El escenario es una casa en obra negra. Tiene medio techo de lámina sostenido por vigas de madera. En la otra mitad, que está descubierta, cae la lluvia. No hay luz eléctrica, solo huecos en las paredes que permiten que el sol alumbre el interior. Un grupo de jóvenes y niños colombianos se resguarda en una esquina para no mojarse, mientras espera para salir a escena.

Minutos después, los chicos bailan salsa, bachata, música moderna. Lo hacen con energía, vivaces. El lugar es tan pequeño que sorprende que no se golpeen con el techo o las paredes cuando realizan algún salto o maroma. Sus vestuarios, sus coreografías exactas, sus sonrisas, contrastan con el lugar: una casa humilde en medio del barrio Paris (Bello), limítrofe a la ciudad de Medellín, históricamente violento, rezagado y olvidado por la administración pública.

La presentación es una iniciativa de Paula, una mujer que tiene más de 20 años impulsando la cultura de paz entre los jóvenes del barrio, a través de actividades culturales.

Las negociaciones del gobierno de Colombia con las guerrillas FARC-EP y ELN para poner fin a una guerra de medio siglo, han activado políticamente a una generación joven que vivía aterrorizada y desmovilizada a causa de la violencia, o en el letargo de la apatía.

También hay quienes han trabajado por la paz desde antes de que el tema fuera una posibilidad institucional, y se describen como una generación que se negó a seguir con el discurso belicista.

Estas son algunas de sus historias y sus protagonistas.

“No matarás”

Quinto Mandamiento se llama así en referencia al dogma cristiano: “No matarás”. Es una organización creada por jóvenes de Barrancabermeja, ciudad principal de la zona del Magdalena Medio, que promueve la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio.

“Tenemos una postura antimilitarista y apelamos a la no violencia como forma para resolver los conflictos en sociedad. Buscamos restarle jóvenes a la guerra”, dice Mayerly Méndez, integrante del colectivo.

“Consideramos que la guerra no es una opción de vida. El servicio militar no te hace ser un ciudadano ni de primera ni de segunda”, insiste.

En Colombia, el país con el conflicto interno más largo en la historia del mundo, los primeros en ser reclutados para la guerra son los jóvenes, ya sea para formar parte de ejércitos legales o ilegales. Aquí, todavía existe la “batida”, una práctica del ejército en Colombia, en la cual los camiones de la milicia se presentan en comunidades o barrios pobres del país, persiguen a la población y capturan a jóvenes, mayores o menores de edad, para reclutarlos en sus filas.

“Es una captura, es un secuestro en la vía pública”, dice Mayerly, antes de narrar cómo madres y padres de familia y organizaciones de derechos humanos, han peleado con hombres armados para evitar que recluten a sus jóvenes.

La generación colombiana que se niega a matar

El barrio de París. Crédito: Celia Guerrero/Pie de Página

En Colombia, nueve de cada 10 jóvenes soldados son de estrato bajo. En los periodos en los que se ha recrudecido el conflicto, como sucedió durante el gobierno del expresidente Álvaro Uribe, las filas del ejército se engrosaron principalmente con jóvenes campesinos; sin oportunidades de educación superior; afrodescendientes o indigenas. .

Quinto Mandamiento ha llevado tres casos emblemáticos de batidas ante la Corte Constitucional, que a su vez ha fallado sentencias en contra de esta práctica ilegal. También ha logrado que se reconozca la objeción por conciencia como un derecho fundamental.

“Los jóvenes tienen la opción de apelar a no prestar el servicio militar porque va en contra de sus principios y de su conciencia. Está sustentado en la constitución”, dice Mayerly.

“Mambrú se fue a la guerra y nunca más volvió”

En la ciudad de Cartago, al norte del Valle del Cauca, Alexandra Tamayo, una joven estudiante de 22 años, coloca una manta de árbol a árbol en una plaza pública donde se desarrolla un acto de bienvenida a la “Caravana por la Paz, la Vida y la Justicia”.

La pancarta dice: “Mambrú se fue a la guerra y nunca más volvió”.

Es el lema de la campaña para la desmilitarización que impulsa junto a otros jóvenes desde la plataforma Juventud Rebelde.

