Ellas marcharon a Versalles y fue el inicio de la Revolución Francesa.

Marcharon en San Petersburgo y fue el inicio de la Revolución Rusa.


Marcharon en Buenos Aires y fue el principio del fin de la dictadura militar en Argentina.


Manifestaron en El Cairo y fue el fin de la dictadura de Mubarak.

Marcharon en Polonia por el derecho a decidir sobre su propio cuerpo y contra el absolutismo religioso

Marcharon en África por la Paz,

en Kurdistán por la libertad y el fin del patriarcado.

Marcharon en Brasil, en Washington y en miles de lugares contra la misoginia, el racismo y el fascismo.

Marchan hoy por el fin de la dictadura machista. Su triunfo será el inicio de una nueva humanidad.

La desigualdad por razón de género es un fenómeno generalizado en todo el mundo y se manifiesta en actitudes, normas, políticas y leyes negativas o discriminatorias que impiden a las mujeres y las niñas desarrollar sus capacidades, aprovechar las oportunidades, incorporarse a la fuerza de trabajo, desarrollar todo su potencial y hacer valer sus derechos humanos.

El embarazo y la crianza de los hijos pueden dar lugar a su exclusión de la fuerza de trabajo o disminuir sus ingresos. Las que carecen de medios necesarios para decidir si desean quedarse embarazadas, cuándo o con qué frecuencia, hacen frente a desafíos aún mayores. De allí que no poner trabas legales o de otro tipo a la interrupción voluntaria del embarazo no solamente es una cuestión de salud pública de primer orden, sino también un factor muy relevante para la equidad de género y la libertad de opción de las mujeres.

En 18 países los hombres pueden impedir legalmente a las esposas que trabajen fuera del hogar y de 173 países evaluados, 46 no disponen de leyes contra la violencia doméstica, y 41, en materia de acoso sexual.

La desigualdad salarial por razón de género en el mundo es del 23%, lo que significa que las mujeres ganan el 77% de lo que ganan los hombres.

Cuando las mujeres están empleadas, sus responsabilidades adicionales en relación con los cuidados y el trabajo doméstico suponen una jornada más larga que la de los hombres.[1]

La desigualdad entre géneros es multidimensional. La falta de acceso a educación en niñas limita el acceso a mejores remuneraciones y a formación sobre derechos de salud reproductiva, elevando las tasas de embarazos en edad adolescente, modificando a su vez las posibilidades de inserción laboral.

Por ello, el acceso universal a la atención de la salud reproductiva, por ejemplo, no sólo ayuda a garantizar los derechos reproductivos de las mujeres pobres, además, favorece la superación de las desigualdades en materia de educación e ingresos.

Frente al atropello de la discriminación, que tiene sus raíces en la instauración histórica de un sistema patriarcal, se ha levantado un proceso de liberación en busca de la equidad entre géneros. En su época más reciente, este proceso se ha acelerado desde finales del siglo XVIII en Occidente, en el que pueden reconocerse personalidades como Olympia de Gougues o Mary Wollstonecraft, representantes del “feminismo ilustrado”. Ellas lucharon para que las proclamas revolucionarias de “igualdad, libertad, fraternidad” fueran aplicadas también a la cuestión de género.

En el siglo siguiente, con la instalación de la revolución industrial, el feminismo adoptó las características de movimiento sufragista, con epicentro en Inglaterra y los Estados Unidos. El reclamo era dirigido a abolir las restricciones sociales y políticas de las mujeres, lograr el derecho al voto, a poder presentarse como candidatas en las elecciones, a ocupar cargos públicos y a afiliarse a organizaciones políticas. De ese modo, ocupando lugares de decisión, se pretendía modificar las prescripciones legales que impedían una igualitaria participación social.

Posted by Shirley C. de Blanco on Friday, 8 March 2019

La inclusión femenina en lo político y electoral se logró instalar a partir de la primera mitad del siglo XX, aunque todavía iniciado el siglo XXI quedan aún unos pocos reductos excluyentes y pese a los avances, una gran desproporción en los espacios ocupados.

En los años 60’ comenzó una nueva ola feminista cuyo objetivo era acabar con la desigualdad de hecho en el campo de la educación, el trabajo y luchar por la consecución de los derechos sexuales y reproductivos, derechos que fueron generalizándose aunque con marcada disparidad en las distintas culturas.

A ello se sumó una ofensiva por una revolución cultural, por la desapropiación de género, la desnaturalización del rol de reproducción y cuidado, la libertad de elecciones sexoafectivas, el derecho al placer y la definitiva eliminación de toda traba legal o de hecho que derive en desigualdad de opciones entre mujeres y hombres.

Esa revolución adquiere su máxima expresión en el momento actual, con la ampliación objetiva de la participación de la mujer en todos los campos y la emergencia de una nueva generación que se posiciona firmemente para desinstalar todo vestigio de patriarcado en el cuerpo legal, la organización y la conciencia social.

En la segunda década del nuevo milenio, el clamor de las mujeres contra la violencia física, contra el feminicidio, el acoso sexual y las violaciones, llena las calles del mundo masivamente. La jurisprudencia se amplía, la política se ve conminada a dar respuestas.

Como símbolo y aliciente de esta lucha, a fines de 2018 el premio Nobel de la Paz es otorgado a dos defensores de los derechos de las mujeres que luchan contra la violencia sexual, en particular en situaciones de guerra: Nadia Murad, de origen curdo jazidí y el Dr. Denis Mukwege, médico en la República Democrática del Congo.

Aún con distintas velocidades en las diferentes culturas, esta tendencia se instalará en todo el planeta empujada por la mundialización. Una conquista ineludible hacia una sociedad humanista.

[1] https://www.unfpa.org/es/swop#!/Aspects

Extraido de: Tendencias, Cuadernos de Formación política, Javier Tolcachier.