Testimonio de un verano en Milán pasado con los prófugos que cada día llegan a la ciudad.

En estos meses de este largo y calurosísimo verano 2015, Bárbara y yo nos quedamos en Milán. Como tantos italianos, en estos tiempos, no tuvimos dinero para irnos y ni siquiera pensar en vacaciones, buscamos trabajo e intentamos hacernos pagar el trabajo realizado. En Italia, desgraciadamente ya es una práctica difundida el hacerte trabajar y no pagarte.

La ciudad, a diferencia de otros años, no se vació jamás. E incluso en medio de los meses tórridos de julio y agosto, las calles y las plazas estaban llenas de gente. No la gente que podía esperar la Asociación de los Comerciantes o de las cadenas de los grandes hoteles: ¡los turistas y los visitantes de la EXPO! No, ¡eso se vació!

Las muchas, muchísimas caras nuevas eran aquellas destruidas por el cansancio de hombres, mujeres, jóvenes, niños llegados a la Estación Central, llegados desde Eritrea, Siria, Irak, Somalía.

Refugiados. Que partieron a pie, por el mar, escondidos en los trenes o los camiones, enfrentando la violencia y los robos de los traficantes de humanos o de las policías de frontera. Escapados para eludir la muerte que puede propiciarles ISIS, las guerras, el hambre.

Refugiados. Al comienzo decenas, luego centenas y ahora miles de personas que no saben dónde ir, dónde escapar e incluso cuando llegan a alguna ciudad europea, más allá de la acogida de los “centros”, no saben dónde comer o dónde dormir; muchos no saben dónde se encuentran. Sólo saben que quieren irse, que quieren continuar su largo viaje hacia una esperanza y una libertad, hacia una tierra solidaria y de acogida que en esta realidad, en esta Europa, no existe y tal vez nunca existió. Hungría con sus muros, sus policías en las fronteras y sus “campos de concentración”, es sólo la página más trágica y delirante de una región tan rica como estúpida y sorda. (Nota: Desde hace cuantos años como humanistas venimos diciendo: esta no es una ola migratoria pasajera es un éxodo de dimensiones epocales. Fue en 1999 cuando dimos nuestra batalla contra los Centros de detención y la ley Bossi/Fin).

Ahora, más allá de esta Europa, independientemente de los Estados, de las administraciones, de las instituciones, de la misma presión mediática de los racistas que vomita cotidianamente insultos hacia quienes tienen necesidades y hacia quienes los ayudan, encontrar a estas personas abandonadas incluso del destino, cruzar con ellas miradas perdidas, nos hizo plantearnos de inmediato dos preguntas: ¿Qué hacer? ¿cómo romper el cerco más potente que cualquier muro creado por la violencia, la indiferencia, la impotencia?

Nos surgió la idea de que la Nación Humana Universal nace y se funda en cada uno de nosotros en el momento mismo en el cual no se da vuelta la cabeza y se decide poner el cuerpo y la propia energía en ayudar a otro, independientemente de su origen, religión, cultura, sexo, edad.

Nace en el momento en que dos personas – hasta ese momento “desconocidas” – deciden romper el esquema preestablecido, reconociéndose como hermanos, abrazándose y aplicando el principio de “trata a los demás como quisieras ser tratado”.

Comenzamos entonces por aplicar la regla de oro.

¿Qué necesitas? ¡Antes que nada, zapatos! Si, muchos caminaron decenas de kilómetros descalzos, con heridas en los pies. Por eso, por solidaridad el viernes 11 recién pasado hicimos la “marcha de los Descalzos”, en tantas ciudades de Italia y Europa.

Luego agua para lavarnos y beber, después una camiseta y un par de pantalones o una pollera para cambiarnos. Un poco de fruta y de pan…

Nos organizamos con nuestro viejo furgón Fiat-Dobló (¡que tiene más de 300.000 kilómetros de mudanzas y de solidaridad!), llamamos a algunos de nuestros amigos que, como nosotros, se habían quedado en la ciudad e hicimos la primera carga, luego otras.

La cosa importante fue: ¡recolectar y distribuir de inmediato! ¡Hacer fluir! ¡Lo contrario de acumular!

Y desde ese punto se desplegó la fantasía y la simplicidad: Bárbara fue donde dos panaderos amigos: “pasen esta tarde. Les puedo dar el pan que no se vendió”… En la tarde teníamos 20 kilos de pan y 10 kilos de pizza y focacce. (¿cuánto se descarta y se bota en una ciudad como Milán?!!).