Cartago es un refugio para familias afrodescendientes desplazadas por la violencia en las costas del Pacífico colombiano. También es una conexión del centro del país con el océano y, por lo tanto, un paso obligatorio de la ruta de salida de mercancías legales e ilegales. Por ello, muchos grupos criminales se han disputado el control de la región.

Los testimonios de la violencia en el Valle son aún muy recientes. En el 2006, en la zona alta del Pipintá, los cadáveres flotaban por cientos en las aguas de río Cauca. Dos años antes, en Cartago, más de 90 jóvenes fueron asesinados. Además de narcotraficantes y paramilitares, en las montañas que rodean el valle se asentaron algunos grupos insurgentes. “La guerrilla también ha matado. Nos ha tocado de lado a lado”, dice el líder comunitario Víctor Cardona.

Juventud Rebelde es una organización política constituida hace poco más de un año. Está formada por jóvenes y recoge colectivos con objetivos distintos de varios departamentos de Colombia. Sólo en el Valle del Cauca participan 32 organizaciones de nueve municipios.

“Defendemos el derecho a ser joven, la desmilitarización de la vida juvenil, también luchamos por los derechos de la comunidad LGBTI, el derecho a la tierra, al ejercicio político de los jóvenes dentro de la sociedad”, explica Alexandra.

La campaña “Mambrú…” reclama el derecho de los jóvenes, no solo de la objeción de conciencia, sino de una vida entera desmilitarizada, incluyendo la esfera de la educación o la del trabajo.

La generación colombiana que se niega a matar

Algunos jóvenes se divierten en un espacio común en el barrio La Victoria. Crédito: Celia Guerrero/Pie de Página

Actualmente, en Colombia la libreta (cartilla) militar es obligatoria para, por ejemplo, graduarse de la universidad o para poder recibir contratos públicos. También es común que los empleadores la pidan como requisito a quienes solicitan trabajo. Y mientras el gobierno y las guerrillas firman por segunda vez el Acuerdo de Paz, en el Congreso legislativo discuten modificaciones a la Ley de Servicio Militar Obligatorio, que incluyen una propuesta de que el servicio militar pase de 12 a 18 meses.

Por eso, los jóvenes dirigen sus propias construcciones de paz. “Mandamos una carta a las comisiones negociadoras de los acuerdos de paz en La Habana. Pedimos que se condone la deuda a los más de 9 mil 500 jóvenes remisos (que no se presentaron al servicio militar) de Colombia y que se evalúe el hecho. Los jóvenes nos estamos pronunciando y definitivamente no queremos ir a la guerra”, dice Alejandra.

La Legión del Afecto

Jhonairo Oviedo Ríos, de 23 años, entra a escena con el torso descubierto, pantalón de mezclilla redoblado y sombrero; personifica un pescador. Los niños del barrio La Victoria se amontonan a la entrada del salón para ver la actuación ritual. El público entona al ritmo de aplausos y tambores que sonorizan la representación:

El pescador habla con la luna

El pescador habla con la playa

El pescador no tiene fortuna, solo su atarraya.

Jhonairo participa junto con su novia y amigos en actividades culturales de La Victoria, en la Comuna 1 de Barrancabermeja, a la orilla del río Magdalena.

En la década de los 80, en esta zona llamada Magdalena Medio, los movimientos sindicales y de campesinos fueron apagados violentamente por grupos paramilitares. Aquí, Ramón Isaza comandó las Autodefensas Unidas de Colombia hasta 2006, cuando entregó las armas junto con más de 900 hombres, en un emblemático caso de desmovilización; en septiembre de 2016, el jefe paramilitar salió de la cárcel tras cumplir una condena de ocho años por sus crímenes, apegándose a la Ley de Justicia y Paz (una ley promovida por el expresidente Álvaro Uribe que da beneficios a los paramilitares desmovilizados).

El programa que inició un grupo de jóvenes de La Victoria, al que pertenece Jhonairo, se llama la Legión del Afecto.

“¿Qué hacer con tanta muerte?”, fue el cuestionamiento que llevó a la creación de la Legión, cuenta Alex Sierra, un legionario veterano. El proyecto nació en el barrio Santander de Medellín, en 1999, luego se extendió a los departamentos de Antioquia, Bolívar, Cauca, Santander, Valle del Cauca, Chocó, Arauca.

Al inicio se sostenía económicamente por apoyos internacionales, en 2007 comenzó a recibir financiamiento gubernamental (del Departamento para la Prosperidad Social), pero le fue retirado en diciembre de 2015.

