N.d.T.: Este artículo plantea una ucronía desafiante: ¿qué pasaría si Jesús naciera hoy, diciembre 2025, en los Estados Unidos de Norte América? Aunque el escenario es hipotético, cada una de las situaciones que describe, como la vigilancia masiva, criminalización de la pobreza, brutalidad policial, trabajo penitenciario forzado, está respaldada por reportajes, datos oficiales y casos judiciales reales y contemporáneos, en los numerosos enlaces del texto original. En la versión en español, se ha realizado un minucioso trabajo de verificación para ofrecer enlaces equivalentes a fuentes abiertas y accesibles (sin suscripción) que documentan la «cruda realidad» a la que alude el texto. Se puede leer la narrativa principal sin seguirlos. Se lee como una advertencia profética, pero también se documenta como una investigación. No nos interpela como un sermón en vísperas de Navidad. Es una lectura incómoda, necesaria y profundamente navideña en su sentido más esencial: una invitación a ver, reconocer y actuar. Inquietante, sobre todo para el lector latinoamericano.
Por John & Nisha Whitehead
Cada Navidad, los cristianos celebran el nacimiento de un niño que vino al mundo bajo el yugo de la opresión: una tierra ocupada, un clima de miedo político, un gobierno dispuesto a triturar cualquier asomo de disidencia.
«Cuando se apaga el canto de los ángeles, cuando la estrella en el cielo se desvanece, cuando los reyes y príncipes regresan a sus hogares, cuando los pastores vuelven con sus rebaños, entonces comienza la verdadera obra de la Navidad: encontrar al perdido, sanar al herido, alimentar al hambriento, liberar al prisionero, reconstruir las naciones, hacer la paz entre los pueblos, hacer música en el corazón.»
—Howard Thurman, teólogo y activista por los derechos civiles.
Dos mil años después, los paralelismos no solo son inconfundibles, sino que rayan en lo obsceno. Vivimos la misma dialéctica del desarraigo y la persecución: sociedades, como la estadounidense, tejidas a retazos de diásporas, de gente que llegó con lo puesto o huyendo de sus propios Herodes, ahora levantan muros y despliegan, por orden presidencial, un ejército interior de agentes anónimos. Hombres de gafas oscuras, sin placa ni rostro, cuyo anonimato mismo niega la posibilidad del derecho y la reparación. Es el ridículo histórico de un imperio que olvida su origen nómada.
Si Jesús naciera en la América de hoy, bajo este régimen obsesionado con la vigilancia, la caza del indocumentado, el nacionalismo religioso y la obediencia ciega a un hombre por encima de la ley, ¿llegaría siquiera a pronunciar su primera parábola? ¿O acaso su mensaje de paz, misericordia y resistencia al imperio sería tachado en un informe oficial como «discurso extremista anti-sistema»?
Por familiar que nos resulte la historia del niño en el pesebre, también es un espejo brutal para nuestro tiempo.
El Imperio Romano, un estado policial en toda regla, había decretado un censo. José y su esposa embarazada, María, viajaron al pequeño pueblo de Belén para ser contados. Al no haber lugar para ellos en las posadas, se refugiaron en un establo, donde María dio a luz a un niño, Jesús. Advertidos de que el gobierno planeaba matar al bebé, la familia huyó con él a Egipto hasta que fue seguro regresar.
¿Y si Jesús hubiera nacido 2.000 años después?
¿Y si, en lugar de hacerlo bajo el estado policial romano, hubiera llegado al mundo en este preciso instante? ¿Qué recepción tendrían Jesús y su familia? ¿Reconoceríamos la humanidad del niño Cristo, y mucho menos su divinidad? ¿Lo trataríamos de forma distinta a como lo hizo Roma? Si su familia se viera forzada a huir de la violencia en su país y buscara refugio y asilo dentro de nuestras fronteras, ¿qué santuario les ofreceríamos?
Un número significativo de iglesias en el país se ha hecho esas mismas preguntas en los últimos años, y sus conclusiones se plasmaron con inquietante precisión en pesebres donde Jesús y su familia aparecían separados, segregados y enjaulados dentro de verjas individuales de alambre, coronadas por cercas de púas.
