planteada por todos los que se llenaban la boca con los discursos
grandilocuentes referidos a *“volver al mundo”*, respetar la *“seguridad jurídica”*, habría sido funcional a la emisión de nueva deuda, reconociendo la totalidad de la vieja, y nos hubiera convertido en un país definitivamente *“confiable”* para los
mercados internacionales. Este sometimiento al capital financiero -el
imperialismo- que sabiamente definió Lenin hace 90 años como *“etapa superior del capitalismo”*, es en el que hoy persiste de modo contumaz –aunque nada desinteresado- el denominado Grupo *“A”*, que reúne a la oposición de centroderecha que enfrenta al kirchnerismo.
c) aprovechar la situación de fortaleza relativa que había otorgado la crisis para renegociar la deuda con cierta quita, pero garantizándole a los acreedores el pago de la misma con la obtención de un fuerte superávit primario de la economía. El por entonces candidato del PT brasileño, José Inacio Lula Da Silva, ya había sido obligado por el establishment brasileño y los organismos multilaterales de crédito a suscribir junto a José Serra (su competidor del PSDB y heredero de José Henrique Cardoso) una especie de *“Consenso de Brasilia”*, que le imponía a la economía la obtención de un superávit primario (antes del pago de los servicios de la deuda) de un 3% del PBI.

Éste último ha sido el camino elegido por el kirchnerismo, un camino que ha honrado la deuda externa y la ha pagado religiosamente (aunque con una fuerte quita), privilegiando la contraída con los organismos de crédito multilaterales como el FMI y el denominado Club de París. Si bien el gobierno se ha llenado la boca hablando de la *“quita nominal superior al 60%”*, el canje de 2005 incluía como beneficio para los tenedores de bonos en default nuevas emisiones con ajustes por crecimiento e inflación. Esta indexación de los
nuevos títulos, llevó a un fuerte incremento de la deuda generado por un contexto de muy fuerte crecimiento de la economía y alta inflación. Este incremento continuo del peso de los pagos periódicos tuvo que ser detenido drásticamente con la intervención del INDEC, que ha desprovisto al país de estadísticas confiables.

Esta tercera posición no era, es cierto, la preferida por los mercados internacionales, que van a privilegiar siempre la persistencia del endeudamiento en escala ampliada como mecanismo perpetuo de sometimiento de la periferia a los países centrales. No obstante, el estallido social de nuestro país no era favorable para que los acreedores vieran plenamente satisfechas sus demandas.

Si bien todo lo expuesto anteriormente es cierto, no depender directamente del flujo de capitales extranjeros, ni estar sometidos a las recomendaciones del FMI, nos permitió salir bastante indemnes de la mayor crisis económica global capitalista de los últimos 70 años. Resulta casi enojoso que se persista en el discurso referido al *»viento de cola»* internacional, cuando países infinitamente
más poderosos que Argentina, como España (hoy integrante, nada honroso por cierto, de los denominados PIGS, junto a Portugal, Irlanda y Grecia), están viviendo una crisis de imprevisibles consecuencias por seguir las mismas recetas que llevaron a nuestro país a la debacle.

No tengo la menor duda de que, de haber seguido con el modelo de los 90s, más que viento de cola hubiésemos tenido un verdadero *“tsunami de frente”* ante la crisis global de 2008, de la que el mundo aún no se recupera. Por eso considero totalmente injusto hablar de que la región, no sólo Argentina, crece *»más por factores externos que internos»*. Estos factores externos (crecimiento sostenido de China, India y otras regiones), pueden ser aprovechados porque nos hemos sacado el collar de las políticas de sometimiento del FMI, aunque
no hayamos dejado de ser perros (como decía una famosa frase del Mayo
Francés), ya que hemos abonado hasta el último centavo de la deuda que teníamos con ese organismo.

Los superávits gemelos que mantuvo la era K, al menos hasta 2008, junto a la renegociación de la deuda externa; han producido un proceso real de desendeudamiento que ha llevado el cociente actual a alrededor del 40% del PBI (siendo gran parte de la deuda intraestatal, por lo que la deuda privada sería del 20% del PBI). Al mismo tiempo, las reservas internacionales han superado los u$s 50.000M, aún tras haberle pagado al FMI la totalidad de la
deuda de u$s 9.000M.

Es cierto que esta reducción del peso de la deuda lo hemos pagado con el hambre de nuestro pueblo. Es cierto también que la saludable implementación de la asignación por hijo dista mucho aún de alcanzar a paliar la situación de indigencia y pobreza de gran parte de los argentinos. Más de 6% del PBI en gasto educativo no han alcanzado a paliar todos los déficits en educación que tiene nuestro país. La salud pública languidece, las políticas de vivienda no existen, hay muchas inequidades por resolver y muchas asignaturas pendientes, como una reforma tributaria integral verdaderamente progresiva
que deje de centrar la recaudación en el IVA.

