La tierra cruje cuando las palas de las Madres Buscadoras  encuentran lo que el Estado ignoró: bolsas negras y huesos entre tierra removida en los predios de Zapopan, Jalisco. A menos de veinte kilómetros del césped del Estadio Akron, donde se promueve la fiesta mundialista, se revela un corredor de fosas que suma ya más de cuatrocientas bolsas con restos humanos: aproximadamente 270 en el predio conocido como “Las Agujas”, cerca de 89 en Nextipac / Plan de la Noria, y 48 en Arroyo Hondo. La magnitud impone silencio, aunque ellas elegieron el ruido. ¿Cómo se explica que ese silencio persista mientras la maquinaria para desarrollos inmobiliarios y eventos de altura no alcance el mismo reproche ético?

En ese tramo de tierra removida, los cuerpos no descansan: fueron “segmentados”, mutilados, distribuidos en bolsas como si fueran escombros, y luego enterrados para desaparecer dos veces: primero el ser, luego la memoria. Es aquí donde el pensamiento del filósofo Achille Mbembe, quien definió la necropolítica como la soberanía sobre la muerte, adquiere carne palpable. No se trata simplemente de homicidios: se trata de una economía de la desaparición incorporada a un rumbo urbano gobernado por la acumulación y el silencio. El estadio, la maquinaria y los desarrollos inmobiliarios avanzan sobre un suelo que ya devora cuerpos, y el Estado gradualmente delegó la comunidad de verdaderos arqueólogos del horror a colectivos de mujeres con palas. ¿Puede gobernar un Estado que deja las fosas a quienes no están reconocidos como autoridad?

La filósofa Judith Butler plantea que algunas vidas cuentan como vidas dignas de duelo y otras no; esas bolsas cuentan vidas que no se consideran dignas, cuerpos que la normalidad política decidió no llorar. Las Madres Buscadoras le han dado rostro a lo que el sistema impugnó a llorar: fotografías, GPS, mapas, cuerpos que aparecieron mientras las autoridades decretaban “área ya intervenida”. En la fosa de Las Agujas se habló de 270 bolsas, y esos números tienen rostros, nombres, madres que excavaban al amanecer, esposos que esperaban la llamada telefónica que nunca llegó, padres que ya no piden permiso. La filosofía se vuelve testigo: ¿cómo se lamenta lo que el adeudo institucional despidió como “restos sin identificar”? ¿Quién llora lo que el Estado negó reconocer?

Cuando Giorgio Agamben habla del estado de excepción que devora la regla, aquí no hay excepción: la excepción se convirtió en lo habitual. Un predio declarado “resuelto” por la Fiscalía se vuelve segunda y tercera fosa en manos de colectivos que lograron entrar con orden judicial. La norma desaparece en la burocracia, el veredicto se deposita en palas y en barro pegado a las rodillas. Y mientras tanto el desarrollo inmobiliario continúa. ¿Puede existir normalidad urbana sin que sus cimientos sean huesos? ¿Cuál es la legitimidad de una ciudad que cava estadios y rellena fosas al mismo tiempo?

La antropóloga Rita Segato ha mostrado cómo el patriarcado, el territorio y la violencia convergen: aquí las buscadoras son mujeres, muchas madres, que sostienen el peso de la excavación mientras los poderes públicos miran hacia otro lado. Que este trabajo lo realicen mujeres no es casual: revela quién es empujado a la tarea de servir como memoria activa de las víctimas y exige responsabilidad pública. Y en ese gesto ellas interrumpen la invisibilidad. No solo excavan cuerpos sino también la verdad. ¿Por qué no se retrata esa imagen como primera plana en México, como primera plana en América Latina? ¿Quién decide qué dolor merece atención pública?

Desde la sociología crítica de Nancy Fraser, el capitalismo devora los bienes comunes: en este caso, los cuerpos, el suelo, la verdad. El urbanismo mundialista devora la historia de violencia de un territorio y silencia su testimonio. Y Boaventura de Sousa Santos recuerda que el conocimiento válido puede venir de abajo, del Sur epistémico: esas madres con varillas y palas son una epistemología subterránea. Las cifras oficiales tardan semanas, meses, años en visibilizar lo que ellas ya sabían la mañana que sintieron el olor a cadáver cuando la maquinaria rompió la tierra removida. ¿Qué saber tiene más peso: el dictamen forense que se hará en años o la pala que abrió la tierra hoy?

La economía del horror se articula con la apariencia del desarrollo. El Mundial FIFA 2026 se anuncia en el estadio cercano, pero ese gran evento convive con las bolsas enterradas. Es un territorio doblemente marcado: por la promesa del espectáculo internacional y por el entierro clandestino. ¿Cuál es el costo humano del despojo que alimenta la infraestructura global del deporte? ¿Quién paga por ese suelo que se llama muerte?

La respuesta empieza en los cuerpos que fueron. Las bolsas no son solo bolsas, son vidas partidas, familias que nunca fueron restituidas, memorias que buscan un cierre mientras el sistema institucional repite un bucle de “no confirmado”, “en proceso”, “área intervenida”. Esa segunda desaparición —la de la justicia, la del reconocimiento— es parte del crimen. ¿Existe justicia cuando el Estado solo reconoce lo que conviene? ¿Qué significa que las madres tengan que mapear, excavar, identificar, documentar, mientras el Estado aparece solo cuando ellas ya marcaron el terreno?

La democracia —y el periodismo— se mide por su capacidad de nombrar los que se quisieron enterrar sin que el campo mediático lo mire. Este ensayo es una trinchera contra la normalización del horror. Si aceptamos que los cuerpos enterrados al lado de un estadio no ameritan movilización pública, estamos aceptando el soterramiento de la Escritura del Estado: el Estado que se supone garante no solo permitió la desaparición masiva, sino la industrialización de su ocultamiento. Las Madres Buscadoras desenterraron dos veces: los cuerpos y la verdad. Nuestra tarea es hacer que esa verdad circule, que esos cuerpos tengan rostro, que esas bolsas dejen de ser ánimas sin nombre y se conviertan en exigencia.

No es un asunto local: es una forma de gobierno. La necropolítica acción bajo la fachada del desarrollo. Y aquí, al lado del Estadio Akron, ese cruce sucede. La pregunta es si lo estamos viendo. Si lo estamos diciendo. Si como sociedad vamos a seguir simulando que el espectáculo deportivo puede construirse sobre la impunidad. Porque los que cavan no solo buscan cuerpos: están buscando un futuro en el que el dolor sea verdad. Y esa búsqueda exige que nosotros también cavemos, con la pluma, con la mirada, con la memoria.