Hace unos días compartí una investigación del Washington Post sobre la guerra de Afganistán (The Afghanistan papers- 9/12/2019) y un amigo comentó sobre la “ineptitud jerarquizada” del sistema. Esto ya me había llamado la atención hace más de 25 años (¿recuerdan el caso de Marcos en Filipinas?) cuando empezó el clamor generalizado por la corrupción. Ríos de tinta no lograron erradicarla.

En mis intentos de abordar la cuestión sin prejuicios veía que la corrupción no era tan grave como trastrocar los objetivos funcionales de las instituciones. Las instituciones, que nacieron para servir al ciudadano, en la práctica exigen ser servidas por él. El caso más absurdo y emblemático es, en lo personal, que estando obligado a pagar impuestos sobre mis ingresos, tenga que llenar declaraciones juradas mensuales diciendo que no los tuve cuando no los tuve.

Esto también lo puede advertir cualquiera que tenga que usar los sistemas informáticos estatales.

La perspectiva perceptual de los funcionarios, condicionada por su sueldo y su estabilidad en el empleo garantizados (en mi país, Argentina, ni siquiera se exige que sean alfabetos funcionales ni a nivel de presidente, Macri fue un ejemplo) se limita a sus intereses: trabajar en el horario asignado y si es posible tampoco dentro de él; no ser molestados y que se les guarde el debido respeto; no fastidiarse porque cometan errores; en fin, que no se altere su zona de confort (no puedo dejar de mencionar a Prescott Lecky, el psicólogo yanqui que parió ese concepto).

Este paisaje reducido a su vidita personal les hace perder la visión de para qué están, cuál es el sentido de la administración pública. Entonces, no hay interés por hacer las cosas bien, perfeccionarse, crecer en instrucción funcional. Se incorporan a las fuerzas armadas o de seguridad, al poder judicial, a la administración o al parlamento (allí la falta de idoneidad es la regla) por la seguridad del salario, no por vocación de cumplir una función social.

Paradigmático es el videíto que circula estos días y muestra a Trump diciendo que nadie podía imaginarse una pandemia como ésta que estamos viviendo y trascartón Obama, diciendo que un programa de prevención sanitaria es una inversión necesaria porque en 5 o 10 años puede darse una pandemia y para eso hay que estar preparados. Lo dijo hace 5 años, y lo montó. Trump desmontó no sólo ese programa sino el sistema de salud de Obama, ni bien asumió.

El estamento profesional privado también está para cumplir una función social y por eso está bien retribuido. Pero ese nivel económico que se adquiere, se convierte en objetivo personal y nubla el sentido de la función, prestar un servicio.

Trasladado al caso de la enseñanza, esto se convierte en una tragedia. Por todos lados se advierte la falta de formación y la falta de conciencia de esa falta, y la falta consecuente de la necesidad de remediarla.

Los profesionales (funcionarios o libres) son analfabetos políticos (tomando la política como un arte de construcción social), no tienen conciencia de serlo y por tanto, ven el mundo en función de ellos. Invierten el sentido de su actividad. Los lenguajes de las funciones sirven de etiquetas para identificar a su portador y resaltar su posición, mientras los hechos demuestran la ausencia real de significados.

Ante una violación constitucional como la del pedido del préstamo al FMI en 2018, que se hizo sin cumplir ninguno de los requisitos de la Ley de Administración del Estado, escuché decir a un destacado columnista en economía que ése era un problema neoliberal. La lectura ideológica también trastrueca y frustra las posibilidades operativas concretas, en el caso, la posibilidad de pedir la anulación y con eso mandar al freezer todo posible reclamo por unos años. Tampoco leí que se estuviera armando alguna demanda de anulación del préstamo, como si el Estado de Derecho no fuera relevante. Aun cuando existen razones políticas atendibles para limitarse a la renegociación en este momento, la lógica republicana exige que los actos de gobierno sean legítimos.

Los relatos funcionales operan ideológicamente velando la realidad, habría dicho Marx si hubiera nacido un siglo y medio después. Es que las mismas ideologías lo hacen por definición. Son los velos de ilusión que alientan la esperanza de los oprimidos y justifican la continuación de la opresión por otra minoría.

En síntesis, que se dice que se hace lo que habría que hacer pero en realidad, no.

Eso es trastrocar el sentido de las funciones sociales.

El corrupto cumple su función y se beneficia con ello, pero la cumple. El trastrocado es honesto porque no recibe nada por debajo de la mesa, pero organiza su función para sí y de ese modo mella la eficiencia institucional.

La corrupción es sancionable, claro está, pero está focalizada en los cargos altos, mientras que el trastrueque se ha generalizado de tal modo que alcanza todas las actividades y niveles sociales, carcomiendo la maquinaria institucional, sobre todo de cara al ciudadano supuestamente beneficiario.

