En un país que combina modernización estatal con estructuras tribales arraigadas, la esclavitud por descendencia sigue siendo una institución viva. Este estudio analiza la persistencia de un sistema cástico birracial que articula linajes, prestigio religioso, colonialismo y coerción comunitaria, mostrando cómo la servidumbre hereditaria se reproduce en la vida cotidiana de Mauritania a pesar de su abolición legal y del escrutinio internacional.
Mauritania, país saheliano ubicado entre el Magreb y el África subsahariana, es uno de los territorios donde la esclavitud por descendencia persiste con una fuerza que incomoda a la comunidad internacional. Al oeste limita con el Atlántico, al sur con Senegal, al este con Mali y al norte con Argelia y el Sahara Occidental. Su capital, Nuakchot, es una ciudad costera fundada en 1957 que hoy supera el millón de habitantes; es a la vez un centro urbano moderno y un espacio atravesado por desigualdades profundas. Con una población nacional que ronda los 4,8 millones, regida por un sistema semipresidencialista de corte autoritario y apoyada casi unánimemente en el islam suní malikí, Mauritania combina modernización administrativa con estructuras sociales que se hunden en el pasado. Este trabajo explora la pervivencia de la esclavitud hereditaria, un fenómeno profundamente integrado en un orden cástico birracial formado por grupos bidan (arabobereberes) e identidades haratin (descendientes de esclavizados), articulado por genealogías, prestigio religioso, jerarquías tribales y una economía política dependiente. El análisis se apoya en la antropología histórica, la sociología bourdieusiana y los estudios poscoloniales africanos, permitiendo observar cómo la esclavitud persiste no como residuo primitivo sino como institución viva, adaptada y reforzada por condiciones contemporáneas.
La persistencia de la esclavitud en Mauritania
Presentar Mauritania exige antes comprender su geografía moral. Es un país donde el desierto no es metáfora sino estructura vital: más del 90% del territorio es puro Sahara, y sin embargo la vida florece en ciudades costeras, mercados, mezquitas, campamentos nómadas y aldeas rurales dispersas. El Estado funciona con rostro moderno —administración, ministerios, leyes, elecciones— pero convive con redes tribales que organizan reputación, acceso a tierra, matrimonios y autoridad moral. Allí la noción de tribu no es un resabio romántico sino una unidad política activa: clanes con jefaturas reales, genealogías memorizadas, pactos de protección, obligaciones mutuas y un capital simbólico que regula la vida cotidiana.
Sobre este entramado se asienta un sistema cástico birracial que ha marcado la historia del país. En la cúspide simbólica se encuentran los hassān, antiguos grupos guerreros bidan; luego los zwāya, linajes religiosos depositarios del prestigio islámico; más abajo los znaga, vasallos con acceso parcial a recursos; y finalmente los haratin, grupos históricamente esclavizados cuya categoría no se define sólo por el trabajo que realizan, sino por el estigma servil que se hereda al nacer. La identidad haratin, sin embargo, no es unívoca: es también una identidad política emergente, con movimientos propios, líderes intelectuales y demandas de justicia estructural.
Este orden se consolidó bajo la colonización francesa. La administración colonial reforzó a los grupos bidan al gobernar mediante élites consideradas “nobles” y al congelar la movilidad de los haratin. Lejos de erradicar la esclavitud, Francia la toleró silenciosamente mientras organizaba el territorio a través de autoridades tribales, lo que fijó jerarquías que hoy siguen vivas. La independencia de 1960 heredó esas estructuras intactas, y el nuevo Estado, lejos de desmantelarlas, se integró en ellas: la burocracia estatal se nutrió de las mismas redes de prestigio, y la justicia —formalmente igualitaria— siguió atravesada por lógicas de linaje y lealtad.

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La vida social
Una aldea del Adrar permite ver la textura íntima del sistema. Casas de adobe, corrales de cabras, un pozo central donde se cruzan mujeres y adolescentes cargando recipientes de agua. En la casa principal vive una familia bidan; en el mismo recinto, pero en viviendas más precarias, residen familias haratin. El trabajo diario está marcado por la casta: las mujeres haratin cocinan, barren, ordeñan, cuidan a los niños de la familia dominante; los hombres cultivan pequeñas parcelas pertenecientes al amo, reparan corrales o pastorean rebaños. No hay látigos, pero hay un orden no dicho que fija quién manda, quién sirve y quién calla. Los haratin no son considerados plenamente autónomos: no se reputa “legítima” su autoridad doméstica ni parental, y sus matrimonios con bidan son mal vistos o abiertamente prohibidos.
En Nouakchott la escena cambia pero la estructura persiste. En los barrios periféricos —lejanas expansiones de arena, chapa y bloques improvisados— viven miles de haratin migrados desde zonas rurales. Trabajan en oficios precarios: albañiles, empleadas domésticas, vendedores ambulantes. Muchas niñas haratin llegan a casas bidan bajo la figura de “miembros de la familia extendida”. La expresión, que parecería protegerlas, oculta servidumbre doméstica: duermen en el suelo, comen en horarios distintos, no asisten a la escuela y realizan todas las tareas del hogar. Esta práctica no es excepcional; la normalidad la vuelve invisible y por tanto irrefutable.
