Un tratamiento cabal de esta exposición me obligaría quizá a definir con rigor académico términos tales como *“espiritualidad”*, y a precisar qué entiendo por *“fundamentos”* y por *“nueva civilización”*. Sin embargo, esto excedería la extensión
de esta breve presentación y mi acreditación en las materias que estudian estos temas en ámbito académico, como pueden ser la historia, la filosofía, la antropología y la fenomenología de la religión, la antropología social o cultural, la sociología y
demás. Aquí hablaré desde mis propias certezas y convicciones que se apoyan en mi experiencia y estudio de la obra de Silo, que citaré profusamente. De manera que me disculpo y ruego la condescendencia de aceptar mi discurso sin mayores referencias académicas.

Para comenzar, por supuesto que no atribuimos a las religiones el monopolio de la espiritualidad, fenómeno humano que excede los marcos dogmáticos u organizativos de aquellas. La espiritualidad es la expresión – tanto personal como social – del sentimiento religioso del ser humano. Este sentimiento es la traducción de una
conexión muy profunda de la conciencia individual con un *“algo”* que le infunde tal sentimiento y la influencia. Pero, a la vez, ese *“algo”* se experimenta como trascendente a la conciencia y, por lo tanto y por lo menos, al *“yo”* del individuo. Aun la aspiración o el presentimiento de esa conexión son también expresiones del
sentimiento religioso.

El sentimiento religioso es patrimonio inherente a toda la humanidad, y se manifiesta en el ser humano como un estado de conciencia con una especial tendencia o impulso a la búsqueda de un Sentido trascendente de todo lo existente y a la comunión con éste. Este sentimiento motiva preguntas profundas acerca de nuestra
identidad esencial, de dónde venimos y hacia dónde vamos, de la vida, la muerte, el sufrimiento, la inmortalidad, etc. El sentimiento religioso evidencia la tendencia de la conciencia finita a entrar en contacto con ese *“algo”* que no es un contenido de ella,
sino que la trasciende y completa. Este sentimiento se registra cuando la conciencia actúa con calma, atención y vigilancia sobre sí misma. Y ese contacto se da en *“Lo Profundo”* de la conciencia, y es allí donde se encuentra la raíz de toda mística y de todo sentimiento religioso.

Muchas y variadas son las formas y medios para lograr el contacto con ese *“algo”* trascendente. La historia universal de las religiones, los cultos, los misticismos y esoterismos varios, nos informan de ello. Esto lleva a experiencias espirituales de
gran conmoción psicológica, a menudo inefables, capaces de producir, por ejemplo, una conversión súbita y radical del sentido de vida en quienes las experimentan. Así las cosas, el valor de la espiritualidad radica en su capacidad de dar un sentido
trascendente a la vida tal que la haga volar por encima del sufrimiento y del aparente absurdo de la muerte, haciendo así que crezcan la libertad y la felicidad en uno mismo y en los demás.

Ese sentimiento religioso que da lugar a distintas formas de espiritualidad produce esa experiencia profunda y conmovedora de conexión con ese *“algo”* transcendente que a veces algunos llaman dios, y otros llaman el numen, la mente, la conciencia cósmica, el sí mismo, el yo superior, el dios interior, la luz, y mil nombres más.
También estos nombres y sus caracterizaciones son algunas de las distintas traducciones que hace la conciencia del contacto con ese *“algo”* que la trasciende.
Como dice Silo: *»…es la traducción en imágenes de lo que no tiene imágenes, es el contacto con lo Profundo de la mente humana, una profundidad insondable en que el espacio es infinito y el tiempo eterno»*.

Este sentimiento no sólo se expresa en algunos individuos manifiestamente aplicados al tema, como quienes pueden hallarse en el campo de las religiones, sino también en individuos pertenecientes a otros campos, como la ciencia, el arte, la
literatura, la medicina, etc. Por último, también lo encontramos expresado en cualquier persona, sea que adhiera a una determinada religión o a ninguna. No sólo lo advertimos en aquellos que profesan creencias teístas, sino también en agnósticos e incluso en ateos.

