Del «fin de la historia» al comienzo de una nueva contradicción. O cómo es que un pinochetista logró encantar a un electorado al que no representa.
La caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética a principios de los años noventa no sólo marcaron el fin de la Guerra Fría, sino que también inauguraron un período de hegemonía occidental incontestada, liderada por Estados Unidos. Este momento fue interpretado por muchos como la victoria definitiva de la democracia liberal, proclamándose incluso el «fin de la historia» ideológica. Sin embargo, lejos de consolidar un mundo de democracias liberales estables, las últimas tres décadas han revelado una paradoja profunda: el orden unipolar y las transformaciones geopolíticas que impulsó han creado las condiciones para el declive de la propia democracia representativa que pretendía universalizar. Este ensayo argumenta que la pérdida del contrapeso soviético desencadenó una serie de dinámicas —geopolíticas, económicas e ideológicas— que, combinadas con las debilidades intrínsecas del sistema democrático liberal, han facilitado el auge global de la democracia iliberal. Este modelo híbrido, que mantiene una fachada electoral mientras erosiona el Estado de derecho y las libertades civiles, no es un accidente, sino el síntoma de una crisis sistémica que conecta el fin de la bipolaridad con el descontento contemporáneo.
El vacío geopolítico y la transformación de la democracia en herramienta
Con la desaparición de la URSS, desapareció también el gran contrapeso ideológico que, por defecto, otorgaba cohesión y un sentido de misión civilizatoria al bloque occidental. Este vacío tuvo consecuencias fundamentales.
En primer lugar, llevó a una sobrexpansión y trivialización del modelo democrático. Sin un rival existencial, la promoción de la democracia se convirtió, a menudo, en una herramienta de política exterior simplificada, reducida en la práctica a la celebración de elecciones multipartidistas, sin la necesaria construcción paralela de instituciones liberales sólidas (Estado de derecho, separación de poderes, libertades civiles) . Este «fetichismo electoral» , como lo criticó Fareed Zakaria (quien acuñó el término «democracia iliberal» en 1997), permitió el surgimiento de «regímenes híbridos». Estos sistemas aprendieron a utilizar las urnas como un ritual de legitimación, pero una vez en el poder, sus líderes ignoran, burlan o eluden sistemáticamente los límites constitucionales a su autoridad .
En segundo lugar, la unipolaridad erosionó la legitimidad por resultados del liderazgo occidental. La ausencia de competencia ideológica hizo que los fracasos del modelo —las guerras costosas e inconclusas, la crisis financiera global de 2008, la creciente desigualdad— se percibieran no como problemas corregibles dentro de un sistema, sino como fallas esenciales del «establishment» liberal global. Este sentimiento de traición alimentó un descontento que los actores políticos internos comenzaron a capitalizar con un discurso antielitista y anti-sistema.
La anatomía de la democracia iliberal: Ideología y Método
La democracia iliberal no es una dictadura clásica, sino un régimen que mantiene una compleja y paradójica relación con las formas democráticas. Su esencia es el rechazo al pluralismo liberal, que es sustituido por una ideología excluyente basada en la primacía de una mayoría nacional, étnica o religiosa homogénea .
Los pilares ideológicos del iliberalismo se articulan alrededor de conceptos clave: la nación (entendida de forma nativista y cultural), la religión (como fundamento moral público contrario al laicismo), la familia (tradicional y heteronormativa, como antítesis del individualismo), y el decisionismo. Este último, un concepto tomado de Carl Schmitt, es crucial: justifica un poder ejecutivo fuerte y centralizado en un líder que puede actuar más allá de las normas para defender la comunidad percibida como bajo amenaza. Esta ideología se presenta a sí misma como la verdadera defensora de la democracia «real» del pueblo, argumentando que las instituciones liberales (poder judicial independiente, prensa libre, derechos de minorías) han sido secuestradas por élites globalistas y grupos minoritarios.
Para implementar este proyecto, los líderes iliberales emplean un método gradualista y legalista, a menudo denominado legalismo autocrático o retroceso democrático. En lugar de dar un golpe de Estado, utilizan su mandato electoral inicial para reescribir lentamente las reglas del juego:
· Manipulación constitucional y legal: Reforman constituciones y aprueban «leyes cardinales» para concentrar poder, como hizo Viktor Orbán en Hungría tras obtener una súper mayoría .
· Captura de instituciones de control: Vacían la independencia del poder judicial, los organismos electorales y los medios de comunicación públicos, reemplazando a sus responsables por leales.
· Asedio a la sociedad civil y la prensa: Estigmatizan y restringen financieramente a las ONG, especialmente las defensoras de derechos humanos, y fomentan un entorno mediático hostil a la prensa crítica .