Allí aparece el mecanismo contemporáneo más inquietante: la liability social. La esclavitud persistente no se sostiene ya en cadenas físicas, sino en coerción comunitaria. Cuando una persona haratin intenta irse, la comunidad bidan no necesita perseguirla con violencia. Puede aislarla: nadie la contratará, nadie le venderá alimentos a crédito, ningún imam la defenderá en disputas locales. Si tiene hijos, éstos pueden ser retenidos “temporalmente” por la familia dominante, lo que obliga al retorno del progenitor. La humillación pública —ser acusada de ingrata, de romper el orden moral— actúa como freno. La libertad se vuelve entonces una ruptura comunitaria que amenaza la sobrevivencia material, afectiva y simbólica.
Articulación entre teoría y estructura social
La antropología de la esclavitud ha descrito este fenómeno con precisión conceptual. Orlando Patterson lo llamó muerte social: la pérdida de agencia plena y la imposibilidad de existir como sujeto moral autónomo dentro de la comunidad. Pero este concepto adquiere matices propios en Mauritania: aquí, la muerte social es hereditaria, cástica, racializada y reforzada por un islam local interpretado desde jerarquías históricas. Pierre Bourdieu permite ir más lejos: la dominación simbólica se inscribe en el habitus, en la forma de caminar, hablar, asentir y obedecer; en la creencia tácita de que cada quien ocupa el lugar que “debe” ocupar. Lo decisivo no es que las personas acepten su servidumbre, sino que han sido formadas dentro de una arquitectura social que naturaliza el estatus servil.
Pero el islam mauritano no puede interpretarse como un bloque monolítico que avala la esclavitud. Existen tensiones internas: imanes reformistas que denuncian la esclavitud por descendencia como bid’a (innovación desviada), activistas religiosos que reclaman una lectura igualitaria y líderes haratin que reescriben la tradición desde dentro. Decir que “la religión” sostiene la esclavitud sería erróneo: lo que la sostiene es la interpretación interesada de las élites bidan y la autoridad moral que deriva de su posición histórica como custodios del saber religioso.
En paralelo, la antropología poscolonial, desde Fanon hasta Mamdani, permite entender el papel del Estado. El Estado mauritano se comporta como actor dual: proclama la igualdad ante la ley, participa en mecanismos de Naciones Unidas y criminaliza la esclavitud en su legislación; pero opera en la práctica con lógicas tribales que reproducen la desigualdad. Funcionarios, jueces y policías provienen mayoritariamente de linajes bidan, por lo que la aplicación de las leyes abolicionistas resulta selectiva. El aparato estatal está atrapado en un equilibrio político que depende de mantener la estabilidad de las jerarquías históricas.

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Economía política del Sahel y reproducción contemporánea
La economía saheliana también nutre la persistencia del sistema. La minería de hierro en Zouérat, la pesca industrial en Nuadibú, la ganadería extensiva y la migración masiva hacia Arabia Saudita y los Emiratos Árabes generan nuevas formas de dependencia. En ausencia de políticas redistributivas, los haratin siguen concentrados en trabajos precarios que refuerzan su subordinación. La tierra, elemento crítico, está mayoritariamente en manos de familias bidan. Dado que la propiedad es requisito para la autonomía económica, la carencia de tierras condena a muchos haratin a continuar sirviendo a antiguos amos, a menudo sin cobrar salarios bajo el argumento de que “la familia” provee techo y comida.
Los movimientos sociales internos han desafiado este orden. La organización IRA-Mauritania, liderada por Biram Dah Abeid, ha denunciado casos de esclavitud y defiende reinterpretaciones igualitarias del islam. Sin embargo, el Estado ha respondido con detenciones, juicios y estigmatización mediática. Pese a ello, intelectuales haratin, juristas jóvenes y redes clandestinas de mujeres han producido un pensamiento crítico que articula memoria histórica, identidad colectiva y estrategias de resistencia cotidiana.
Ética comparada y desmantelamiento del sistema
El debate ético es complejo. Occidente tiende a condenar la esclavitud mauritana desde una superioridad moral que olvida sus propias estructuras raciales y su historia esclavista. Ese abolicionismo occidental puede convertirse en herramienta geopolítica, sobre todo en un país estratégicamente sensible para Europa por su posición entre el Magreb y el Sahel. Pero relativizar la esclavitud bajo el argumento de que “es cultural” sería una traición a la dignidad humana. El desafío reside en evitar tanto el relativismo complaciente como el paternalismo imperial. La vía más legítima es fortalecer las voces críticas internas, acompañar reformas estructurales y trabajar desde la soberanía epistémica local.
El desmantelamiento del sistema requiere acciones simultáneas: redistribución de tierras para romper la dependencia material; educación masiva de niñas haratin; tribunales especializados capaces de desafiar el poder tribal; reinterpretación religiosa que desautorice la herencia servil; y protección real para quienes denuncian. Ninguna de estas rutas es sencilla: todas chocan con intereses bidan profundamente arraigados y con el miedo estatal a desestabilizar alianzas tribales. Pero la transformación no es imposible: se observan grietas en la estructura, resistencias cotidianas, movilización urbana y un discurso haratin que cuestiona la fatalidad del estatus.
La persistencia de la esclavitud en Mauritania no es un resto primitivo sino una arquitectura compleja, reforzada por historia, economía, prestigio religioso y miedo a la ruptura comunitaria. Comprenderla exige mirar más allá de la categoría jurídica y adentrarse en la textura íntima donde la dominación se reproduce. Ahí, en la respiración cotidiana del desierto, se juega la disputa por la libertad, la integridad y la dignidad.