Esas escenas navideñas fueron un recordatorio directo al mundo moderno: la historia del nacimiento de Jesús habla en múltiples frentes a una civilización que ha permitido que la vida, las enseñanzas y la crucifixión de Cristo sean ahogadas por el partidismo político, el secularismo, el materialismo y la guerra, todos impulsados por una sombra manipuladora llamada Estado Profundo.
La iglesia contemporánea ha eludido en gran medida aplicar las enseñanzas de Jesús a problemas modernos como la guerra, la pobreza o la inmigración. Afortunadamente, a lo largo de la historia ha habido individuos que se han preguntado, y le han preguntado al mundo: ¿qué haría Jesús?
¿Qué haría Jesús —el niño de Belén que se convirtió en un predicador itinerante y un activista revolucionario, que no solo murió desafiando el estado policial de su época (el Imperio Romano) sino que dedicó su vida adulta a decirle la verdad al poder, a cuestionar el statu quo y a resistir los abusos del imperio— frente a las injusticias de nuestra era moderna?
Dietrich Bonhoeffer se preguntó qué haría Jesús ante los horrores perpetrados por Hitler y sus sicarios. La respuesta: Bonhoeffer fue ejecutado por Hitler por intentar socavar la tiranía en el corazón de la Alemania nazi.
Aleksandr Solzhenitsyn se preguntó qué haría Jesús ante los gulags y campos de trabajo soviéticos, destructores del alma. La respuesta: Solzhenitsyn encontró su voz y la usó para denunciar la opresión y la brutalidad del gobierno (véase Time.com/archive).
Martin Luther King Jr. se preguntó qué haría Jesús ante el belicismo de Estados Unidos. La respuesta: declarando que «mi conciencia no me deja otra opción», King arriesgó la condena general e incluso su vida al oponerse públicamente a la Guerra de Vietnam por motivos morales y económicos.
Sus vidas dejan claro que la pregunta «¿Qué haría Jesús?» nunca es abstracta. Es siempre política, siempre peligrosa y siempre costosa.
Incluso hoy, persiste una desconexión en la iglesia moderna entre las enseñanzas de Cristo y el sufrimiento de lo que Jesús, en Mateo 25, llama «el más pequeño de estos».
Incluso hoy, persiste una desconexión en la iglesia moderna entre las enseñanzas de Cristo y el sufrimiento de lo que Jesús, en Mateo 25, llama ‘el más pequeño de estos’.
Pero esto no es una zona gris teológica: Jesús fue inequívoco en sus opiniones sobre muchas cosas, especialmente sobre la caridad, la compasión, la guerra, la tiranía y el amor.
Después de todo, Jesús —el predicador, maestro, radical y profeta reverenciado— nació en un estado policial muy similar a la creciente amenaza del estado policial estadounidense.
Jesús no nació en la comodidad o la seguridad. Nació pobre, sin hogar, en una tierra ocupada gobernada por la fuerza y el miedo, bajo la atenta mirada de un gobierno obsesionado con el control, la sumisión y la eliminación de cualquier amenaza percibida. Sus padres no tenían poder político. Su lugar de nacimiento fue precario. Sus primeros días estuvieron marcados por el temor a la violencia estatal.
La respuesta de Herodes a la noticia del nacimiento del Mesías no fue la humildad o la reflexión, sino la paranoia. Amenazado por la mera posibilidad de una autoridad rival, Herodes recurrió a la fuerza bruta. La lección es atemporal: así opera la tiranía. Un poder descontrolado, presa de la inseguridad, siempre buscará eliminar la disidencia en lugar de permitir que se enfrente a su propia corrupción.
Los gobiernos modernos, incluido el nuestro, envueltos en el lenguaje de la seguridad y el «orden público», no se comportan de manera diferente. Cualquier desafío al poder centralizado se trata como una amenaza a neutralizar. En tal entorno, decir la verdad al poder es peligroso. Desafiar la autoridad imperial invita a las represalias.
