La ONU ha llamado las cosas por su nombre: genocidio. Lo hizo hoy, con un informe demoledor que documenta asesinatos masivos, hambre planificada y destrucción deliberada de la vida palestina. La acusación no es retórica: describe la intención de borrar a un pueblo. Mientras esa palabra —genocidio— recorre el planeta, Israel desata una nueva fase de su ofensiva terrestre en Gaza City, donde aún sobreviven cientos de miles de civiles. En un solo día, más de 85 muertos, cientos de heridos, barrios enteros arrasados. Nada de esto es una sorpresa para quienes han seguido el pulso de esta guerra, pero la magnitud de la denuncia obliga a un punto de quiebre.

Lejos de recular, Benjamín Netanyahu parece haber elegido el desafío frontal. En una conferencia del Ministerio de Finanzas, admitió que Israel “entra en un aislamiento diplomático” y que su economía podría adquirir rasgos de “economía autárquica”. No fue un lapsus. Fue una declaración de estrategia: asumir el aislamiento como costo de guerra. Con una franqueza rara en su historial político, denunció lo que llama “artillería mediática” en redes y prensa, acusó a países como Catar de financiar campañas antiisraelíes, y anunció que invertirá sumas colosales para contrarrestar esa marea. “Romperemos el bloqueo, crearemos la independencia que necesitamos”, dijo. En otras palabras: si el mundo lo convierte en paria, él construirá un país-búnker.

Ese discurso revela la profundidad del dilema. Netanyahu no solo ignora el informe de la ONU; lo convierte en combustible para una narrativa de resistencia nacional. Sabe que las imágenes de Gaza en ruinas, las cifras de muertos y la denuncia de genocidio lo aislarán. Y, sin embargo, continúa. Es la lógica de quien concibe la guerra como destino y el cerco internacional como oportunidad para cohesionar a su base, incluso a costa de la economía y de la legalidad internacional.

El riesgo para Israel es mayúsculo. Un aislamiento prolongado puede cortar suministros estratégicos, desplomar inversiones y, sobre todo, erosionar el vínculo con aliados históricos. El riesgo para Palestina es mortal: más destrucción, más desplazamiento, más hambre. Y el riesgo para la humanidad es la normalización de la barbarie: un Estado que, acusado de genocidio, decide responder con más fuego.

La pregunta no es solo qué hará la comunidad internacional —que hasta ahora ha preferido la condena verbal al embargo efectivo—, sino qué hará la ciudadanía global frente a la posibilidad de que el crimen supremo se vuelva rutina. Netanyahu ya ha dado su respuesta: desafiar al mundo y atrincherarse. La historia juzgará no solo sus actos, sino la complicidad o la inacción de quienes lo miren en silencio.