Y no es posible abordar su solución con un criterio epidemiológico: ya se ha generalizado y los individuos no están inmunizados y menos advertidos de la enfermedad que portan. Porque la posición de los trastrocados es la expectativa de otros que querrían estar ahí y convalidan. Hace unos años se podía oír en la calle algunas frases populares muy reveladoras: “el que la tiene es porque se la ganó” y “si la ganó, que la disfrute”. No importaba cómo la ganó.

Volviendo al sentido originario de estos artículos, no se advierte que hay un imaginario correspondiente a cualquier práctica institucional trastrocado que se ha extendido a lo largo del ámbito del imaginario colectivo. De esa manera, en el caso de las “academias” por caso, se acepta que cualquiera diga cualquier cosa so color de cientificidad, mientras convalide el propio lugar en ese ámbito. La regla parece ser “yo te aplaudo, tú me aplaudes”. Lo mismo que comentan en las “Lessons learned” (lecciones aprendidas, el nombre que dieron a la investigación interna en el Pentágono) de la investigación sobre Afganistán mencionada arriba: el comandante que reemplazaba a otro se encontraba con un desastre que le habían dejado, so color formal de que se había cumplido la misión y, a su vez, le dejaba un desastre al que le sucedía informando haber cumplido su misión, y así siguiendo. Que es lo mismo que los empresarios de galletitas, por poner otro ejemplo, que para no aumentar el precio reducen el tamaño de los paquetes. O los estudiantes que estudian  algunos puntos de la materia a ver si embocan esos temas en el examen. Y así siguiendo, los casos de trastrueque, de contradicción o distorsión del sentido atribuído a una actividad, se multiplican a lo largo de la escala social.

¿Olvidé mencionar a las “fuerzas del orden”? Es que no sé si meterlas dentro del trastrueque actual porque históricamente, desde la Antigüedad, hicieron lo que se les antojaba. No es una epidemia, ya es un trazo genético.

¿Podría ser que no es un trastrueque sino la noción popular de que “el poder corrompe”? Puede ser una variación del sentido de esa frase. Pasa que la democracia distribuye poder y aquello se convierte en un fenómeno tan generalizado que se desdibuja la imagen del poder.

De manera paradigmática, el “America first” de Trump es lo mismo que el “Primero yo” que parece regir las relaciones sociales. Y en estos días, está claro que él cree que los EEUU y él son lo mismo, por eso la urgencia que tiene en retomar las actividades normales. Es lógico, sus negocios dependen de la circulación de gente. Trump se ha convertido en un símbolo de nuestro tiempo por su alcance. En Argentina lo vimos antes con Macri, y antes en Chile con Piñera. A Bolsonaro mejor no nombrarlo porque no califica ni para incorporarlo en esta lista de gente de “negocios” que se esfuerza en desmontar los servicios públicos del Estado que los benefició para crecer.

Pero se trata de casos individuales que toman sobre sí el peso social: son portadores de atributos reconocidos y valorados por sus acólitos. Lo grave de esos ejemplos no es que sean como son, sino que los aprueban y con eso se pone de manifiesto la epidemia mental que aqueja a nuestros pueblos.

En el caso de mis connacionales y en especial los porteños, “se las saben todas”. Creer que se sabe es el más pesado de los velos ilusorios que hacen a nuestro emplazamiento en la vida. Semejante lápida tiene anclaje corporal en la anestesia corporal que protege y alimenta el sufrimiento.

Aceptar que uno ignora y que eso no es un factor de demérito ante los demás, es una meta dura y difícil de alcanzar (doy fe que cuesta). Pero se puede en la medida que uno se permita aceptar que hay cosas que no se siente o disfraza por obra de la anestesia.

La anestesia sirve de condición a la ignorancia, y ésta de caldo de cultivo de la idiocia. O sea, son el combo que aqueja a los humanos de estos días.

Si se agrega la mala fe o la manipulación, tenemos el hijoputismo, generalizado en las esferas de poder. Y esa mala fe no es sólo tener intenciones torcidas sino saber que se las tiene. Sartre decía que una cosa es mentir, y otra la mala fe, saber que se miente.

Así que para aportar algo además de criticar, en las próximas notas mostraré como lucho contra la anestesia y la ignorancia en mí que, creo me ha salvado de la idiocia generalizada y me ha permitido crecer en el reconocimiento de lo humano.

 

Reconocer lo humano en otro es cultivar esa imagen con nuestra vivencia, trabajarlo con la imaginación viendo qué es lo que nos hace sentir la humanidad que somos, para poder reconocer esa humanidad en otres.

Mientras sentir lo humano en une y en otres sea un sentimiento escaso, nuestro futuro tiene pies de barro.