La física contemporánea ha aprendido a describir el universo con una precisión inédita. Sin embargo, cuando intenta decir qué es el tiempo, tropieza una y otra vez. Tal vez el problema no esté solo en los modelos, sino en el lenguaje con el que los pensamos y en el orden implícito con que los articulamos.
Durante décadas, la historia del universo —y con ella la del tiempo— se ha contado como una secuencia ordenada y relativamente limpia. Primero un cosmos primitivo, simple, casi transparente. Luego uno cada vez más estructurado, químicamente enriquecido y “maduro”. Es una narrativa eficaz, pedagógica, útil para enseñar. Pero esa eficacia tiene un costo: aplana el proceso.
La física contemporánea dispone de tres grandes marcos teóricos para describir el universo. La relatividad general explica la estructura del espacio-tiempo y la gravedad a gran escala. La mecánica cuántica describe el comportamiento de la materia y la energía en escalas microscópicas. La termodinámica, por su parte, introduce la irreversibilidad, el flujo de energía y el crecimiento de la entropía.
En la enseñanza tradicional, estos marcos suelen presentarse como dominios separados que se superponen sin un orden conceptual claro. A veces la relatividad aparece como el “marco general” del universo; otras veces la cuántica es tratada como el fundamento último; la termodinámica queda frecuentemente relegada a una teoría “derivada”, casi técnica, asociada al calor, los motores o la estadística.
Este orden implícito no suele explicitarse, pero opera. Y tiene consecuencias en la manera en que pensamos el tiempo.
En ese relato, la relatividad ofrece un espacio-tiempo geométrico donde todo ocurre; la cuántica introduce rarezas locales, probabilidades y discontinuidades; la termodinámica aparece como una consecuencia macroscópica, una especie de efecto secundario del comportamiento colectivo. El tiempo, en este esquema, queda atrapado entre una geometría casi eterna y una probabilidad que no decide.
Sin embargo, esta forma de ordenar las teorías no refleja bien lo que la propia física ha ido mostrando.
Si se observa con atención, la mecánica cuántica no describe estados decididos, sino posibilidades abiertas. Superposiciones, amplitudes de probabilidad, futuros que coexisten. En términos conceptuales, la cuántica no dice “esto es”, sino “esto podría ser”. Es el dominio de los “estaría”. Nada está aún fijado.
La termodinámica introduce algo cualitativamente distinto. Cada interacción que deja huella implica una decisión irreversible. La producción de entropía no es solo una magnitud física: es una forma de memoria. Allí donde la cuántica mantiene abiertas múltiples trayectorias, la termodinámica selecciona una y descarta las demás. Convierte posibilidad en historia.
La relatividad, por su parte, no abre ni decide. Sostiene. Describe la geometría dinámica del espacio-tiempo donde lo ya decidido persiste, se relaciona y condiciona lo que vendrá. Es el marco del estar siendo: no la esencia del universo, sino su equilibrio dinámico.
Desde esta lectura, el orden cambia. No por jerarquía ontológica, sino por función procesual.
Primero, la apertura: la mecánica cuántica como campo de posibilidades.
Luego, la decisión: la termodinámica como operador de irreversibilidad.
Finalmente, el sostén: la relatividad como geometría dinámica del estar siendo.
Este ordenamiento no pretende reemplazar los modelos existentes ni resolver la unificación de la física. Propone algo distinto: una relectura conceptual del proceso.
Aquí es donde el lenguaje se vuelve decisivo.
El inglés, lengua dominante de la ciencia contemporánea, no distingue entre ser y estar. Todo queda subsumido en el “to be”. Esta ausencia no impide la física, pero empuja el pensamiento hacia formulaciones que privilegian la identidad, incluso cuando el objeto de estudio es el devenir.
En español, en cambio, la diferencia entre ser y estar obliga a decidir. Y existe una forma especialmente reveladora: estar siendo. No fija, no clausura, no esencializa. Nombra un proceso en curso.
Esta distinción no crea una nueva física. Pero permite pensar con mayor claridad algo que la física ya muestra: que nada en el universo “es” en sentido estático. Todo está siendo. La materia, el espacio, el tiempo, incluso nosotros mismos, somos equilibrios dinámicos: suficientemente estables para persistir, suficientemente inestables para cambiar.
Desde esta perspectiva, el tiempo deja de ser una cosa. No es una sustancia ni una flecha abstracta. El tiempo emerge del proceso mismo: de la apertura de posibilidades, de las decisiones irreversibles y del sostén que las mantiene en relación.
Aquí aparece una idea clave que suele perderse cuando miramos solo los modelos: los modelos funcionan en promedio. Desde lejos. Igual que la Luna vista desde la Tierra parece lisa y perfecta. Solo al acercarse aparecen los cráteres, las fracturas, las rugosidades.
El universo no es homogéneo en todas las escalas. Nunca lo fue. La expansión no fue perfectamente pareja, la formación de estructuras no fue simultánea, la “madurez” del cosmos no ocurrió de manera uniforme. Hay rezagos, irregularidades, persistencias inesperadas. “Cototos”.
Esto no invalida los modelos. Los devuelve a su lugar: herramientas para pensar procesos, no relatos cerrados.
Tal vez el problema no sea que la física no entienda el tiempo. Tal vez el problema sea que seguimos intentando decirlo como si fuera algo que es, cuando lo que realmente hace es estar siendo.
Y para pensar eso, a veces, hay que cambiar el orden.
Y a veces, también, hay que cambiar de lengua.
Nota
Este artículo se basa en una reflexión desarrollada originalmente por la autora en el marco de la filosofía de la física y la semiótica de la ciencia, y dialoga con aportes de la mecánica cuántica, la termodinámica y la relatividad contemporáneas.













