Irlanda está a punto de acudir a las urnas para celebrar un referéndum histórico. El próximo 25 de mayo, unos tres millones de personas serán llamadas a elegir sobre el aborto, una cuestión delicada para una sociedad en la que la identidad nacional está estrechamente vinculada a un catolicismo que es vivido profundamente. No es casualidad que la campaña electoral se haya basado en la oposición entre el clero y los partidarios de la libertad de elección, pero en realidad las posiciones son mucho más variadas. Las encuestas, que durante muchas semanas han dado ventaja a los defensores del aborto, ahora son más inciertas y el número de personas indecisas (alrededor del 40%) podría marcar la diferencia.

¿A favor de qué se vota?

El tema del referéndum será la derogación de la octava enmienda de la Constitución irlandesa, que garantiza al feto el mismo derecho a la vida que a la madre, haciendo que el aborto sea ilegal en casi todas las circunstancias. La interrupción del embarazo no está permitida en el país, ni siquiera en caso de violación, incesto o anomalía fetal. Las mujeres que practican abortos ilegales están sujetas a una sentencia de 14 años de prisión. Para escapar de esta ley, que data de 1983, cada vez más mujeres se ven obligadas a ir al extranjero para abortar (165 mil entre 1980 y 2015 sólo en Gran Bretaña), enfrentando costos económicos y -sobre todo- miedo, estigma social y la extrema soledad de tal elección. De hecho, la experiencia se hace aún más traumática por la necesidad de guardar el secreto, a menudo incluso a la familia. Las mujeres que abortan son consideradas culpables, y como tales deben pagar el precio del aislamiento social. No tiene mucho sentido que el feto esté deforme, que no tenga ninguna posibilidad de sobrevivir, y no hay ninguna buena razón para la legislación irlandesa: la vida del feto vale tanto como la de la madre. No importa cuál de los dos vive o muere.

El caso Savita

Sin embargo, la muerte de Savita Halappanavar, una dentista de origen indio, que murió de septicemia después de un aborto espontáneo prolongado en el Hospital Galway en octubre de 2012, ha conmovido las conciencias. Hubiese bastado con que los médicos intervinieran para interrumpir el embarazo y salvar su vida, pero se le permitió morir en el parto para cumplir con una ley absurda. El caso ha conmocionado a la opinión pública irlandesa. Así, en 2013, el parlamento aprobó un reglamento que permite el aborto en casos de riesgo comprobado para la vida de la madre.

Pero la intervención del Parlamento no puede ser suficiente si las escuelas irlandesas siguen enseñando que el aborto es un asesinato, si la educación católica insiste en el concepto de culpa (y un sentimiento de culpa ha llevado al suicidio a un número indefinido, aunque sensible, de mujeres que han recurrido al aborto), si la política todavía no considera a las mujeres como sujetos políticos de pleno derecho, es decir, capaces de tomar decisiones libres y conscientes. Porque prohibir el aborto, o limitarlo severamente, significa apoyar la idea paternalista de que una mujer no debe, no puede, decidir por sí misma. Por lo tanto, la batalla por la libertad del aborto también se convierte en una batalla por la libertad individual.

Europa, dos mil dieciocho

La Corte Suprema irlandesa, en marzo pasado, abrió el referéndum interpretando el cambio de sentimientos de un país que ya había dado luz verde al matrimonio gay en 2017. Si es derogada por el referéndum, la octava enmienda será sustituida por un texto redactado por el Parlamento que permitirá a las mujeres tener acceso a la interrupción voluntaria del embarazo dentro de las 12 primeras semanas de gestación, o más tiempo en caso de circunstancias excepcionales. Sobre todo, el aborto dejará de ser una cuestión moral para convertirse en una cuestión de salud, allanando el camino para futuras nuevas aperturas.

Los opositores del aborto, encabezados por cardenales católicos, han lanzado una campaña electoral masiva que gira en torno a las consignas tradicionales del clericalismo: pecado, asesinato, familia. Una visión tradicionalista y reaccionaria de las relaciones sociales y de las libertades individuales que, sin embargo, está encontrando un inesperado consenso en muchos países de Europa. Las mujeres son las primeras afectadas, sus derechos son los primeros en ser restringidos, pero este es un asunto para todos porque otros derechos podrían ser erosionados. La lucha por los derechos de la mujer es la trinchera de la libertad de todos.

Traducido del italiano por María Cristina Sánchez