La democracia estadounidense está amenazada por un autoritarismo de guante de seda. Los ciudadanos deben actuar ahora —más allá de las urnas— para defender la libertad y la rendición de cuentas.
Por Martina Moneke
Durante generaciones, se les ha enseñado a los estadounidenses que los Estados Unidos son el faro mundial de la democracia. Políticos de todo el espectro hablan de la Nación como una «la ciudad brillante sobre una colina», un lugar donde la libertad y el Estado de Derecho marcan el estándar para el resto del mundo. Pero la realidad es algo más difícil de digerir: Estados Unidos de Norte America (EE.UU.) se está alejando de la democracia liberal y se dirige hacia el autoritarismo.
De una encuesta a más de 700 politólogos, realizada por Bright Line Watch en 2020, se derivó que la gran mayoría de los encuestados creen que EE.UU. se está moviendo rápidamente hacia una forma de gobierno autoritario. Los académicos en la encuesta debían califica la democracia estadounidense en una escala desde cero (dictadura completa) a 100 (democracia perfecta). Tras la primera elección de Donald Trump en noviembre de 2016, le dieron un 67. Varias semanas después de comenzar su segundo mandato, la puntuación se había desplomado a un 55. Las elecciones, los derechos y las libertades están bajo ataque, y a Estados Unidos se le acaba el tiempo para salvar su democracia.
Las advertencias de los expertos no son abstractas; reflejan un País donde la supresión de votantes, la manipulación de distritos electorales (gerrymandering) en su nombre coloquial), la influencia corporativa, un Tribunal Supremo condescendiente y el exceso de Poder Ejecutivo están erosionando los cimientos del gobierno democrático. Cuando los ciudadanos están desinformados, deciden abstenerse, por lo que los sistemas de poder se inclinan hacia las élites, facilitando los resultados electorales que las fuerzas autoritarias consoliden su control. Las fuerzas autoritarias también prosperan con el miedo (el miedo a los inmigrantes, a los opositores políticos o a cualquiera considerado un extraño) y dialécticas que propician el enfrentamiento de los estadounidenses entre sí, erosionando los ideales inclusivos que una vez definieron a la Nación como un crisol de culturas.
Uno de los sellos distintivos de los sistemas autoritarios es la concentración del poder en el Ejecutivo. En EE.UU., la Presidencia ha ido acumulando autoridad de forma constante durante décadas. Presidentes de ambos partidos han expandido el poder ejecutivo. Ya desde Woodrow Wilson, quien durante y después de la Primera Guerra Mundial supervisó una expansión masiva de la autoridad federal, centralizó el control sobre la economía y firmó las Leyes de Espionaje y Sedición para suprimir la disidencia, hasta administraciones más recientes.
Tras el 11 de septiembre de 2001, el Congreso otorgó poderes amplios al poder ejecutivo a través de la Ley de Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, esencialmente dando a los presidentes un cheque en blanco para la guerra. Desde entonces, los presidentes han gobernado cada vez más mediante órdenes ejecutivas y declaraciones de «emergencia», eludiendo por completo al Congreso. Barack Obama amplió aún más la autoridad del Poder Ejecutivo autorizando ataques con drones, realizados fuera de todo marco judicial, y permitiendo la selección de objetivos en el extranjero, sin revisión ni debido proceso judicial. Con ello demostró que el Ejecutivo actúa de forma unilateral y en acción extraterritorial, con una rendición de cuentas muy limitada.
Mientras tanto, el Congreso ha quedado paralizado por la polarización y el estancamiento, dejando que los grupos de presión y los grandes donantes corporativos ocupen el vacío.
Una estructuración del Senado, que concede a Wyoming y a California la misma representación pese a una diferencia demográfica entre ambos, de setenta a uno, distorsiona la voluntad popular y otorga a una minoría la capacidad de orientar la política nacional. A esto hay que sumar la manipulación de distritos electorales (gerrymandering) y la supresión del voto, factores que vacían aún más la responsabilidad democrática. No puede considerarse una democracia funcional si es la resulta electoral es un gobierno que concentra el poder en el Ejecutivo, mientras se debilita crecientemente la voz de los ciudadanos comunes.