El objetivo final no es abolir las elecciones, sino vaciar de contenido competitivo el sistema, creando una «democracia no liberal» donde el partido en el gobierno tiene una ventaja abrumadora y permanente, confinando a la oposición a un papel irrelevante .
El caldo de cultivo contemporáneo: Descontento, generaciones y crisis global
El proyecto iliberal no florece en el vacío. Encuentra un terreno fértil en un contexto global de malestar multifacético, donde la promesa de la globalización liberal ha dejado de convencer a amplios sectores.
Un factor central es el desencanto profundo de generaciones enteras. La Generación Z, tanto en el Norte como en el Sur Global, hereda un mundo de precariedad económica, crisis climática no abordada y desconfianza en las instituciones. En el Sur Global, este descontento se manifiesta en explosiones de protesta masiva contra la corrupción, la falta de oportunidades y los gobiernos desconectados, utilizando herramientas digitales para organizarse de forma horizontal. En el Norte Global, como Estados Unidos, el desencanto a menudo se traduce en apatía electoral o en un apoyo volátil a opciones disruptivas, alimentado por la percepción de que el sistema es incapaz de resolver problemas fundamentales .
Este malestar se ve exacerbado por crisis convergentes: la inestabilidad económica post-pandemia, la inflación, las guerras y las migraciones forzadas . En este clima de ansiedad e inseguridad, el discurso iliberal ofrece una narrativa poderosa y simple: identifica un enemigo (la élite corrupta, los inmigrantes, las minorías «agresivas») y promete restaurar el orden, la soberanía nacional y los valores tradicionales mediante un liderazgo fuerte y decisivo.
Los datos confirman la gravedad de la tendencia. Informes recientes señalan que el espacio cívico se está cerrando drásticamente a nivel mundial, con un aumento en la detención de manifestantes y periodistas, y el uso de leyes represivas para silenciar la disidencia. Este retroceso ya no es ajeno a democracias consolidadas, afectando también a países como Estados Unidos, Francia y Alemania .
Casos paradigmáticos y la proyección del modelo
El modelo húngaro de Viktor Orbán es considerado el arquetipo de la democracia iliberal en el corazón de Europa . Orbán ha construido metódicamente un «estado no liberal», controlando los medios, el poder judicial y reescribiendo la constitución, todo mientras gana elecciones periódicas. Su éxito ha servido de faro y manual para formaciones de ultraderecha en todo el mundo .
Este patrón se replica con variantes. En América Latina, el bolsonarismo en Brasil demostró la fuerza de un movimiento iliberal que, aunque perdió la presidencia, se incrustó profundamente en el Congreso y en el tejido social, desafiando constantemente las instituciones y es asícomo hoy está preso. La situación en Perú, con una crisis política permanente y protestas juveniles, refleja el colapso del centro político tradicional y la búsqueda de salidas radicales .
El caso de Chile encaja en esta lógica. Un eventual triunfo de un candidato que promete «orden» evocando un pasado autoritario, en un contexto de desprestigio de la clase política, sería un ejemplo de manual de cómo el descontento con los defectos de la democracia liberal puede ser canalizado, a través de las urnas, hacia una opción que promete fortalecer el poder ejecutivo a costa de los contrapesos liberales.
Una encrucijada histórica
La relación entre el fin de la Guerra Fría y el auge de las democracias iliberales es, por tanto, de causalidad histórica profunda. La hegemonía occidental, al carecer de un contrapeso ideológico, se volvió complaciente, sobreestimó la fuerza de su modelo y subestimó las contradicciones que generaba su orden global. El «fin de la historia» dio paso a la historia de la desilusión.
La democracia iliberal es la forma política que emerge de esta desilusión. No representa un retorno al totalitarismo del siglo XX, sino una mutación adaptativa del autoritarismo al siglo XXI: aprovecha las libertades formales para destruir la sustancia liberal, utiliza el legalismo para subvertir el Estado de derecho y explota el descontento legítimo para instaurar un poder excluyente.
Estamos en una encrucijada. La respuesta no puede ser la nostalgia por un orden unipolar irrecuperable, ni la resignación ante el iliberalismo. La defensa de la democracia liberal requiere, urgentemente, reconectar la legitimidad procedimental (las elecciones) con la legitimidad sustantiva: la capacidad de garantizar justicia social, seguridad ecológica, una vida digna para las mayorías y, sobre todo, el ejercicio de una representación auténtica en una dinámica participativa social de doble vía con el poder. De lo contrario, el hastío con un sistema que parece viciado seguirá siendo el combustible que alimente a quienes buscan, precisamente, vaciarlo de todo su contenido emancipador.