Desde el momento de su nacimiento, Jesús representó una amenaza, no porque ejerciera violencia o poder político, sino porque su vida y su mensaje exponían la bancarrota moral del imperio y ofrecían una alternativa basada en la justicia, la misericordia y la verdad.
De adulto, Jesús dijo cosas poderosas y profundas que cambiarían nuestra forma de ver a las personas y que desafiaban todo lo que el imperio representaba. «Bienaventurados los misericordiosos», «Bienaventurados los pacificadores» y «Amad a vuestros enemigos» son solo algunos ejemplos de sus enseñanzas más profundas y revolucionarias.
Cuando se enfrentaba a las autoridades, Jesús no rehuía decirles la verdad. De hecho, sus enseñanzas socavaban el orden político y religioso de su tiempo. Le costó la vida. Finalmente fue crucificado como advertencia para otros: no desafíen a los poderes establecidos.
¿Te imaginas cómo sería la vida de Jesús si, en lugar de nacer en el estado policial romano, hubiera nacido y crecido en el estado policial estadounidense?
Considera lo siguiente.
Si Jesús hubiera nacido en la era del estado policial estadounidense, sus padres no habrían viajado a Belén para un censo. En su lugar, habrían sido ingresados en una vasta red de bases de datos gubernamentales: marcados, categorizados, puntuados y evaluados por algoritmos que no podrían ver ni cuestionar. Lo que hoy hace las veces de censo ya no es un simple recuento, sino parte de un régimen de recolección de datos que alimenta sistemas de inteligencia artificial, programas de policía predictiva, control de inmigración y listas de vigilancia de seguridad nacional.
En lugar de nacer en un pesebre, Jesús podría haber nacido en casa. Pero en vez de recibir regalos de magos y pastores, sus padres podrían haberse visto obligados a rechazar las visitas de asistentes sociales del estado empeñados en procesarlos por el parto domiciliario («secuestro de nacidos» tras parto en casa).
Si Jesús hubiera nacido en un hospital, le habrían extraído sangre y ADN sin el conocimiento o consentimiento de sus padres (aclu.org) para ingresarlos en un biobanco gubernamental. Aunque la mayoría de los estados exigen pruebas neonatales, un número creciente conserva ese material genético a largo plazo para investigación, análisis y fines aún no revelados (delegad o subcontratado con empresas privadas).
Si los padres de Jesús hubieran sido inmigrantes indocumentados, ellos y su recién nacido podrían haber sido arrastrados en una redada del ICE al amanecer, detenidos sin un debido proceso real, procesados en una prisión privada con fines de lucro y deportados en plena noche a un campo de detención en un país del tercer mundo.
Desde la edad escolar, Jesús habría sido adoctrinado en lecciones de sumisión y obediencia a las autoridades gubernamentales, aprendiendo poco o nada sobre sus propios derechos. Si se hubiera atrevido a hablar contra la injusticia en la escuela, podría haber sido electrocutado con una Taser o golpeado por un oficial escolar, o al menos suspendido bajo una política de «tolerancia cero» que castiga las faltas menores con la misma severidad que las graves.
Si Jesús, con 12 años, hubiera desaparecido unas horas, y no digamos unos días, sus padres habrían sido esposados, arrestados y encarcelados por negligencia parental. Padres en todo el país han sido arrestados por «ofensas» mucho menores, como permitir que sus hijos vayan solos al parque o jueguen en el jardín delantero.
En lugar de desaparecer de los libros de historia desde la adolescencia hasta la edad adulta, los movimientos y datos personales de Jesús —incluida su biometría— habrían sido documentados, rastreados, monitoreados y archivados por agencias gubernamentales y corporaciones como Google y Microsoft. Increíblemente, el 95% de los distritos escolares comparten los registros de sus estudiantes con empresas externas (véanse NationalReview y Desilusion contratadas para gestionar datos, que luego utilizan para vendernos productos.
