Una amiga me preguntó hace tiempo:
—¿Se puede saber qué demonios vas a hacer a Ucrania? ¿Quieres que te maten?

Empecemos por la segunda cuestión: me gusta vivir y no me he consagrado al martirio, entre otras cosas porque, siendo básicamente agnóstico/ateo (aunque de cultura cristiana), no me espera ningún paraíso, Valhalla, valquirias ni vírgenes en una hipotética vida eterna en la que, por mucha buena voluntad que ponga, no creo ni he creído jamás.

¿Morir por un misil ruso en Leópolis, en Kiev o en Odesa? Es tan posible como morir en un accidente en la carretera Pontina o en el Gran Anillo de Roma, o haciendo senderismo en la montaña, o nadando en cualquiera de los mares italianos.

Paradójicamente, podría ser incluso más probable —y más “intencionado”— que me eliminasen los servicios secretos ucranianos o de algún país aliado. Ya ha ocurrido antes.

Aquí confío en el sentido común: ¿para qué generar un escándalo internacional cuando bastaría con no dejarme entrar o, en todo caso, con expulsarme?

También confío en mi irrelevancia: puedo escribir lo que quiera, pero el poder de fuego de los trovadores de la corte, del séquito mediático de los señores de la guerra, y el hecho de que en “tiempo de guerra hay más mentiras que tierra”, hace que cualquier cosa que yo diga les resulte absolutamente irrelevante.

Entonces, ¿por qué voy?

Porque nuestras innumerables irrelevancias son semillas lanzadas al viento, brasas que bajo la ceniza podrían volver a arder, humildes gotas que erosionan la piedra o, mejor aún, gotas que construyen columnas cuando una estalactita se une con una estalagmita.

Tengo la misma ambición del colibrí que intenta apagar el incendio del bosque con su gotita de agua, o de la “pequeña piedra” que Emilio Guarnaschelli, comunista turinés víctima del terror estalinista, decidió llevar a Moscú, refugiándose allí como perseguido político italiano durante el fascismo. Quería contribuir a construir la ciudad de esa “humanidad futura” que canta La Internacional en sus cientos de lenguas.

Hago mi parte. Es mejor que lamentarse o contagiar depresión. Ya hoy, cientos de miles —si no millones— de personas en Italia, en Europa y en el mundo, muchas de ellas muy jóvenes, hacen su parte cada día, de mil maneras distintas, sin necesidad de escribir cartas abiertas.

Sin embargo, estos esfuerzos tan meritorios me parecen poco coordinados, por no decir desarticulados o pulverizados, y por tanto de escasa eficacia política.

¿Por qué voy precisamente a Ucrania, cuando hay decenas de guerras olvidadas y un genocidio que se ostenta y hasta se reivindica en directo?

Regreso por tercera vez a Ucrania porque allí se libra una guerra entre potencias nucleares, aunque la OTAN no envíe tropas, sí manda armas, tecnología e instructores militares. Una guerra en la que se está exterminando sistemáticamente a toda una generación de jóvenes ucranianos, y a otro tanto de jóvenes rusos (en número similar, aunque no en proporción respecto a sus poblaciones respectivas).

Una guerra que ha sido esencialmente borrada del mapa por mi propio campo político, porque para movilizarse necesita instintivamente alinearse con uno de los bandos en conflicto, según la lógica binaria e infantil que nos quiere al lado de los buenos contra los malos.

Y, sin embargo, parecería tan fácil decir que estamos contra la guerra y contra quienes la promovieron, no quisieron evitarla y ahora la alimentan. Estamos contra una de las guerras más peligrosas para el destino del género humano.

Si Kiev fuera bombardeada hasta los cimientos, convertida en una especie de Gaza, entonces sí que mi vida estaría en grave peligro, pero tanto como la de los habitantes de San Petersburgo o Moscú, y en consecuencia la de Roma, París, Berlín y Londres. (Madrid se salvaría junto con Dublín, Bratislava y quienes, pese a mil vacilaciones, han intentado no dejarse arrastrar por el belicismo suicida).

En cuanto a mí, los nacionalistas rusos (es decir, los tres o cuatro que me han leído) me han acusado de ser filo-ucraniano —lo cual para ellos equivale a filonazi— por haber llamado “tropas invasoras” a los soldados de la Federación Rusa que intentaron llegar a Kiev desde Bielorrusia (atravesando, por cierto, un bosque clausurado por la altísima contaminación de plutonio procedente de Chernóbil). Atención: ¡no considero necesariamente invasores a los soldados rusos que entraron en Crimea y en el Donbás!

Por su parte, los nacionalistas ucranianos (también los tres o cuatro que me han leído) se han rasgado las vestiduras porque, frente a la Casa de los Sindicatos de Odesa —ciudad desde siempre cosmopolita, edificio imponente ahora cerrado, abandonado y hasta borrado de Google Maps—, definí aquella horrible masacre, perpetrada por neonazis ucranianos, como el punto de no retorno que condujo a la guerra civil de 2014. Sería entonces filo-Putin y, como Putin sería el nuevo Hitler, volvería a ser filonazi.

Una guerra civil que destruyó un Estado binacional. Una guerra civil a la que, tras ocho años de indiferencia sustancial de la comunidad internacional, bloqueada por los vetos cruzados en el Consejo de Seguridad de la ONU, se sumó la Federación Rusa con sus tropas de invasión que, por mucho que hubiese sido provocada por la OTAN, también violó el derecho internacional (como lo reconoce incluso Francesca Albanese).

Otros tres o cuatro lectores de ambos bandos me han dicho —con buena voluntad, se supone— que, aunque esté bien intencionado, debería estudiar Historia (escrita, imagino, por historiadores de uno u otro bando).

Les respondo reivindicando que soy pacifista, internacionalista y, por tanto, comunista, ya que el capitalismo está a la guerra como las nubes negras a la lluvia.

Les respondo que estoy del lado de los objetores al servicio militar y de los desertores de ambos bandos, que hoy solo coinciden en una cosa: considerar la objeción de conciencia como el crimen más grave.

Les respondo, como defendió con su vida el socialista reformista Giacomo Matteotti, que el nacionalismo conduce a la guerra y la guerra conduce al fascismo.

Y, por último, como me enseñó el redactor humanista de Pressenza, Olivier Turquet:
“¡Señores de la Guerra, os barreremos con Paz, con Fuerza, con Alegría!”