“La Legión del Afecto no está funcionando como proyecto, pero sí está en el espíritu de los pelados, que es lo que realmente importa”, dice John Alemán.

La Legión trabaja con jóvenes desplazados, desempleados o vulnerables, que viven en comunidades marginadas, golpeadas por la violencia y su estigma; utiliza la ritualización y el rescate de las tradiciones, así como el uso del instrumento “Viaje a pie” para conocer su país y combatir el desarraigo; busca la posibilidad de que los jóvenes reciban un “incentivo social” por dedicar tiempo a actividades de la Legión; promueve el afecto hacia los otros antepuesto a la violencia.

“Se trata de rescatar a los jóvenes de la guerra”, resume John.

“Es necesario que (los jóvenes) conozcan su país, que se enamoren. Para eso era necesario el dinero de La Legión”, dice Alex Sierra.

A hora y media río abajo está el municipio de San Pablo, donde existen organizaciones sociales con un largo recorrido, como la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra. En cierto modo, esta tradición organizativa provocó que, cuando la Legión se suspendió, otros proyectos juveniles continuaran en San Pablo: Voces del Pueblo, Juventud Rebelde, Jóvenes de Gloria, Grupo Subterráneo, por nombrar algunos.

La generación colombiana que se niega a matar

Jóvenes de #Plazalacalle. Crédito: Celia Guerrero/Pie de Página

Sin embargo, varios jóvenes de estos colectivos lamentan la falta de oportunidades para el desarrollo de estas iniciativas.

“Todos somos afectados por el conflicto y queremos paz, pero también hay una falta oportunidades”, dice una joven integrante de Jóvenes de Gloria.

Trabajo desde las bases

La Comuna 13 es un hito del conflicto en Colombia. Es el lugar en donde se llevó a cabo, en octubre de 2002, la operación militar más grande realizada en una ciudad colombiana: el Operativo Orión, en el que más de mil 200 militares sitiaron la comuna en búsqueda de milicias urbanas. A la fecha, organizaciones civiles estiman alrededor de 300 personas desaparecidas de manera forzada en este lugar.

La fatídica suerte de la Comuna 13 la convierte hoy en un campo de cultivo de iniciativas ciudadanas dedicadas a la búsqueda de la verdad y la justicia, el reconocimiento de los crímenes y la reparación a las víctimas.

Pero la pelea es ardua. Históricamente los principales agresores de la población de la comuna han sido los agentes del Estado: el municipio de Medellín es el que más falsos positivos acumula en la historia del conflicto, de acuerdo con James Zuluaga, joven fundador del área de derechos humanos de la administración comunal.

Desde hace tres años, miembros de las llamadas bacrim (bandas criminales formadas principalmente por paramilitares desmovilizados) firmaron un pacto de no agresión. Aunque fue solo entre ellos, el número de homicidios violentos disminuyó notablemente; pero, al mismo tiempo, la desaparición forzada aumento, asegura James.

Por eso encabeza la escuela de derechos humanos de la Comuna 13. Una de las muchas iniciativas de colectivos de jóvenes en Medellin para construir la paz (Lluvia de Orión y Casa Morado, entre otros).

En la Comuna 6, otro proyecto de paz nació con el asesinato de una artista y activista en los años 80: Soraya Castaño. El crimen impulsó a sus amigos a crear la Comparsa Luna Sol. Luego fue la Corporación Ramiquirí e Itaca, que realiza festivales y hace teatro en los lugares más estigmatizados de la ciudad.

“Yo tenía 10 años y sabía que Soraya estaba sembrando en mi algo. Que descanse su cuerpo porque aquí sigue su espíritu”, cuenta Jorge Sánchez, quien trabaja en el proyecto desde hace casi 20 años.

#PazALaCalle

El 2 de octubre, después de conocer el resultado del plebiscito que debería certificar los Acuerdos de Paz firmados el 26 de septiembre, jóvenes estudiantes de la ciudad de Medellín exigieron a las partes involucradas en el proceso que continuaran la negociación. El llamado fue “llevemos la paz a la calle” y convocaron a través de redes sociales a marchar en silencio en diferentes ciudades para demostrar que la victoria del NO se debió al abstencionismo (solo participó la tercera parte de los colombianos que podía hacerlo).