Después…necesitaríamos llamar a casa, decirle a nuestra gente que estamos vivos. Una señora de una cierta edad, vestida dignamente pero evidentemente no rica, se nos acercó: yo no puedo hacer lo que ustedes están haciendo, yo no tengo todo lo que necesito, pero cada semana puedo dar 10-20-30€ para comprar una tarjeta telefónica, ¿puede servir?

¿Qué más pueden necesitar? Quisiéramos irnos de aquí, a Alemania, en Finlandia nos espera una parte de nuestra familia, pero no tenemos los 110 € que cuesta el pasaje… Y con otros voluntarios hicimos colectas con un mini-objetivo dentro de un micro-proyecto: adopta un lugar en el tren para un refugiado.

¡Por ahora hemos salvado a diez! Vestidos impecablemente, con nuestras camisas y nuestros pantalones, tal vez un poco anchos para ellos, se embarcaron en el tren. Y ya nos enviaron un sms: I’m save! I thank you! Uno desde Frankfurt, otro desde Oslo…

No somos muchos, el tiempo aprieta, el invierno está llegando. Ahora estamos recogiendo sweters de lana, corta-vientos, botas y zapatos de invierno. Allá, al norte, el frío es más frío. Y no quisiéramos que lo que no hizo el mar, no hicieron los esclavistas, no hizo el gobierno húngaro, lo venga a hacer ahora “el general invierno”, con sus vientos gélidos y la nieve silenciosa.

Estamos construyendo una red de voluntariado capaz de dar referencias claras y sin creear nuevos prisioneros ni nuevas dependencias. Hemos visto, de hecho, formas de ulterior especulación por parte de italianos o incluso de sus compatriotas que con la excusa de ayudarlos o simplemente porque hablaban su mismo idioma, se quisieron aprovechar para robarles el pasaje del tren o las pocas monedas recogidas con las colectas.

Desde abajo también está surgiendo la necesidad de saber qué está sucediendo dentro de los “centros” (muy a menudo centros de detención más que de acogida). Llegan noticias de cosas absurdas: alimentos que se terminan venciendo, que se dañan en la cadena de distribución, ropa y accesorios acumulada en las bodegas y no distribuida, condiciones de promiscuidad y de higiene al límite de lo tolerable, muchachos con heridas no curadas, intentos de fuga que son reprimidos con violencia.

Comenzamos a compartir los almuerzos, las cenas, descubrimos su forma de saber esperar en la cola, con paciencia mientras se cuentan sus historias, sus estudios, sus trabajos, sus talentos.

En un rincón alguno toca un instrumento que sobrevivió al viaje o fue regalado por alguien; descubrimos que bailar y cantar da alegría y hace reír.

Y ahora qué necesitan: una pelota. Y Bárbara entra a un negocio de artículos deportivos y sale con una pelota de cuero verdadero, inflada. Y comienza eso que siempre ha unido a los pueblos. El campeonato mundial: Italia vs Siria, Eritrea vs Irak.

Y ahora qué necesitan: ¡poderlos ayudar! Dame la posibilidad de ayudarte, yo puedo ser mecánico, yo carpintero, yo puedo ir a comprar lo que necesite algún anciano. Y así sucede que un joven de Siria, estudiante de derecho en Damasco y ahora en fuga hacia Alemania, logra ayudar en una mudanza que le permite ganar 30€. Con este dinero decide hacer compras de almacén para quien le había donado la ropa y una tarjeta telefónica.

¡Reciprocidad! Se llama reciprocidad entre seres humanos.

Hemos descubierto que también los muchos o pocos voluntarios “necesitan ayuda”, no material, de objetos o cosas, sino de sostén psicológico/existencial para superar el vértigo continuo de impotencia, generada por el abismo entre lo que habría que hacer y lo que de verdad se alcanza a hacer.

El punto entonces es no quedarse mirando el paisaje humano devastador, sino retomar el sentido de salvar aunque sea sólo a una persona. Sí, tal como dice el Corán o el Talmud: quien salva a una persona, salva a toda la humanidad.

Esta ha sido nuestra actividad en este verano en Milán y pensamos que en tanto las fuerzas nos lo permitan, seguirá siendo nuestra actividad principal como “humanistas en el mundo”: una hora al día o incluso menos, multiplicado por todos los que fuimos a la manifestación del viernes pasado, podríamos ofrecer una fuerza de una potencia inigualable y absolutamente irreverente respecto de las leyes, decretos, reglamentos de policía.