La imagen de un niño de diez años que pesa apenas 4,2 kilos no puede discutirse. No es una opinión. No es un símbolo. Es una prueba. Una prueba tan brutal, tan simple, tan definitiva, que convierte en mentira todo lo que la diplomacia y los gobiernos del mundo han dicho durante estos nueve meses.
Cuando un niño pesa lo que un recién nacido, lo que ocurre ya no es una crisis humanitaria. Es una sentencia. Y cuando esa sentencia es compartida por miles, cuando ocurre mientras se impide la entrada de ayuda, cuando se bloquea el agua, el alimento y el oxígeno, estamos frente al crimen más antiguo y más infame: matar de hambre.
El 24 de julio de 2025, UNICEF y la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA) publicaron una actualización demoledora: más de 34.000 niños en Gaza presentan desnutrición severa aguda. En muchos de ellos, el cuerpo ha comenzado a consumir su propia masa muscular para intentar mantenerse con vida. En otros, el daño ya es irreversible. Médicos sin Fronteras ha documentado casos de atrofia neurológica por inanición prolongada. El Hospital Al-Awda, en el norte, confirmó la muerte de siete menores por caquexia en las últimas 72 horas.
Esta no es una guerra. Esto es hambre como arma. Esto es genocidio por goteo.
Y el mundo lo ha permitido. Lo ha sostenido. Lo ha alimentado.
Porque a diferencia de los hornos del nazismo, esta vez no hay cómo decir “no lo sabíamos”. Todo ha sido documentado. Todo ha sido publicado. Todo ha sido mostrado.
Las fotos. Los huesos. Las madres gritando frente a las bolsas blancas. Los bebés sin incubadoras. Las morgues sin espacio. Los campamentos sin arroz. Las listas de espera para morir.
Esto es una Solución Final en versión siglo XXI: lenta, televisada, justificada por los grandes medios, ejecutada con drones y con veto en el Consejo de Seguridad.
Cuando el ejército israelí bombardea un silo de trigo, no combate al terrorismo. Cuando bloquea la entrada de harina, no se defiende. Cuando destruye los pozos, no responde a Hamas. Cuando deja morir de hambre a los niños, está cumpliendo un objetivo.
“Cada niño palestino es una bala contra Israel”, escuché en 1994, en voz de jóvenes israelíes recién salidos del servicio militar. Yo tenía 24 años, tres hijos pequeños, y jamás olvidé esa frase. Porque era clara. Porque no era una metáfora. Porque era una doctrina.
Han pasado más de treinta años. Y hoy la veo ejecutarse en vivo.
¿Quién responde por esto? ¿Quién permite esto? ¿Qué red de intereses, de cobardías, de culpas y complicidades ha hecho posible que se torture así a un pueblo entero sin que el mundo actúe? ¿Cómo puede Alemania enviar armas y dinero al mismo régimen que deja morir de inanición a niños, después de haber prometido que el horror no se repetiría jamás? ¿Qué justifica que Estados Unidos siga vetando toda resolución que busque un alto al fuego? ¿Dónde están los juristas del mundo, los tratados, las sanciones, la Corte Penal Internacional, el Estatuto de Roma?
¿Qué se necesita para que el mundo diga basta? ¿Un Auschwitz con cámaras en vivo? ¿Una fosa común transmitida por satélite? ¿Un niño muerto por falta de aire con el logo de la ONU estampado en la frente?
Gaza hoy no es un conflicto. Es un espejo. Un espejo sucio y real, donde la humanidad entera se está mirando sin maquillaje. Y no se gusta.
Y tú, que estás leyendo esto, no puedes mirar a otro lado.
Porque ya lo viste.













