Nunca imaginé que un personaje como Milei fuese elegido por los argentinos como presidente. Su discurso, su personalidad, sus apariciones y reacciones destempladas, junto a sus antecedentes escapaban a toda lógica, a toda racionalidad, a toda normalidad. Tenía todas las características del outsider, de quien va a contracorriente. Pero sintonizó con el contexto imperante, con la indignación y el profundo malestar imperante entre los argentinos que están con el agua hasta el cuello. Irrumpió con todo, se echó al hombro a la derecha tradicional, superando con creces a Patricia Bullrich, la candidata de Macri, y a Massa, el candidato del peronismo. Pocos, con dos dedos de frente, imaginaron su triunfo.

Ganó arremetiendo, con motosierra en mano, contra toda la clase política, contra la casta, no solo la peronista, también contra la casta macrista. Ganó emulando el discurso y la gestualidad de Hitler en los años 30 del siglo pasado, en Alemania, contra la república de Weimar, cuando la clase política se vio sumida en una crisis económica y social, expresada en una inflación desbordada que los partidos políticos de entonces se vieron incapaces de resolver. Ganó asegurando, enfatizando que el ajuste, el costo de sus políticas las pagaría la casta, olvidando que la casta nunca paga, que siempre es el pueblo quien paga el ajuste.

A poco más de un mes de asumir la presidencia argentina, Milei ha tratado de partir con todo, de disparar todos sus dardos de un viaje aprovechando que el peronismo está por los suelos, en riesgo de knock out. Ganó precisamente con el discurso de “que acá no caben las medias tintas ni gradualismo alguno”. Y pone como ejemplo al gobierno de Macri cuyo gradualismo lo terminó por esterilizar. De allí que se la está jugando por una política de shock, como la que aplicó en Chile el innombrable, hace ya 50 años atrás.

Una política de shock que los chilenos conocemos muy bien, que abra los mercados de par en par, que libere el comercio exterior de toda regulación, que recorte drásticamente el gasto público, excepto los asociados al poder armado -militar, marino y aviador- que garanticen los sagrados derechos de orden y propiedad. Una política de shock que se eche al bolsillo los derechos humanos, donde los dueños del factor capital dominen sin contrapeso alguno a los dueños del factor trabajo, esto es, los trabajadores.

Pero para eso se requieren poderes dictatoriales, o un congreso dócil, trabajadores sin capacidad de reacción, y una ciudadanía entregada. En eso están Milei y los argentinos: en la pulseada, en el gallito. En ver quien gana. En todo caso los argentinos pareciera que ya se están percatando que el ajuste no lo pagará la casta, ni la oligarquía, ni los poderosos de siempre, como creían cuando eligieron a Milei, sino que ellos mismos.

Por el momento Milei está pidiendo al congreso argentino que le den chipe libre para hacer y deshacer todo a su pinta, la de quienes están tras él. Es su primer escollo. Si no logra superarlo por las buenas, tendrá la tentación de hacerlo por las malas, pasando a llevar la institucionalidad democrática. Algunos dicen que es el clásico chanta, un charlatán de tomo y lomo, o un libertario anarquista. Los argentinos tienen la palabra.