Este artículo examina el supremacismo como una tecnología de poder transhistórica, desglosando sus mecanismos de funcionamiento, su traducción institucional y sus consecuencias para la convivencia humana. Se argumenta que el supremacismo, lejos de ser un fenómeno marginal, es un patrón recurrente que se manifiesta tanto en genocidios históricos como en nuevas formas de jerarquía social. A partir de una relectura del derecho internacional y del análisis de la «estupidez funcional» de Carlo M. Cipolla, se sostiene que ningún supremacismo es tolerable dentro de un orden jurídico humanista. El texto propone medidas normativas y estratégicas para su desactivación, concluyendo que la lucha contra la supremacía no es solo un imperativo moral, sino una condición para la supervivencia de la comunidad política.
I. Anatomía de la supremacía: una tecnología de poder
El supremacismo no es un accidente moral, sino una tecnología de poder destinada a producir y reproducir jerarquías humanas. Su lógica se fundamenta en tres operaciones clave que, si bien se han manifestado históricamente a través de la raza o la religión, hoy operan también como un supremacismo ontológico: una jerarquía que establece la superioridad de un grupo por sus presuntas cualidades cognitivas o morales. Las tres operaciones son:
* Esencialización: Es el acto de reducir al individuo a una categoría inmutable, como la etnia, la religión o la nación, anulando su singularidad (Memmi, 1965). En su forma contemporánea, la esencialización se manifiesta al reducir a las personas a etiquetas simplistas como «lúcidos» o «estúpidos», vaciándolas de su complejidad y su potencial.
* Jerarquización: Es la naturalización de una escala de valor humano, un proceso que justifica el dominio al categorizar a los individuos como «civilizados» frente a «atrasados» (Young, 1990). Este principio se repite en narrativas modernas que legitiman la violencia o la exclusión con base en la «racionalidad» de unos frente a la «irracionalidad» de otros.
* Administración de la violencia: Es la conversión de la desigualdad en política pública, instrumentalizando leyes, fronteras, economías y fuerzas de seguridad para controlar a las poblaciones subalternas (Arendt, 1951). Cuando esta lógica captura al Estado, la supremacía deja de ser una opinión para convertirse en una infraestructura sistémica (Fanon, 1961).
II. La genealogía de un patrón recurrente
Europa ha sido históricamente un laboratorio de supremacismos, desde el racismo «científico» del siglo XIX (Gould, 1996) hasta el colonialismo y los fascismos del siglo XX. Este patrón, no obstante, no es exclusivo de un continente o una época. Se repite en otros contextos, con narrativas distintas: la casta, la divinidad o la civilización (Spivak, 1988). La lógica es siempre la misma: normalizar la desigualdad y ritualizar la violencia.
Sin embargo, el peligro no se limita a las grandes tragedias. La genealogía se repite en las microviolencias de la vida diaria, en dicotomías modernas como la de los «influencers» sobre los «anónimos», o las jerarquías que oponen a los ricos contra los pobres o a los «intelectuales» contra los «ignorantes». En el fondo, todas estas manifestaciones responden a un patrón constante: la búsqueda de una justificación para el dominio.
III. La estupidez como una forma de supremacismo funcional
La tesis de Carlo M. Cipolla sobre la estupidez humana (Cipolla, 1988), aunque concebida con ironía, ofrece una lente analítica para comprender una nueva forma de supremacía. Según Cipolla, el estúpido es aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio para sí mismo, e incluso perjudicándose. Lejos de ser un accidente individual, esta estupidez, cuando se institucionaliza, se revela como una tecnología de poder funcional a la dominación.
Esta nueva forma de supremacismo es funcional para aquellos que carecen de argumentos sólidos para justificar su poder. En lugar de enfrentar un debate ético, el sistema produce y moviliza a sujetos que operan en un registro de afectos ciegos y de pertenencia tribal, en lugar de la lógica. La «estupidez producida» (Bourdieu, 1972) se convierte en una herramienta de dominación sistémica: un mecanismo que permite a las élites gobernar mediante una narrativa simplista y dañina, mientras sus propios seguidores aplauden su ruina, tal como el sistema necesita a sus consumidores (Fisher, 2009).
IV. La captura de la ley y el debate sobre la responsabilidad
La diferencia crucial entre un prejuicio individual y un régimen supremacista reside en la captura del derecho. Un prejuicio hiere; una ley supremacista organiza el daño (Dworkin, 1977), creando un «desierto de derechos» (Shklar, 1987). Un crítico podría argumentar que la defensa del Estado y la seguridad nacional justifican medidas restrictivas. Sin embargo, la línea se cruza cuando estas medidas se basan en una jerarquía de vidas, donde la seguridad de un grupo vale más que la existencia de otro.