Asimismo, muchas y variadas son las interpretaciones sobre el origen, la validez y el mérito de estos fenómenos, dando así lugar a controversias aún hoy inconclusas.
Obviamente, los adherentes de distintas posturas establecen jerarquías entre las diversas expresiones, otorgando siempre prominencia a la propia. Estos escalafones buscan su justificación en valores tales como, por ejemplo, su *“antigüedad”* o su
*“modernidad”*, apelando a supuestas pruebas *“lógicas”*, *“filosóficas”*, *“científicas”*, a la *“tradición”*, etc. Nada de ello viene en apoyo definitivo para establecer una supremacía de manera indudable para todos. Y quizá esto sea imposible o bien
irrelevante, salvo para los intereses *“clientelares”* o de autoafirmación de sus mismos proponentes. También hay quienes no sólo no intentan realizar ninguna clasificación, sino que tampoco les inquieta cómo otros los clasifican a ellos.

Acerca del origen de este sentimiento religioso se han dado diferentes interpretaciones, que son más o menos interesantes, pero siempre de menor interés con respecto al valor de las experiencias espirituales que este impulsa y a su consecuencia en la vida de quienes las experimentan. Serán así de gran interés las formas de espiritualidad que sirvan a la vida de quienes las practican y a la de su prójimo.

Dados ese sentimiento religioso y las experiencias que le acompañan, surgen sus expresiones en forma de espiritualidad, expresiones que son múltiples y variadas.
Estas expresiones siempre han estado influidas por la época, la zona cultural y el medio geográfico en las que nacieron y se desarrollaron. En su desarrollo han ido también interactuando con otras expresiones de espiritualidad diferentes, dando lugar a cambios tanto intencionales como espontáneos en las formas de
espiritualidad originales.

De manera que una *“nueva civilización”* que hoy, por vez primera en la historia de la humanidad, se perfila como planetaria, deberá tener como correlato una *“nueva espiritualidad”* que integre ese paisaje diverso: no ya local, sino mundializado; no ya rural, sino urbano.

Se podrá hablar de una *“nueva”* civilización cuando exista una *“nueva”* espiritualidad que le dé fundamento. Y se podrá hablar de una *»nueva espiritualidad»* cuando se diferencie radicalmente de la vieja espiritualidad. Cabe así preguntarse, ¿cómo se podrá distinguir una *»nueva espiritualidad»* de la vieja?

Se podrá cuando la verdad de esta espiritualidad se experimente como realidad personal, y no dictada o impuesta por factores ajenos a la experiencia interna. Es decir, cuando la espiritualidad deje de ser externa; deje de ser un encadenamiento de la conciencia a cultos, imágenes y templos; cuando cada uno pueda liberar su mente de los intermediarios con lo divino; y cuando cada uno sienta que la divinidad está en sí mismo y en todas las cosas. Se podrá hablar así de una suerte de religiosidad interna.

Hoy es posible el nacimiento de una religiosidad interna o la conversión de las religiones externas a la religiosidad interna si es que estas van a sobrevivir, ya que son casos de traducciones deformadas del sentimiento religioso, al exponer objetos
externos para completar a la conciencia.

Se podrá cuando esta nueva espiritualidad sea alegre y profunda. Cuando ame al cuerpo, a la naturaleza, a la humanidad y al espíritu. Cuando reniegue de los sacrificios, del sentimiento de culpa y de las amenazas de ultratumba. Cuando no oponga lo terreno a lo eterno, ni la razón a la fe, sino que los comprenda como procesos de una misma existencia divina. Cuando no se base en el temor a la
muerte, en extorsiones apocalípticas o en amenazas metafísicas. Cuando no prohíba ni obligue a nada. Cuando el avance y la instalación de esa nueva espiritualidad no sea a costa de discriminar lo diferente y arrollarlo a su paso, sino de
comprenderlo dentro de la diversidad con que se manifiesta lo sagrado según el grado de desarrollo humano.

Como ocurrió antes en la historia de la humanidad, una nueva civilización será preanunciada por el alba de una nueva espiritualidad. Una nueva civilización no surge de la filosofía, la ciencia, el arte, la literatura, los sistemas políticos o
económicos. Más bien, estos plasman a posteriori en sus respectivos campos el surgimiento de esa nueva espiritualidad que es precursora del gran cambio. La nueva espiritualidad no necesita del aval de aquellos, sino al contrario. Esta nueva espiritualidad será el germen del nuevo mundo que empezará a percibirse y tomar
forma. Pero para que este germen crezca y fructifique, la espiritualidad no sólo deberá ser nueva, sino también verdadera.

