Hace unos días me encontré con una amiga a la que no veía desde hacía ocho años. Pasamos unas horas juntas a orillas del lago Constanza, iluminado por luces eléctricas y luego por los rayos de una luna brillante.

Mi amiga y su pareja, ambos médicos, venían de Múnich, y mi pareja y yo tardamos solo media hora para llegar desde nuestra casa hasta el hotel a la orilla alemana del lago.

A pesar de que la historia de la humanidad se divide hoy en antes y después del Covid, conversamos fluidamente durante toda la velada sobre nosotros, nuestras vicisitudes cercanas y lejanas, las tendencias que observamos en el mundo, sin pronunciar en ningún momento las palabras Covid, vacuna, Ucrania, cambio climático y Palestina. No fue intencional, simplemente no surgieron.

Hablamos de nosotros mismos en profundidad, de lo que entendemos del pasado y de las perspectivas de futuro que, a pesar de la inestabilidad general, seguimos proyectando. Saber que quizá nada salga como nos gustaría nos ha enseñado a planificar con infinita flexibilidad. Hemos hecho interesantes observaciones sobre nuestra especie, este sapiens que a pesar de todo avanza, aunque con el total silencio de la prensa.

En los últimos ocho años, mi amiga y yo hemos hablado dos veces, pero en cuanto abordamos el tema de la «información», paseando por la orilla del Bodensee después de una cena ligera, no tuvimos la necesidad de muchas palabras para sintonizarnos.

El fenómeno es mundial y acelerado, la gestión monotemática de la información evita mostrar lo que ocurre en el planeta azul, pero aún no consigue silenciar la comunicación directa y en persona. El arsenal de herramientas para transmitir información que se ha desarrollado en las últimas décadas no puede reducirse rápidamente a un embudo que escupe una (preocupante) noticia cada vez con la misma perspectiva y utilizando a menudo expresiones idénticas. Hay información para todos los gustos y no es tan difícil encontrar todas las «verdades» a pesar del creciente control y la censura, ahora flagrante. A veces las noticias aparecen incluso sin pedirlas, según nuestros «gustos» preestablecidos. Y son tan contradictorias que al final ya no nos creemos nada.

Y eso quizá no sea malo. Cada vez son más los que ven este fenómeno y se distancian de las definiciones de «información oficial» y «desinformación». Ya son muchos los que están aprendiendo a «educar el algoritmo» para acceder a las distintas versiones y buscar su propia interpretación crítica de lo que ocurre. Otros están simplemente confundidos, y se sienten más identificados con la pérdida de control que con el control.

La sed de futuro que mueve a nuestra especie nos empuja más allá de los análisis de los telediarios, nos lanza a renovar el vínculo entre las personas, a intentar sentir el silencio del campo y el de la mente tranquila, a ver la naturaleza y su capacidad de crecer, a pesar de todo.

Bajo la impresionante luz de una luna llena que dibujaba las ondas del agua en la superficie del lago, renovamos el optimismo que nos distingue, y el aliento de la esperanza movió nuestras vestimentas y nuestros pensamientos en lo más profundo.

«¿Por qué, alma mía, esta esperanza?» (Silo)