En este contexto, el asedio y la destrucción en Gaza no pueden ser vistos como un hecho aislado. La violación de zonas seguras (ICRC, 2023) es un episodio de una genealogía más amplia de supremacía. Pero, al mismo tiempo, el caso presenta un dilema funcional: ¿se trata de un cálculo estratégico de «bandidos» o de un acto de estupidez cipolliana? La complejidad reside en que la persistencia de una estrategia que genera un daño masivo, erosiona la legitimidad internacional y aísla al actor de sus aliados sin producir una victoria clara, empieza a encajar en la lógica del estúpido. Aquí, el supremacismo del «bandido» se funde con la lógica del «estúpido», demostrando que las categorías no son estáticas, sino que pueden coexistir en la misma acción política.
V. La ética de los límites y la desmoralización institucional
Las instituciones internacionales de derechos humanos fueron creadas para resistir estas lógicas (Koskenniemi, 2002), pero su eficacia depende de cimientos igualitarios. La aplicación desigual de la ley y los vetos selectivos en organizaciones multilaterales envían un mensaje devastador: la vida humana no vale lo mismo en todas partes. Este mensaje desmoraliza a la ciudadanía y alienta a otros Estados a imitar la misma lógica.
No existe un «supremacismo benigno». Cualquier proyecto fundado en la superioridad de un grupo sobre otro erosiona el principio de la igualdad moral de todas las vidas (Nussbaum, 2011). Se pueden debatir fronteras o modelos económicos, pero la escala de valor humano no admite negociación. Moverla un milímetro, incluso en nombre de la seguridad o la ideología, abre la puerta a la violencia sistémica.
VI. Antídotos estratégicos
El peligro del supremacismo reside no solo en sus actos, sino en las condiciones que permite: normalizar la excepción, convertir la advertencia en rutina y hallar eufemismos para crímenes. La lucha contra su manifestación moderna —la estupidez sistémica— no se ganará con datos o argumentos. Como lo anticipó Cipolla, el mayor error de los «lúcidos» ha sido subestimar el potencial del estúpido, intentando convencerlo con la razón cuando su lógica opera en un registro de afectos y lealtades.
El desafío no es convencer al estúpido, sino desarticular la maquinaria cultural y política que lo produce. Esto exige una respuesta estratégica que vaya más allá de la condena moral y la pasividad. El antídoto no es solo jurídico, sino también cultural y pedagógico. Se requiere:
* Prohibición legal absoluta de doctrinas supremacistas como razón de Estado (United Nations, 1965).
* Protección del testimonio mediante corredores seguros y jurisdicción internacional inmediata ante ataques a la prensa (OHCHR, 2022).
* Órganos multilaterales sin veto de partes interesadas.
* Condicionalidad democrática en comercio y cooperación.
* Memoria activa, educación cívica y reparación a las víctimas (Halbwachs, 1992).
En última instancia, la lucha contra el supremacismo es una lucha por la hegemonía de la lucidez y la solidaridad frente al «relato estúpido» que hoy domina el debate público. La urgencia del momento exige una acción política concreta para construir una sociedad consciente y organizada, antes de que la máquina de jerarquías se vuelva irreversible.
Referencias
Arendt, H. (1951). The Origins of Totalitarianism. Harcourt, Brace & Co.
Aranda, C. (2025, julio). La estupidez como amenaza política y sistémica: de Cipolla a Kast. Pressenza.
Bourdieu, P. (1972). Esquisse d’une théorie de la pratique. Droz.
Cipolla, C. M. (1988). Allegro ma non troppo. Il Mulino.
Dworkin, R. (1977). Taking Rights Seriously. Harvard University Press.
Fanon, F. (1961). Les Damnés de la Terre. Maspero.
Fisher, M. (2009). Capitalist Realism: Is There No Alternative?. Zero Books.
Gould, S. J. (1996). The Mismeasure of Man. W. W. Norton & Company.
Halbwachs, M. (1992). On Collective Memory. University of Chicago Press.
ICRC. (2023). International Humanitarian Law and the Protection of Civilians. International Committee of the Red Cross.
Koskenniemi, M. (2002). The Gentle Civilizer of Nations. Cambridge University Press.
Memmi, A. (1965). Portrait du Colonisé. Gallimard.
Nussbaum, M. (2011). Creating Capabilities: The Human Development Approach. Harvard University Press.
OHCHR. (2022). Guidelines on the Protection of Journalists. Office of the United Nations High Commissioner for Human Rights.
Shklar, J. (1987). The Faces of Injustice. Yale University Press.
Spivak, G. C. (1988). Can the Subaltern Speak?. Macmillan.
United Nations. (1965). International Convention on the Elimination of All Forms of Racial Discrimination.
Young, I. M. (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton University Press.