Si bien queda abierta todavía la posibilidad de profundizar el nuevo
rumbo, radicalizándolo, el supuesto acuerdo recientemente alcanzado
con el Club de París nos estaría acercando a un regreso al mercado de
capitales, es decir a la reproducción de la lógica del endeudamiento;
cuando Argentina sigue estando en condiciones de avanzar en la
recuperación de los recursos estratégicos para su economía que la
dotarían de una independencia económica plena.

Las tarea fundamental que queda por delante es principalmente poner fin a la situación de pobreza que alcanza aún, tras muchos años de fuerte crecimiento de la economía, a cerca del 30% de nuestra población; partiendo de la recuperación de los recursos energéticos, poniéndole fin al proceso de concentración y extranjerización de las empresas y de la propiedad de la tierra; intentando dejar de estar atados a la apuesta al modelo agroexportador basado en la soja transgénica y la siembra directa.

Nuestro principal vecino, Brasil, ha apostado también a un modelo
neodesarrollista, abonando del mismo modo la totalidad de la deuda contraída con el FMI; contando sin embargo con una capacidad industrial, impulsada por la burguesía paulista, y un mercado interno, que le han permitido formar parte de los BRIC.

Mientras Brasil ha apostado a la atracción de los capitales internacionales a través de políticas que le han permitido obtener la calificación *“investment grade”* (o *“grado de inversión”*) que otorgan las principales calificadoras internacionales de riesgo crediticio a cada uno de los países, situación que lo asimila al neoliberalismo mucho más ortodoxo del modelo chileno; Venezuela y
Bolivia han apostado a grandes nacionalizaciones de sectores estratégicos de la economía, como el de los hidrocarburos y el siderúrgico.

Por haber adoptado este rumbo, estos últimos países han pasado a ser
demonizados por las finanzas internacionales y sus socios, dueños de los principales multimedios. Es indudable que esta demonización es signo de que han ido por el camino correcto y les va a ganar la simpatía de quienes nos situamos en el campo de la izquierda y propugnamos una mayor intervención del Estado en la economía, capaz de restringir las permanente asimetrías que crea y reproduce incesantemente la economía de mercado.

Dicho esto, no podemos obviar señalar hoy que la incapacidad que está
demostrando la economía cubana para sostener su modelo basado en la
planificación estatal –aún asumiendo las nefastas consecuencias que produce el bloqueo incesante que padece la isla desde hace décadas- prende luces amarillas sobre el modelo de desarrollo sostenido que deseamos. La propia economías venezolana, más allá de haber obtenido mejoras indiscutibles en la calidad de vida de sus sectores históricamente postergados, enfrenta una coyuntura económica complicada; fundamentalmente por la gran y aún persistente dependencia que padece del precio internacional del petróleo.

Cada uno de los países sudamericanos, que luego de haber dado un paso
fundamental en su autonomía al haber sepultado el ALCA (Área de Libre
Comercio de las Américas) en la Cumbre de Mar del Plata 2005, han logrado ser reunidos en una instancia política regional como es la UNASUR –logro nada despreciable, por cierto-, están transitando mayoritariamente un rumbo de mayor independencia frente al imperialismo.

Cada país posee sus especificidades y su composición de clases y fracciones de clase particulares, sus trayectorias específicas y sus experiencias de lucha de sus movimientos obreros. El centro de nuestro esfuerzo tiene que ubicarse en fortalecer la unidad regional, a nivel sudamericano y latinoamericano. Una de las características más ricas del proceso que vive Sudamérica en estos días es que tanto el ex presidente Lula como Chávez, que han optado por caminos distintos hacia el desarrollo, son capaces de prodigarse elogios mutuos y trabajar conjuntamente en beneficio de la integración regional.

Nuestra tarea como militantes es la de impulsar las expresiones más ricas de estas experiencias acumuladas en cada uno de los países; para que, a la manera de Rosa Luxemburgo, sean las propias masas movilizadas por un proyecto político auténticamente emancipador.

Muchas serán las tentaciones que reciba Argentina para escuchar los cantos de sirena de las finanzas internacionales. Así como ya se ha impuesto la sigla BRIC, ahora se comienza a hablar de los VISTA (Vietnam, Indonesia, Sudáfrica, Turquía y Argentina como nuevas economías emergentes, ante las restricciones al ingreso de capitales que comienzan a elevar los BRIC para evitar las bruscas revaluaciones de sus monedas. Lo que tenemos que tener claro es que queremos caminar juntos con nuestros hermanos sudamericanos rumbo a una unidad más consolidada de las experiencias más avanzadas de
transformación social.

Impulsar el Banco del Sur sería un paso decisivo en esta dirección.

El futuro nos dirá si caminando de la mano somos capaces de construir el anhelado socialismo del Siglo XXI.