Desde el momento en que Jesús entrara en contacto con un «extremista» como Juan el Bautista, habría sido marcado para vigilancia por su asociación con un activista prominente, pacífico o no. Desde el 11-S, el FBI ha llevado a cabo activamente operaciones de vigilancia e inteligencia (véase «ahora es el momento«) contra una amplia gama de grupos activistas, desde defensores de los derechos de los animales hasta organizaciones de lucha contra la pobreza, grupos antibélicos y otros similares «extremistas».
Los puntos de vista “antigobierno” (¿antisistema?) de Jesús sin duda le habrían valido la etiqueta de «extremista doméstico». Se entrena a las agencias de la ley para reconocer signos de extremismo antigubernamental durante interacciones con posibles extremistas que comparten una «creencia en el colapso inminente del gobierno y la economía» (véanse los artículos de aclu.org y truthout.org).
Mientras viajaba de comunidad en comunidad, a Jesús podrían haberlo denunciado a las autoridades como «sospechoso» bajo los programas del Departamento de Seguridad Nacional «See Something, Say Something» (app para el móvil «Si ves algo, di algo», desde la que puedes ejercer «la delación del pobre y el atribulado…»). Muchos estados ofrecen aplicaciones que permiten tomar fotos de actividades sospechosas y reportarlas a su Centro de Inteligencia estatal, donde se revisan y se remiten a las agencias policiales.
En lugar de poder vivir como predicador itinerante, Jesús podría haberse enfrentado a la amenaza de arresto por atreverse a vivir fuera del sistema o dormir a la intemperie (Mapa interactivo: ciudades contra el «sinhogarismo»). De hecho, el número de ciudades que han recurrido a criminalizar la falta de vivienda, prohibiendo acampar, dormir en vehículos, holgazanear en público o mendigar, se ha duplicado.
Las enseñanzas de Jesús —su negativa a jurar lealtad al imperio, sus advertencias sobre la riqueza y el poder, su insistencia en que la obediencia a Dios a veces requiere resistencia a la autoridad injusta— casi seguro serían interpretadas hoy como signos de extremismo ideológico. En una época en que la disidencia se enmarca cada vez más como una amenaza al orden público, Jesús no necesitaría cometer violencia para ser etiquetado como peligroso. Sus palabras por sí solas bastarían.
Considerado por el gobierno como un disidente y una amenaza potencial a su poder, Jesús podría haber tenido espías gubernamentales infiltrados entre sus seguidores para monitorear sus actividades, informar sobre sus movimientos y tenderle una trampa para que infringiera la ley (Manufacturando el terror). Esos Judas modernos —llamados informantes— a menudo reciben sustanciosos cheques del gobierno por su traición.
Si Jesús hubiera usado internet para difundir su mensaje radical de paz y amor, podría haber descubierto que sus publicaciones en el blog eran infiltradas por espías gubernamentales (véase theintercept.com) intentando socavar su integridad, desacreditarlo o plantar información incriminatoria sobre él en línea. Como mínimo, le habrían hackeado el sitio web y monitoreado su correo electrónico.
Si Jesús hubiera intentado alimentar a multitudes, le habrían amenazado con arresto por violar diversas ordenanzas que prohíben distribuir comida sin un permiso.
Si Jesús hubiera hablado públicamente de sus cuarenta días en el desierto, sus visiones o sus enfrentamientos con el mal, podrían haberlo tachado de enfermo mental y sometido a una retención psiquiátrica involuntaria; detenido no por lo que había hecho, sino por lo que las autoridades temían que pudiera hacer. Cada vez más, las expresiones de angustia, convicción espiritual o inconformismo son patologizadas y tratadas como motivo de confinamiento, especialmente si se combinan con falta de vivienda o pobreza.
Sin duda, si Jesús hubiera intentado volcar las mesas en un templo judío y despotricar contra el materialismo de las instituciones religiosas, lo habrían acusado de un delito de odio. Más de 45 estados y el gobierno federal tienen leyes contra los delitos de odio (véase NYTimes.com).
Si alguien hubiera reportado a Jesús a la policía como potencialmente peligroso, podría haberse encontrado con que lo confrontaban —y mataban— agentes de policía para quienes cualquier acto percibido de insumisión (un gesto, una pregunta, un ceño fruncido) puede terminar en que disparen primero y pregunten después.
