El amanecer en Gaza City no vino con calma; vino con un mandato: evacuar el Hospital Jordano. La orden militar cayó como una sentencia colectiva sobre los pasillos inundados de oxígeno, sobre las incubadoras palpitantes, sobre los viejos con respirador, sobre las madres abrazadas a hijos inconscientes. Afuera, la ciudad aún ardía: torres convertidas en esqueletos de hormigón, calles convertidas en canales de polvo y sangre, drones y blindados marcando el horizonte. La gravedad de la instrucción —desocupar el hospital— no es burocracia: es amenaza directa contra la vida de los más vulnerables.
Dentro del Hospital Jordano permanecen centenares de personas: pacientes en estado crítico, electrodependientes, embarazadas, ancianos, niños con heridas abiertas, enfermeras y médicos que han decidido quedarse al lado de quienes no pueden moverse. Testimonios que han logrado escapar a la censura describen a profesionales de la salud optando por quedarse junto a respiradores y bombas de infusión cuando se les exigió salir. La pregunta se clava: ¿a quién se le ordena abandonar la vida?
La noche anterior dejó cifras que el mundo no puede maquillar. Los servicios médicos de Gaza informaron al menos 31 muertos, cuerpos recuperados en los distintos bombardeos dentro de Gaza City, mientras las columnas de blindados avanzaban y las demoliciones de edificios residenciales siguieron su ritmo de apocalipsis. Esa cifra —el máximo común verificado disponible—, es solo la arista más visible de un cataclismo que arrastra consigo a familias enteras.
Los relatos que llegan desde el terreno son fotografías sonoras: una madre que cubre con sus brazos a dos niños en una camilla improvisada en el pasillo; un viejo con tubo de traqueotomía cuyos ojos buscan a alguien que no puede recibir ayuda; una enfermera que prende con una linterna la pantalla de un monitor cuando el generador falla; hermanos que golpean el hormigón con los nudillos para llamar a los cuerpos que yacen bajo pisos que ya no existen. Cada imagen verbal es un grito. Crónicas de periodistas locales y de medios árabes cuentan el hallazgo de cadáveres entre escombros a pocos metros del hospital y de heridos que aún gritan bajo toneladas de hormigón, sin que los equipos de rescate —cuando llegan— puedan trabajar con seguridad.
La orden de evacuación no fue enviada a una casilla de correos: se transmitió por panfletos lanzados desde el aire y avisos militares, en medio de un paisaje donde las rutas están quebradas y las ambulancias a menudo no pueden moverse. Pedir a una ciudad que deje atrás sus hospitales equivale a pedir a la gente que deje atrás a los moribundos: no hay vehículos para trasladar a los dependientes de energía, no hay combustible para los generadores, no hay corredores seguros garantizados ni garantías de paso. El resultado probable —lo que ya se ve en el terreno— es el abandono forzado de los más frágiles o la decisión heroica del personal médico de quedarse a su lado, arriesgando la vida por la dignidad mínima y humana de una asistencia.
La lógica oficial no libera de responsabilidad: se argumenta que las operaciones buscan desarticular presencia militar enemiga entre la trama urbana. Esa afirmación no exime el deber absoluto de proteger a la población civil ni de respetar los principios del derecho internacional humanitario. Exigir la evacuación sin organizar y garantizar rutas seguras, sin asegurar ambulancias, sin facilitar combustible y sin proteger expresamente a los pacientes en movimiento constituye en la práctica una condena. Es un cálculo que pesa vidas como si fuesen fichas en un tablero estratégico.
Hoy, en Gaza City, hay cuerpos tendidos aún bajo escombros; son cientos, hay familias completas desaparecidas; hay mujeres y niños que murieron abrazados; hay ancianos que no alcanzaron a ser evacuados; hay electrodependientes a los que se les apagó la vida por falta de generador o por imposibilidad de moverlos; hay personal sanitario que ha decidido no obedecer una orden que equivaldría a dejar morir. Los testimonios describen escenas que la palabra tragedia queda corta para nombrar. Las cifras confirmadas documentan decenas de muertos (sólo los posibles de contar) en las últimas horas y daños repetidos a refugios y escuelas que servían de albergue para desplazados; pero las cifras reales, sabemos, son siempre peores porque el conteo queda atrapado por la guerra.
Denunciar esto no es retórica: es exigir responsabilidades. Hacer visible el infierno significa presionar para que se detengan las operaciones que ponen en riesgo la vida de quienes no combaten. Exigir corredores humanitarios efectivos con verificación internacional, exigir ambulancias protegidas, exigir combustible para generadores de hospitales, exigir listas públicas de quienes permanecen en cada centro sanitario, exigir la presencia de observadores independientes: son medidas urgentes que pueden salvar vidas ahora mismo. Lo demás es politiquería. Lo demás es complicidad silenciosa. Lo demás se llama genocidio.
Que quede claro: no nos andaremos con eufemismos. Lo que sucede en Gaza City, que hoy amanece con la orden de evacuar un hospital entero —dejando atrás a los que no pueden moverse o pidiendo al personal que los abandone—, es una decisión de consecuencias criminales. Decirlo es tan necesario como urgente. No hay inocentes en el papel que apunta a dejar morir por inacción organizada.













