En las áridas pampas de Tarapacá y Antofagasta, a fines del siglo XIX y principios del XX, las oficinas salitreras chilenas erigieron un sistema de dominación total que trascendía la mera explotación laboral. Miles de obreros –chilenos, bolivianos, peruanos, croatas, italianos– vivían en campamentos aislados, rodeados de alambradas y guardias armados, donde el patrón inglés o alemán no solo controlaba sus cuerpos en turnos de 12 horas bajo el sol abrasador, sino también sus almas y sus bolsillos. El pago no llegaba en soberanos de plata ni en pesos libres que pudieran circular en mercados abiertos; en su lugar, se entregaban fichas o vales –fichas de pulpería– canjeables exclusivamente en la tienda de la misma compañía. Esa pulpería, con sus estantes polvorientos repletos de harina rancia, carne salada a precios usurarios, kerosene para lámparas y aguardiente para ahogar la miseria, era el único «mercado» disponible. El ciclo era perfecto y cerrado: el trabajador salía de la faena con fichas que regresaban inmediatamente al patrón al consumir bienes inflados hasta el 200% por sobre el precio de mercado exterior. No había libertad real de elección; el consumo estaba predeterminado, la dieta empobrecida inducía enfermedades como el beriberi y la sífilis, y cualquier intento de evasión –vender fichas en el exterior o boicotear la tienda– era castigado con despido, golpizas o el presidio. Las huelgas de 1907 y 1925, sangrientas masacres de Santa María y Marusia, no solo reclamaban salarios, sino la abolición de ese tokenismo económico: querían monedas libres, mercados abiertos, soberanía sobre su propio consumo. La pulpería no era solo una tienda; era el emblema de un poder que fingía comercio mientras perpetuaba servidumbre, un régimen donde la forma de transacción libre enmascaraba la esencia de control absoluto.
Esta mecánica de las pulperías salitreras –fichas emitidas por el patrón, canjeables solo en su propio circuito, perpetuando un flujo de riqueza unidireccional que regresaba a su caja fuerte– encuentra su eco exacto en la democracia representativa de hoy, y es precisamente contra esta «democracia-pulpería» que la Generación Z no cuestiona el ideal democrático, sino que lo juzga implacablemente y lo sentencia sin apelación. Transversal a todos los estudios citados, desde el Council on Foreign Relations de Joshua Kurlantzick hasta las tesis del Instituto Tricontinental, pasando por las encuestas de CIRCLE-Tufts, la Fundación Friedrich Naumann y el análisis post-marxista de Jean-François Bayart, emerge una tesis unificada: los jóvenes no rechazan la democracia como principio –elecciones libres, igualdad ante la ley, rendición de cuentas–, sino que la declaran fallida en su versión actual porque opera como esas pulperías. Los partidos políticos y candidatos son las «fichas» que el sistema emite cada cuatro años: un menú reducido de opciones prefabricadas por élites partidarias, financiadas por corporaciones y lobbies, que no representan voluntades populares sino agendas transnacionales de acumulación. Votas por el «rojo» o el «azul», pero ambos fichas vuelven al mismo patrón –el capital financiero, los think tanks corporativos, las cúpulas burocráticas– en un ciclo cerrado donde las políticas públicas priorizan deudas soberanas, rescates bancarios y privatizaciones sobre vivienda asequible, salud universal o transición ecológica. Kurlantzick, desde su atalaya liberal-centrista en Asia, documenta cómo en Nepal y Bangladesh esta Gen Z tumba gobiernos no por anticapitalismo ideológico, sino por nepotismo rampante que convierte el Estado en pulpería familiar; CIRCLE revela que el 62% aún valora la democracia en abstracto, pero solo el 40% la ve «buena» en la práctica porque no resuelve precariedad real; Naumann certifica el apoyo a derechos humanos pero la erosión por iliberalismo oligárquico; Tricontinental denuncia el agotamiento neoliberal donde el voto es ficha inútil ante la austeridad impuesta; y Bayart, anti-nacional-liberal, ve en estas revueltas la ambivalencia de una subjectivación política que exige romper el clientelismo faccional. La sentencia es clara y global: esta democracia no es representativa porque no hay libertad real de elección –solo fichas del patrón–, y la Gen Z, desde Marruecos a Indonesia, la juzga culpable y la condena a reforma radical o colapso, priorizando participación directa, revocatorios y control ciudadano sobre el ritual electoral vacío.
La crisis actual de la democracia, puesta en evidencia y acelerada por la generación Z, está obligando a reescribir las reglas de la gobernanza en casi todos los continentes. No se trata de una revuelta “de izquierda” o “de derecha”, sino de una insurrección transversal contra sistemas que conservan la forma democrática mientras vacían su contenido representativo.
¿Cómo afecta a la gobernanza esta crisis de la democracia, levantada en su punta de flecha por la generación? esta es la tesis: que quede claro que es transversal.
El relato analítico de punta a punta
La crisis actual de la democracia, puesta en evidencia y acelerada por la generación Z, está obligando a reescribir las reglas de la gobernanza en casi todos los continentes. No se trata de una revuelta “de izquierda” o “de derecha”, sino de una insurrección transversal contra sistemas que conservan la forma democrática mientras vacían su contenido representativo.
De la urna al tablero de control
Joshua Kurlantzick, analista estadounidense liberal-centrista y senior fellow para Asia del Council on Foreign Relations, describe a los movimientos Gen Z en Nepal, Indonesia, Sri Lanka y Bangladesh como capaces de tumbar gobiernos, pero aún débiles para transformar esa energía en capacidad de gobernar y legislar. Su diagnóstico es crucial para entender la gobernanza: los gobiernos ya no pueden limitarse al ritual electoral; necesitan compartir agenda y poder con una ciudadanía joven que exige resultados medibles en corrupción, servicios públicos y desigualdad.
