La coyuntura internacional de finales de 2025 está marcada por una tregua frágil en Gaza, alcanzada tras meses de negociaciones indirectas mediadas principalmente por Egipto, con el acompañamiento de Estados Unidos, Catar y Turquía. Este alto el fuego no surge como resultado de un proceso de paz estructural ni de un acuerdo político de fondo, sino como un mecanismo de contención frente al riesgo de una escalada regional mayor y al colapso humanitario absoluto de la Franja. La tregua responde menos a una voluntad de resolución del conflicto que a la necesidad urgente de administrar una crisis que se volvió inmanejable incluso para los aliados tradicionales de Israel. En este contexto, el rol de Egipto ha sido destacado por analistas internacionales como decisivo, no por afinidad ideológica con Palestina, sino por su capacidad real de presión política, diplomática y securitaria, combinada con un peso regional que Israel no puede ignorar.

Esta coyuntura revela una constante histórica: los procesos de tregua y de paz en el conflicto palestino-israelí sólo avanzan cuando intervienen actores capaces de ejercer un contrapeso efectivo frente a la asimetría estructural entre Israel y Palestina. La actual precariedad palestina —territorial, militar, institucional y económica— impide cualquier negociación en condiciones de igualdad. Sin una presión externa creíble, los acuerdos se convierten en meros parches de gestión del conflicto, diseñados para reducir temporalmente la violencia sin alterar las relaciones de poder que la producen.

El recorrido histórico de las negociaciones lo confirma con claridad. Los Acuerdos de Oslo de 1993, presentados en su momento como el inicio de un proceso irreversible hacia la solución de dos Estados, nacieron viciados por una profunda asimetría. Palestina fue reconocida como interlocutor, pero no como Estado soberano. Las cuestiones fundamentales —fronteras, Jerusalén, refugiados, asentamientos— fueron postergadas indefinidamente, mientras Israel consolidaba sobre el terreno una ocupación cada vez más fragmentaria y permanente. Oslo no fracasó por falta de diálogo, sino porque se construyó sin mecanismos de coerción ni garantías internacionales que obligaran a Israel a cumplir compromisos sustantivos.

La Cumbre de Camp David del año 2000 profundizó este patrón. Presentada como una oportunidad histórica, terminó evidenciando que, sin presión real sobre Israel, las concesiones exigidas a la parte palestina eran desproporcionadas y políticamente inviables. El colapso de esa negociación no fue un accidente, sino el resultado lógico de un proceso en el que una de las partes negociaba desde la ocupación militar y la otra desde la dependencia y la fragmentación. Lo mismo ocurrió con la Hoja de Ruta de 2003, la Conferencia de Annapolis de 2007 y las negociaciones impulsadas por Estados Unidos entre 2013 y 2014. En todos los casos, la ausencia de un contrapeso efectivo permitió a Israel dilatar, reinterpretar o incumplir acuerdos sin consecuencias reales.

Incluso los llamados Acuerdos de Abraham de 2020, celebrados como un avance diplomático regional, confirmaron esta lógica de exclusión estructural. Al normalizar relaciones entre Israel y varios Estados árabes sin resolver la cuestión palestina, se consolidó un orden regional en el que Palestina quedó aún más debilitada, privada de palancas de presión y convertida en variable secundaria de intereses geopolíticos mayores. La paz, una vez más, fue redefinida como estabilidad para Israel, no como justicia para Palestina.

La invasión bélica israelí iniciada en octubre de 2023 tras los ataques de Hamás en su territorio, y extendida durante 2024 y 2025, llevó este esquema al límite. La magnitud de la devastación en Gaza, el número de víctimas civiles y la erosión acelerada del derecho internacional humanitario colocaron a Israel bajo una presión inédita, tanto diplomática como judicial. El hecho de que el primer ministro israelí sea hoy objeto de procesos judiciales y su consecuente persecución por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad no altera, sin embargo, el núcleo del problema: la legitimidad internacional se disputa en varios planos, y la legalidad no se traduce automáticamente en capacidad de imponer condiciones políticas sobre el terreno.

Es en este punto donde se sostiene la tesis central de este ensayo. Un proceso de tregua o de paz sólo puede ser viable —aunque sea de manera imperfecta— si es conducido o respaldado por líderes y Estados cuyos intereses, capacidades militares y alianzas regionales constituyan una presión real sobre Israel. No se trata de afinidad moral ni de discursos de solidaridad, sino de correlaciones de fuerza. Egipto, en la coyuntura actual, ha logrado desempeñar un rol relevante precisamente porque combina control territorial estratégico, capacidad militar reconocida, relaciones diplomáticas funcionales con Israel y legitimidad regional. Su mediación no surge de la neutralidad, sino del equilibrio.

Esta lógica no es nueva ni excepcional. En la historia de los conflictos armados, los procesos de paz duraderos han requerido siempre algún tipo de contrapeso coercitivo que limite la capacidad del actor dominante de imponer unilateralmente sus condiciones. En el caso palestino-israelí, la ausencia de ese contrapeso ha permitido que Israel administre el conflicto a su favor, alternando periodos de negociación con fases de expansión territorial y castigo colectivo.

Mientras Palestina no sea plenamente reconocida como Estado soberano, con fronteras claras y garantías internacionales efectivas, cualquier acuerdo seguirá siendo provisional. Y mientras no exista un contrapeso militar constante —ya sea mediante fuerzas internacionales creíbles, alianzas regionales o compromisos de seguridad vinculantes— la paz no podrá ser duradera. La experiencia demuestra que la mera supervisión internacional, sin capacidad de imposición, resulta insuficiente.

Esto no implica negar la importancia del derecho internacional ni de los procesos judiciales contra responsables de crímenes de guerra. Implica reconocer sus límites cuando no están acompañados por estructuras de poder capaces de transformar normas en realidades políticas. La legitimidad jurídica es necesaria, pero no suficiente. La legitimidad efectiva, en este conflicto, se construye en la intersección entre derecho, poder y disuasión.

En conclusión, la historia de las negociaciones palestino-israelíes muestra que la paz no fracasa por exceso de radicalismo palestino ni por ausencia de propuestas diplomáticas, sino por la persistente negativa a equilibrar una asimetría estructural. Sin presión real sobre Israel, los procesos de paz se reducen a mecanismos de gestión de la violencia. Sólo cuando existan actores capaces de ejercer un contrapeso sostenido —político, militar y estratégico— podrá abrirse la posibilidad de una paz que no sea simplemente una pausa entre guerras.