En lugar de que guardias armados lo capturaran en un lugar público, las autoridades habrían ordenado que un equipo SWAT asaltara a Jesús y sus seguidores, con granadas aturdidoras y equipo militar incluido. Se llevan a cabo más de 80.000 de estos asaltos SWAT cada año (véase asímismo: entrenamientos de Armas y Tácticas Especiales o SWAT, y HumanRightsWatch), muchos contra estadounidenses desprevenidos que no tienen defensa contra tales invasores gubernamentales, incluso cuando los allanamientos se hacen por error.
En lugar de ser detenido por guardias romanos, Jesús podría haber «desaparecido» en un centro de detención secreto del gobierno, donde lo habrían interrogado, torturado y sometido a todo tipo de abusos. La policía de Chicago ha «desaparecido» a más de 7.000 personas en un almacén secreto de interrogatorios fuera de los registros oficiales, en Homan Square (véase sobre este lugar).
Acusado de traición y etiquetado como terrorista doméstico, Jesús podría haber sido condenado a cadena perpetua en una prisión privada, donde lo habrían forzado a realizar trabajo esclavo para corporaciones (véase: «La esclavitud reinventada de Estados Unidos«, o ejecutado en la silla eléctrica o con un cóctel letal de drogas (Washington Post).
En efecto, ya fuera en su tiempo o en el nuestro, el desenlace probablemente sería el mismo. Un gobierno que exige obediencia por encima de la conciencia, orden por encima de la misericordia y poder por encima de la verdad, siempre verá a una figura como Jesús como una amenaza.
La verdad incómoda es que una nación dispuesta a vigilar, detener y silenciar a Jesús hoy es una nación muy alejada del Evangelio que dice honrar.
La Navidad, entonces, no es solo la celebración del nacimiento del niño Cristo. Es el reconocimiento de todo lo que le siguió: lo que ocurrió en ese pesebre en la noche estrellada de Belén es solo el comienzo de la historia. Ese bebé nacido en un estado policial creció para ser un hombre que no se apartó de los males de su tiempo, sino que alzó la voz contra ellos.
Esa contradicción obliga a un ajuste de cuentas.
La obra de Paz, Justicia y Compasión no empieza en el pesebre y termina con unas fiestas, sino que exige coraje mucho después de que se apaguen los villancicos.
Esta realidad contrasta brutalmente con la marca de cristianismo cada vez más abrazada y promovida por el gobierno y sus fuerzas. Una fe fusionada con el nacionalismo, el militarismo y la obediencia a la autoridad se parece muy poco a las enseñanzas de Cristo.
Lo que hace este momento especialmente peligroso es que esta distorsión del cristianismo ya no es marginal; es cada vez más corriente mayoritaria.
En demasiados casos, la Iglesia moderna no solo ha fracasado en desafiar la maquinaria del Imperio, la ha bautizado. Cuando líderes religiosos bendicen guerras interminables, celebran el militarismo y retratan la violencia como divinamente sancionada, están invirtiendo el Evangelio mismo.
Sin embargo, Jesús no predicó el dominio, la conquista o la sumisión al imperio. Él se puso del lado de los pobres, los encarcelados y los marginados, y pagó por ello con su vida.
Como dejo claro en mi libro «Battlefield America: The War on the American People« y en su contraparte ficticia «The Erik Blair Diaries«, debemos decidir, una vez más, si marcharemos al unísono con la maquinaria de un imperio militar, o con el niño que nació bajo su sombra y se atrevió a resistirlo.
El abogado constitucionalista y autor John W. Whitehead es fundador y presidente de The Rutherford Institute. Sus libros más recientes The Erik Blair Diaries y Battlefield America: The War on the American People están disponibles en www.amazon.com. Whitehead puede ser contactado en johnw@rutherford.org. Nisha Whitehead es la Directora Ejecutiva de The Rutherford Institute. La información sobre The Rutherford Institute está disponible en www.rutherford.org.













