Por David Hearst, Middle East Monitor.-

Fuente: Vila Vudú – Tlaxcala (traducciones solidarias)

Otra intervención americano-británica en Iraq puede detener el avance del Estado Islámico, pero no abordará la tarea principal que consiste en ocuparse de las reclamaciones políticas sunitas. Cuan monstruoso sea el Estado Islámico, es un monstruo creado por la intervención occidental.’

Antes de que Gran Bretaña se involucre en otra intervención contra los insurgentes sunitas en Iraq, David Cameron debiese leer el Corán. El versículo 216, Capítulo 2 dice: “Podéis odiar algo que es bueno para vosotros, y podéis amar algo que es malo para vosotros. Vosotros no sabéis, Dios sabe.”
Sabias palabras para un Primer ministro británico tentado de borrar todos esos humillantes recuerdos de Basra.

Los dos exabruptos en respuesta al repentino y completo colapso de la política occidental ‘posguerra’ en Iraq son: armar a los kurdos y apostar todas las fichas al nuevo hombre fuerte, Haider al-Abadi.

Todos lo aman, pero ¿será bueno para quienes le aman? Para algunos, tal vez, pero no para todos. El historiador sirio Sami Moubayed está lejos de estar convencido. Él escribió en el Middle East Eye: “Abadi no es un moderado – lejos de ello – y tampoco está menos motivado por el Islam que Nuri al-Maliki… El Islam chií es la médula de su ideología. Y no hubiese podido ser nombrado Primer ministro sin el consentimiento del gobierno iraní.”

Quienes apoyan a Abadi debiesen estar haciéndose a sí mismos preguntas embarazosas, como por qué el Estado Islámico ha ido tan lejos y por qué ahora será difícil desalojarlo. Cameron está asumiendo una campaña aérea breve, pero, ¿por qué debiese ser tan efímera como la de la OTAN en Libia? Mejor pensar en el paralelo que ofrecen los Talibanes en Afganistán, en donde, sin importar cuan desesperados con la insurgencia estén los Pashtun, están aún más aterrados de la tiranía corrupta del gobernante de Kabul. Es mejor tener un tirano honesto que uno corrupto.

El armamento, la organización y la ideología forman parte del ascenso del Estado Islámico. Pero la parte más importante de su arsenal tiene poco que ver con proezas militares o el fervor religioso, aunque ambos ayudan. Es su promesa de forjar un Estado a mayoría sunita en las ruinas de dos Estados dominados por los chiíes, Siria e Iraq.

El Iraq post Saddam es una construcción sectaria en la que el poder es adjudicado por el peso etno-sectario. El sectarismo fue la formula que usó el primer pro-cónsul americano Paul Bremmer para componer el primer gobierno de transición, que incluía 13 chiíes, cinco sunitas, cinco kurdos, un turkmeno y un asirio. A Washington le gusta mostrarse como si sufriera de déficit atencional en los países que invade.

Pero los EEUU no son un padre inatento. Fue necesario el bombardeo, en febrero de 2006, de la mezquita de Askariya en Samarra – un santuario chií – para desatar la guerra civil, pero las fuerzas especiales americanas usaron a los paramilitares chiíes para sus propios fines, para bloquear los ataques de los insurgentes sunitas sobre sus tropas.

El sectarismo también fue el sello del gobierno unipersonal de Maliki. El financiamiento americano de las tribus sunitas contra Al Qaida, su poco entusiasta intento para que Maliki integrase a los Awakening (combatientes sunitas – N del T) en el ejército iraquí, o incluso sus intentos de hoy para re-despertar a los Awakening (‘awake’: despertar en inglés – N del T), son excepciones a la regla, y vienen como una ocurrencia tardía.

El motivo para el aumento de las tropas y la compra de las tribus sunitas fue pavimentarle el camino a la salida de las tropas estadounidenses. Nunca fue entendido como un sostenido esfuerzo para alterar la balanza del poder en la era post Saddam.