¿Qué es verdadera espiritualidad? La verdadera espiritualidad, como el sentimiento religioso, no depende de templos y sacerdotes, de los dioses y sus estatuas. Una persona puede ser espiritual sea que crea o no crea en dios, sea que adhiera a un credo en particular o no. Como explicó Silo, la verdadera espiritualidad *“no es la
espiritualidad de la superstición, no es la espiritualidad de la intolerancia, no es la espiritualidad del dogma, no es la espiritualidad de la violencia religiosa, no es la pesada espiritualidad de las viejas tablas ni de los desgastados valores”*.

Se podrá hablar de una verdadera espiritualidad cuando pueda prescindir de templos, rituales o intermediarios. Cuando lo divino que históricamente se ha colocado por dogma externo fuera y por encima del ser humano, se manifieste por evidencia de experiencia en lo profundo de nosotros mismos. Cuando se aprenda a descubrir en uno mismo los signos y la experiencia de lo sagrado.

Se podrá hablar de una verdadera espiritualidad cuando esta nos lleve de la ignorancia de nosotros mismos a un autoconocimiento esencial, cuando nos lleve del sufrimiento y la opresión a la felicidad y la libertad, de la inestable creencia a la
inconmovible certeza de experiencia, y del sinsentido nihilista al sentido pleno y profundo de la existencia.

Cuando en su nuevo evangelio social coloque al ser humano como valor central, y promueva la igualdad de todos los seres humanos; el rechazo a toda forma de violencia, sea esta física, económica, racial o religiosa; cuando aliente la liberación social, cultural y síquica, y la unidad de todos los seres humanos en una nación
humana universal. Cuando practique, como lo más importante, el amor y la compasión con todas las criaturas vivientes.

Cuando luche por la liberación del individuo y de todo el género humano con la no violencia activa. Cuando no se pueda ya cometer la indignidad de usar la espiritualidad como medio para que unos seres humanos se instalen por encima de otros, para entonces oprimirlos, censurarlos, discriminarlos, perseguirlos, torturarlos, y por último, matarlos. En suma, cuando tratemos a otros como quisiéramos ser tratados.

Cuando la reconciliación con uno mismo y con los demás se viva como el camino inevitable de esa espiritualidad. Cuando vivir espiritualmente sea rechazar la contradicción en nuestras vidas y mantener la unidad entre lo que pensamos, sentimos y hacemos. Cuando la aspiración de libertad y felicidad no tenga como centro sólo a uno mismo y lo propio, sino también a la felicidad y la libertad de los demás como apoyo y como medio para lograrla.

Pero una nueva espiritualidad de tal tipo sólo puede surgir únicamente desde una situación personal y social auténticas, y ésta es la de *“fracaso”*. Es el vacío que deja el colapso de las ilusiones, junto a la imperiosa necesidad de referencias internas,
los que permiten aspirar a algo totalmente diferente y posibilitar que esto surja. La evidencia del fracaso de las aspiraciones ilusorias es lo que permite al ser humano introducir un cambio de rumbo hacia lo verdaderamente nuevo. Entonces, paradójicamente quizá se podría afirmar que el fracaso constituye la precondición de
una nueva civilización y su nueva espiritualidad. Y quizá entonces baste que cunda con claridad qué es lo que no se desea para que nazca un nuevo planteo evidente para todos.

Hoy esto está sucediendo en todas las latitudes, y es un fenómeno psicosocial que avanza gracias a la mundialización en curso. La desestructuración del viejo mundo avanza con su inestabilidad en todos los campos: tanto el social, como el personal y el interpersonal. Es también gracias a este fracaso social y personal que hoy estamos aquí, aspirando a una nueva civilización y a la nueva espiritualidad que le dé fundamento.

Es mi certeza que esa nueva civilización y esa nueva espiritualidad ya están naciendo; si no por otra cosa, por el hecho mismo que nuestros corazones y nuestras mentes ya las están alumbrando. Esta nueva espiritualidad, con su trasfondo de difusa rebelión, será un factor importante de grandes sacudones psicosociales en las poblaciones, y de reacomodaciones y adaptaciones de sustancial importancia en el seno de todas las estructuras tradicionales.

Toca entonces a todos los hombres y mujeres buenos hacer avanzar esta nueva *»revelación del Ser»* para beneficio de toda la humanidad sufriente, allanando así el paso de una Intención Evolutiva que trasciende a los individuos.