El informe conjunto de CIRCLE (centro académico de Tufts University, sin filiación partidista explícita) y Protect Democracy (ONG norteamericana de corte liberal-prodemocracia) subraya que la mayoría de jóvenes apoya la democracia en principio, pero considera que la democracia realmente existente no resuelve sus problemas ni responde a sus expectativas. Para la gobernanza, esto significa operar en un entorno de legitimidad erosionada, en el que decisiones percibidas como tecnocráticas o capturadas por élites encuentran contestación inmediata en la calle y en las redes.
El Sur Global como laboratorio
Desde el Sur Global, el Instituto Tricontinental de Investigación Social, de orientación socialista y antineoliberal, ve en las insurrecciones de jóvenes en Chile, Colombia, Sri Lanka, Nepal, Perú o Marruecos una señal de agotamiento del modelo de gobernanza neoliberal: Estado subordinado a los mercados, políticas de austeridad, privatización de lo público. Sus “siete tesis” sobre los levantamientos Gen Z sostienen que estos alzan la voz contra la combinación de precariedad económica, crisis ecológica y autoritarismo “democrático”, y fuerzan a los Estados a reabrir debates sobre redistribución, bienes comunes y control democrático de sectores estratégicos.
Esta lectura se complementa con análisis del Atlantic Council, think tank occidental de línea atlantista-liberal, que muestra cómo, en Nepal, Madagascar, Perú o Marruecos, la presión juvenil ha provocado disolución de gobiernos, formación de ejecutivos interinos o retirada de políticas impopulares, aun cuando las élites tradicionales y las fuerzas armadas intenten reconfigurar el régimen sin ceder poder real. La gobernanza entra así en una lógica de “crisis permanente”, en la que la estabilidad ya no se logra por apatía ciudadana sino por capacidad de incorporar –o cooptar– las demandas juveniles.
Democracia en disputa, no en retirada
Las encuestas de la Fundación Friedrich Naumann para la Libertad, vinculada al liberalismo clásico alemán, muestran a una Gen Z que sigue creyendo en los derechos humanos pero está profundamente preocupada por la deriva iliberal y por el auge de actores autoritarios en sistemas formalmente democráticos. La “erosión democrática” que describen no es un rechazo frontal a la democracia, sino a su versión oligárquica: partidos cerrados, listas controladas desde arriba, captura corporativa del Estado y políticas públicas que responden más a los acreedores que a los votantes.
Desde la sociología política crítica, Jean‑François Bayart, académico francés especializado en África y globalización y cercano a una tradición post-marxista y anti‑nacional‑liberal, interpreta estas oleadas como síntomas de una crisis de representación más amplia: los Estados siguen hablando en nombre del “pueblo”, pero las prácticas de poder continúan organizadas en torno a redes clientelares, intereses transnacionales y dispositivos de control social. En ese contexto, las revueltas Gen Z, aunque fragmentarias, fuerzan a los gobiernos a repensar su relación con la sociedad civil, las fronteras y la ciudadanía.
Gobernar bajo vigilancia generacional
Organizaciones como Amnesty International, desde una perspectiva de derechos humanos, subrayan que jóvenes de Myanmar a Irán y de Estados Unidos a Australia arriesgan su vida y su libertad para exigir rendición de cuentas ante abusos policiales, vigilancia masiva, destrucción ambiental y discriminación estructural. Esa vigilancia constante –con móviles, cámaras y redes sociales– convierte la gobernanza en un ejercicio de exposición permanente: cualquier abuso puede volverse viral, cualquier concesión puede leerse como victoria o como intento de cooptación.
Al mismo tiempo, el informe de Tufts/Protect Democracy advierte sobre perfiles de “desapego displicente” y “hostil insatisfacción” dentro de la propia Gen Z: una minoría que, frustrada con la democracia realmente existente, coquetea con soluciones autoritarias o con la idea de “quemarlo todo y empezar de cero”. La gobernanza se mueve así en una zona gris: para contener tanto el cinismo como la tentación autoritaria, necesita abrir canales de participación sustantiva –presupuestos participativos, consejos juveniles, mecanismos de revocatoria– que devuelvan sentido al término “representación”.
Una punta de flecha transversal
Lo que une a estos diagnósticos, desde el liberalismo pro‑institucional de Kurlantzick y CIRCLE hasta el socialismo crítico del Tricontinental y el post‑marxismo de Bayart, es que reconocen a la generación Z como punta de flecha de una crisis sistémica, no como capricho generacional. Estudiantes que derriban gobiernos en Bangladesh o Nepal, jóvenes precarizados que colapsan plazas en Chile, trabajadores de apps en EE.UU. o Europa que sindicalizan el algoritmo: todos apuntan al mismo núcleo problemático, incluso cuando se enfrenten a regímenes ideológicamente distintos.
En términos de gobernanza, el mensaje es directo: o la democracia deja de comportarse como una pulpería política –un circuito cerrado donde solo circulan las “fichas” emitidas por las mismas élites– o la generación que hoy lidera las protestas buscará, con razón, otras formas de ejercer poder popular. La disputa no es entre democracia y autoritarismo en abstracto, sino entre una democracia de baja intensidad al servicio de pocos y una democracia sustantiva, conflictiva y vigilada por una ciudadanía que ya no acepta ser clientela cautiva de ningún color de régimen.
* Término acuñado por la autora.