Las tribus sunitas que se levantaron contra Al Qaida fueron traicionadas e ignoradas. Si le han prometido poder político, cuando Ud. depone las armas tiene el derecho a esperarlo o bien retoma las armas. El experimento político terminó para ellos cuando el tolerante bloc Iraqiya fue destruido. Maliki lanzó una guerra total contra la misma gente que necesitaba.

Un ex colaborador como Ali Khedery proporciona una sombría evaluación de cuan corrupto se ha puesto el gobierno de Bagdad. Khedery, el más antiguo oficial americano en Iraq, de 2003 a 2009, apoyó a Maliki, pero se convenció hacia al año 2010 de que los EEUU estaban cometiendo un error de proporciones históricas al continuar apoyándolo.

“El Iraq unipersonal y de partido único (Dawa) de Maliki, se parece al Iraq unipersonal y de partido único (Baath) de Saddam Hussein… No queda mucha “democracia” si un solo hombre y un único partido con estrechos lazos con Irán controlan la justicia, la policía, el ejército, los servicios de inteligencia, los ingresos del petróleo, el ministerio de Hacienda y el Banco Central. En esas circunstancias, una nueva guerra civil etno-sectaria en Iraq no era una posibilidad. Era una certidumbre.”

Durante todo un año, la protesta sunita en Anbar fue pacífica, pero Washington no quería saber nada. El consenso que se había formado en esa capital sumida en la ignorancia no cambiaría sino hasta que los titulares “¿Quién perdió Iraq?” volvieron a golpearles en la cara.

No es coincidencia que el Estado Islámico florezca en dos Estados sectarios donde los sunitas fueron marginalizados, o que al declarar el nacimiento de un Estado trasfronterizo, el Estado Islámico haya recreado una entidad con mayoría sunita, quienes habían dominado en Iraq.

Las dos tareas que Abadi debe confrontar son tremendas. La primera es crear un gobierno, y un modo de gobernar, genuinamente tolerantes. Esto significa compartir realmente el poder, en los ministerios claves. La segunda es encarar todas las milicias extremistas, el Estado Islámico y las milicias chiíes, como por ejemplo Asa’ib Ahl al-Haq.

Después de 11 años de lo que debe ser visto ahora como guerra continua y agitación política, estas son tareas enormes.

Tampoco podría ningún potencial primer ministro iraquí, y aún menos uno con el pedigrí de Abadi, darle la espalda a su patrocinador, Irán. Ciertamente, Abadi ya sugirió que si los EEUU no intervienen, debería hacerlo Irán. Abadi le debe a Irán su decisión de deshacerse de Maliki. Esto puede no ser más que realpolitik.

Qassem Suleimani, comandante de la Quds Force del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Iraní, debe haber comprendido que Irán no puede librar dos guerras a la vez.

En Siria, la necesidad de mantener abierta el valle de la Bekaa como un cordón umbilical hacia el Hezbollah, supera todas las demás consideraciones para Teherán. La ironía es que si hubiesen hecho lo mismo con Bashar al Assad y hubiesen nombrado un sustituto en su lugar, Siria sería hoy un país muy diferente.

Arabia Saudita, el más mortal enemigo de Irán, también está poniendo nervioso. Si la propagación de la revolución, que los Sauditas han tratado de extirpar por todos los medios, puede atravesar las fronteras nacionales (como hizo de Túnez a Egipto, Yemen, Bahréin y Siria), también puede hacerlo el fanatismo religioso del Estado Islámico.

La combinación del militantismo y el fervor religioso no es una novedad en la península arábica.

Basta con que recuerden cómo Muhammad ibn Abd al-Wahhab pactó con Ibn Saud, el amo de Najd, y cómo el Wahabismo ha sido parte integral del reino Saudita desde entonces.

Lo que le ocurre a los sunitas en Iraq, podría ocurrirles también a los sunitas en Arabia Saudita. Cerca del pánico, los Sauditas apoyaron a Abadi, pero Abadi no asegurará al reino contra las mismas fuerzas que emergen en casa.

Otra intervención americano-británica en Iraq puede detener el avance del Estado Islámico, pero no abordará la tarea principal que consiste en ocuparse de las reclamaciones políticas sunitas. Cuan monstruoso sea el Estado Islámico, es un monstruo creado por la intervención occidental.