Los gobiernos autoritarios también acostumbran a justificar adquirir poderes extraordinarios en nombre de la «seguridad». EE.UU. no es una excepción. Los programas de vigilancia masiva de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA), revelados por Edward Snowden en 2013, mostraron un gobierno que espía a sus ciudadanos a una escala antes impensable. En casa, los departamentos de policía locales se parecen cada vez más a unidades militares, desplegando vehículos blindados y gas lacrimógeno contra manifestantes pacíficos. Lo vimos claramente durante el “Occupy Wall Street”, “Standing Rock” y las protestas del “Black Lives Matter”. El desproporcionado despliegue de fuerza contra ciudadanos, que ejercen sus derechos constitucionales, debería alarmar a cualquiera que valore la democracia. Sin embargo, la normalización de una policía militarizada ha creado lo que el filósofo Giorgio Agamben denominó un «estado de excepción»; donde las medidas de emergencia se convierten en herramientas cotidianas de gobierno.
Sí, ciertamente los estadounidenses todavía disfrutan de derechos constitucionales, pero demasiado a menudo estos derechos existen más sobre el papel que en la práctica. ¿Libertad de expresión? Díselo a los denunciantes como Chelsea Manning, Snowden o Reality Winner (1), que fueron procesados bajo la Ley de Espionaje por revelar irregularidades del gobierno.
¿Derecho al voto? En Estados Unidos lleva años bajo ataque, especialmente desde la decisión de la Corte Suprema en Shelby County v. Holder (2013), que desmanteló las protecciones para los votantes de minorías. Desde entonces, numerosos estados han impuesto estrictas leyes de identificación, han depurado los registros electorales eliminando a votantes legítimos y han cerrado centros de votación en comunidades negras y latinas.
Incluso derechos fundamentales como la libertad reproductiva están siendo despojados. En 2022, la sentencia del Tribunal Supremo en Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization anuló Roe v. Wade, desatando una oleada de prohibiciones del aborto a nivel estatal. Millones de mujeres —y personas capaces de gestar— han perdido el control sobre su propio cuerpo. Eso no es una democracia: es el Estado invadiendo la vida privada.
Otro signo claro de deriva autoritaria es la dominación de la política por parte de las élites adineradas. Desde la decisión del Tribunal Supremo de 2010 en Citizens United v. FEC, las corporaciones y los multimillonarios han podido inyectar dinero ilimitado en las elecciones. Las campañas políticas están dominadas por los super-PAC (2) y las donaciones multimillonarias. Nuestra democracia ya no está garantizada, ya que desde Wall Street hasta la Casa Blanca, el poder se está escapando y concentrando en manos de unos pocos. Los politólogos Martin Gilens y Benjamin Page determinaron en 2014 que «las preferencias del ciudadano estadounidense promedio parecen tener sólo un impacto minúsculo, o casi nulo estadísticamente, pasando a ser insignificante en las políticas públicas», dejando a los votantes comunes casi impotentes para influir en las leyes que los gobiernan.
El carácter autoritario de Estados Unidos no puede entenderse únicamente dentro de sus fronteras. Con más de 750 bases militares en todo el mundo y un presupuesto de defensa mayor que la suma de los siguientes diez países combinados, Estados Unidos funciona como un imperio global. Las intervenciones militares (desde Irak hasta Afganistán y los ataques con drones en Medio Oriente y África) a menudo se han lanzado sin una aprobación significativa del Congreso. El imperio en el extranjero normaliza el autoritarismo en casa. La policía militarizada, la vigilancia masiva y un estado de seguridad nacional inflado se justifican por la lógica de la «guerra permanente», que también beneficia a contratistas de defensa, empresas de seguridad privada y otros intereses corporativos que se lucran con el conflicto infinito. Como escribió Hannah Arendt, el imperialismo en el extranjero a menudo requiere represión en casa. Esa advertencia se ha convertido en realidad.
Estados Unidos todavía celebra elecciones y mantiene una Constitución escrita, pero las apariencias engañan. EE.UU. todavía se llama a sí mismo una Democracia, pero en la práctica, son las fuerzas autoritarias las que mandan. Lo que hace distintivo al autoritarismo estadounidense es su actuación con guante de seda: no es una dictadura en el sentido clásico, sino un régimen donde los símbolos democráticos encubren realidades antidemocráticas. Su disfraz más efectivo es la ilusión de la libertad misma. Que no es otra cosa que una ideología del capitalismo de libre mercado que promete libertad de elección mientras en realidad consolida el poder en manos de unos pocos. Se les dice a los estadounidenses que viven en la tierra de las oportunidades, sin embargo, las opciones disponibles para ellos —ya sea en el mercado o en las urnas— están cada vez más constreñidas por los monopolios corporativos y dos partidos políticos comprometidos con las mismas élites económicas. Reconocer esta deriva es el primer paso para revertirla. A menos que se emprendan reformas estructurales que frenen el poder corporativo, restauren los derechos de voto, protejan las libertades civiles y desmilitaricen tanto la política exterior como la doméstica, Estados Unidos corre el riesgo de consolidar su lugar no como defensor de la democracia, sino como un ejemplo de su declive.
