En febrero chocaron, en el fondo del Atlántico, dos submarinos a propulsión nuclear que además estaban armados con misiles portadores de ojivas atómicas. Los navíos, el ‘Triomphant’, francés, y el ‘HMS Vanguard’, británico, estuvieron a punto de protagonizar una tragedia. Pero más que preocuparse por el daño que pudo causar el accidente ambas armadas se apresuraron en aclarar que sus respectivas capacidades disuasivas no resultaron afectadas. ¿A quién está dirigido el mensaje hoy cuando ya no existe la Unión Soviética? ¿Es necesario que submarinos con una capacidad destructiva superior a más de mil Hiroshimas surquen los océanos? Lo ocurrido refuerza las voces que exigen abolir las armas atómicas de la faz de la tierra y de los océanos.

Pese al fin de la Guerra Fría el mundo mantiene un enorme potencial de aniquilación atómica. Bastarían solo una docena de minutos desde que los líderes del Kremlin o la Casa Blanca dieran la orden para que decenas de misiles nucleares despeguen desde sus silos y submarinos. Washington y Moscú almacenan 95 por ciento de las 27 mil armas nucleares existentes. Entre ambos países pueden descargar en pocos instantes unas 2.600 ojivas de altísimo poder. O el equivalente a 100 mil bombas como la lanzada en Hiroshima, en 1945, que tenía un poder de 15 kilotones.

A lo largo de las décadas se apilaron más de sesenta mil ojivas para diversos propósitos, desde las estratégicas destinadas a los misiles balísticos intercontinentales hasta la munición táctica para teatros de combate. Para tener una idea del poder destructivo de los megatones baste considerar que durante la Segunda Guerra Mundial se arrojaron explosivos por un equivalente a 6 megatones; en la Guerra de Corea, 0,8 megatones, y en Vietnam, 4,1 megatones. En los tres conflictos, el equivalente a casi 11 megatones mató a 44 millones de personas. Hoy, el arsenal nuclear cuenta con una capacidad explosiva de 18 mil megatones.

El absurdo de disponer de semejante capacidad destructiva no escapó a sus responsables. En 1968 fue acordado el Tratado de No Proliferación (TNP) que entró en vigor en 1970. En él se establece que los países que poseen armas nucleares facilitarán la tecnología para producir energía núcleo-eléctrica. A cambio, los que aún no tienen estas armas se comprometen a no desarrollarlas. Por su parte, los países con arsenales atómicos frenarán la carrera armamentista en este campo e iniciarán un desarme gradual. Desde entonces están a la luz varios incumplimientos. Mientras los países no nucleares quedaron sometidos a un sistema de inspecciones, llevados a cabo por la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) de Naciones Unidas, los países con tecnología nuclear no han estado muy dispuestos a compartirla. Tampoco se apuraron en un proceso de desarme. Esto acicateó a los Estados “umbral”, que estaban cerca de obtener sus bombas, como India y Pakistán, para seguir adelante. En la actualidad, Irán reclama su “sagrado derecho” a contar con reactores atómicos y producir electricidad.

El desarrollo más esperanzador en los esfuerzos por impedir la proliferación nuclear proviene ahora del Presidente Barack Obama que propone reducir los arsenales de ojivas atómicas en un 80 por ciento. El propósito de un nuevo acuerdo entre Estados y Rusia es limitar la posesión de armas nucleares a un millar para ambos países. De fructificar estas negociaciones sería un gran paso para la erradicación total de la más letal de todas las armas.