En Medellín, departamento de Antioquía, donde ganó el NO, la primera manifestación fue el 5 de noviembre. Llegaron 10 mil personas, según los cálculos de los medios de comunicación. Más de un mes después, los jóvenes siguen convocando a ocupar los espacios públicos para reflexionar sobre el proceso de paz: en la explanada del Museo de Arte Moderno, un grupo de jóvenes realiza una representación teatral, cuando una trabajadora del lugar interrumpe el acto y pide que paren la actividad porque hacen ruido. “Con mucho gusto pueden hacer su acampada, pero no pueden interrumpir”, dice. La actuación sigue, uno de los actores simula sostener un micrófono frente a la mujer. La “invitación” de la trabajadora del museo es ignorada y ella se retira enardecida, como si fuera parte del performance. Al final de la función, uno de los oradores habla del ejercicio de la ciudadanía como un campo de batalla permanente: “Hoy hay esperanza. Y hay esperanza no porque en Colombia se firme un acuerdo de paz construido por las élites que comenzaron la guerra, hay esperanza porque la ciudadanía se está politizando, está encontrándose acá”.

Una pequeña Colombia

La Plaza Bolívar, en Bogotá, está ocupada por gente que se dice “en pie de lucha”. Como el país, esta acampada está fraccionada: por un lado, están quienes se inclinaron al SÍ en el plebiscito y rechazan el resultado del 2 de octubre. Al lado, en un campamento distinto, están quienes se sumaron al 50.21% que votó por el NO.

El campamento del SÍ parece tener más integrantes por el número de casas desplegadas. Varios de los acampantes son jóvenes. Uno de ellos recibe a un grupo de colombianos y extranjeros que visitan el lugar como parte de su recorrido en la “Caravana por La Paz la Vida y la Justicia”, una iniciativa que promueven el intercambio de experiencias entre comunidades y víctimas de la violencia.

En el exterior del campamento hay una manta que señala el número de días que la paz se ha demorado (después de conocidos los resultados del plebiscito): 37, para el día que llega la caravana.

Ernesto (no es su nombre real) explica a los visitantes cómo funciona el lugar, “esta pequeña Colombia”, en la que cohabitan micro representaciones de las víctimas del conflicto en el país: hay desplazados por la violencia paramilitar y de las fuerzas del Estado; secuestrados por la guerrilla; exmiltiares; exguerrilleros…

Ernesto salta de una idea a la otra, como quien no puede aguardar para contar su historia. Habla de él: desplazado de Medellín desde hace cinco meses por haber sido elegido por sus vecinos como presidente de junta de acción comunal.

“Es diferente ser desplazado a sufrir un atentado violento. A mí nadie me apuntó con un arma, pero yo me fui porque me iban a matar. Quienes me amenazaron fueron los mismos padres de los niños que me llaman profe, a quienes guío. De las 2.120 personas que votaron en mi comunidad, 1.500 votaron por mí. Fui desplazado por ser activista social”, dice. Y sigue contando su historia, como si se tratara de un mantra silenciado.

Ernesto no lo sabe, pero nuevamente será desplazado. El 12 de noviembre, cuatro días después del paso de la Caravana, el gobierno y las FARC-EP anunciarán la renovación de los acuerdos, después de “atender a las voces del NO”. Una semana más tarde, el 19 de noviembre, por la madrugada, el campamento de la Plaza Bolivar será desalojado por policías del Escuadrón Móvil Antidisturbios. En redes sociales se denuncia un desalojo violento, aunque la alcaldía asegura que los acampantes se retiraron voluntariamente.

Es parte del largo camino que le espera a la paz en Colombia. Pero a lo largo del país se extienden nuevos proyectos juveniles, que crecen a la par de los que ya existían y retoman fuerza con la discusión de la paz que trajeron los acuerdos entre gobierno y las guerrillas.

Estos procesos, señalan sus impulsores, los jóvenes, van mucho más allá de la polarización entre el SÍ y el NO de las élites.

“Son los que sostendrán la paz”, auguran.

Este artículo fue originalmente publicado por Pie de Página, un proyecto de Periodistas de a Pie . IPS-Inter Press Service tiene un acuerdo especial con Periodistas de a Pie para la difusión de sus materiales.

Revisado por Estrella Gutiérrez