Es una amarga ironía que 66,000 veteranos supervivientes de la Segunda Guerra Mundial, que arriesgaron todo para combatir el autoritarismo en el extranjero, ahora sean testigos del autoritarismo que se filtra en casa y de la erosión constante de las libertades por las que lucharon. Sus sacrificios son un recordatorio de que la democracia es frágil y debe ser defendida activamente.
La democracia no se sostiene por sí sola. Si a los estadounidenses les importa preservar la libertad, deben actuar. Votar en todas las elecciones y plebiscitos, desde los consejos escolares hasta los ayuntamientos y las legislaturas estatales, es solo el primer paso: su poder va más allá de las urnas.
Como consumidores y accionistas, pueden decidir a qué corporaciones apoyan, impulsando a las empresas que respetan los valores democráticos y retirando su respaldo a aquellas que los socavan. También pueden relacionarse directamente con los funcionarios electos, iniciar diálogos significativos y participar como voluntarios en organizaciones de defensa no partidistas o grupos de vigilancia que protegen los derechos civiles, la rendición de cuentas y la transparencia en lo corporativo y gubernamental.
Presionar por reformas estructurales que limiten el poder ejecutivo y la influencia corporativa, cuestionar las narrativas alarmistas y defender los derechos de las comunidades marginadas son pasos esenciales para recuperar y fortalecer la democracia.
Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar. Despierta, Estados Unidos. Una cosa es reconocer el deslizamiento de la nación hacia el autoritarismo y quejarse por ello—y otra muy diferente es pasar a la acción. No seas un espectador; la democracia depende de la participación. Ignoramos su desaparición bajo nuestro propio riesgo.
N.d.T.:
(1) Reality Winner; de nombre completo Reality Leigh Winner; lingüista y analista de inteligencia en la NSA (Agencia de Seguridad Nacional). En 2017, filtró al medio “The Intercept“ un informe clasificado, que detallaba la injerencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016 en Estados Unidos. Fue arrestada, acusada de violar la Ley de Espionaje y condenada a 5 años y 3 meses de prisión, la pena más larga impuesta hasta ese momento por filtrar información a la prensa.
(2) En el sistema político estadounidense, los PAC (Comités de Acción Política) pueden recaudar fondos y donar directamente a candidatos o partidos, pero están sujetos a límites estrictos en la cantidad de dinero que pueden recibir y aportar. Los super-PAC, en cambio, no pueden donar directamente ni coordinarse oficialmente con las campañas o los candidatos, aunque pueden recaudar y gastar sumas ilimitadas —incluso procedentes de corporaciones o grandes fortunas— para influir en las elecciones. En la práctica, esa supuesta independencia es difícil de controlar y se ha convertido en un canal legal para la influencia desmesurada del dinero en la política.
Aclaración: A pesar de este panorama sombrío, en Estados Unidos en realidad se celebran elecciones en múltiples niveles y regulan muchos aspectos: se elige al presidente, a los miembros del Congreso y del Senado, y también a cargos estatales y locales, como gobernadores, alcaldes, sheriffs y miembros de consejos municipales y escolares. Incluso algunos jueces estatales son elegidos por votación popular; en el caso del Tribunal Supremo, los jueces son nombrados por el presidente y confirmados por el Senado, y ocupan su cargo de manera vitalicia. Este entramado electoral otorga a los ciudadanos la apariencia de participación, aunque en la práctica sus opciones están cada vez más condicionadas por la concentración de poder económico y político. Aclaración que añado para hacer aún más evidente la argumentación de la autora de artículo para un público no estadounidense.
Martina Moneke, la autora, escribe sobre arte, moda, cultura y política. En 2022, recibió el Primer Premio del Los Angeles Press Club en la categoría de editoriales electorales durante la 65.ª edición de los Southern California Journalism Awards. Actualmente, reside entre Los Ángeles y Nueva York.













