Por Florent Marcellesi

Decía Jean Monnet, uno de los padres fundadores del proyecto europeo, que Europa evoluciona hacia mejor a través de sus crisis. Sin embargo, nada hoy presagia un final feliz para la Unión Europea que se adentra peligrosamente en una lenta agonía frente a la necesidad de reinventarse.

No todo está perdido. Según el último Eurobarómetro de junio del 2013, todavía predomina en Europa un respaldo mayoritario a la Unión Europea. No obstante, y especialmente en los países del Sur europeo más tocados por la crisis, el sentimiento europeo conoce una erosión paulatina preocupante. Por ejemplo, a la pregunta de si “es bueno para España el hecho de ser miembro de la UE”, en 2013 el 47% contesta que sí, contra el 51% en 2012. En cuanto a si “¿se ha beneficiado España de su pertenencia a la UE?”, el 50% contesta afirmativamente en 2013, contra el 59% en 2012.

Esta evolución no nos tendría que extrañar: la crisis económica afecta a la convivencia europea desde dos dinámicas distintas, ambas con efectos devastadores. Por un lado, ante tanta desesperación por la situación económica y social, se busca de forma inconsciente o no un chivo expiatorio. Obviando que gran parte de las orientaciones estratégicas europeas las toman los propios gobiernos nacionales, la UE —es decir “el otro”, ya sea el alemán para el español, o el español para el alemán— es el culpable ideal. De esta idea se alimentan los populismos y la extrema derecha, que asoman peligrosamente la cabeza en toda Europa, y aún más de cara a las elecciones europeas del 2014. Por otro lado, los planes de austeridad cocinados por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) son respuestas equivocadas a una situación de emergencia, y tienen como efecto más recesión, más paro, más pobreza, menos justicia y menos sostenibilidad. Sobre todo, pone de relieve que no podemos construir Europa desde una perspectiva principalmente económica e impuesta desde arriba.

De hecho, desde que nació el proyecto europeo, la construcción democrática de Europa va a remolque de la construcción económica y tecnocrática. Hasta tal punto que tanto en la zona euro como en España, la moneda única, el euro, es el elemento considerado como más importante de la identidad europea. Si bien refleja que el euro va más allá de lo económico y es al mismo tiempo un fuerte símbolo de integración, también refleja que los intereses de los capitales, servicios y bienes han primado sobre los intereses de las generaciones presentes y futuras. En paralelo, el amontonamiento sucesivo de tratados ha supuesto un aumento constante de la complejidad de las estructuras europeas. Esta complejidad se ha transformado a su vez en un laberinto incomprensible y lejano para la ciudadanía de a pie así como en un poder descomunal para los pocos que controlan los entresijos institucionales europeos.

Europa puede elegir un camino alternativo. Para seguir imaginando un futuro común en una Europa social, solidaria y sostenible, podemos remediar de una vez el pecado original de la Unión Europea: su edificación desde arriba, desde lo económico y sin participación social sustancial. Al revés: Europa puede erigirse desde abajo, desde las necesidades reales de sus 500 millones de habitantes y dentro del contexto de finitud del planeta. Los nuevos padres y madres fundadores del ideal europeo son los hombres y las mujeres de la calle. El nuevo protagonista es la ciudadanía. Frente a la Europa de los Estados y de los mercados, necesitamos por tanto una Europa ciudadana y de lo común donde la legitimidad democrática prime sobre la fría eficacia institucional y mercantil. Necesitamos reforzar el Parlamento Europeo, sus prerrogativas y sus ámbitos de decisión, y potenciar más las Iniciativas Ciudadanas Europeas. Pero ante la situación extraordinaria que vive Europa, necesitamos dar un paso más y apostar por un proceso constituyente donde la ciudadanía europea decide qué Europa quiere para hoy y mañana, sus reglas comunes y el sentido de la construcción europea.

Poner en marcha este proceso a nivel continental supondría la convocatoria de una Asamblea Constituyente Europea. Las personas de esta asamblea tendrían que ser elegidas directamente por la ciudadanía europea, representando su diversidad ideológica y geográfica y sin que pertenezcan a otra institución política de ámbito europeo. En un plazo no superior a un año, su objetivo central sería definir y redactar una Ley Fundamental para Europa, es decir una Constitución Europea de verdad. Se trataría de un texto muy corto y simple, no más de veinte páginas, que plasme los derechos fundamentales de la ciudadanía y los mecanismos institucionales básicos de la Unión Europea: ¿quién decide?, ¿qué se decide?, ¿quién controla a quién? y ¿quién designa a quién? A diferencia del fallido Tratado Constitucional de 2005, solo incorporaría derecho primario, ninguna política económica, social o ambiental concreta. A diferencia también de la Convención que redactó el texto de 2005 y que favoreció el consenso de mínimos y el bloqueo constante, los miembros de la Asamblea Constituyente tendrían la potestad para votar de forma simple en su seno y arbitrar disensos.

Además, su trabajo sería transparente y abierto a la participación de la sociedad civil. Al igual que se hizo en Islandia, se retransmitirían los plenarios y comisiones a través de las nuevas tecnologías y se recibirían las aportaciones de la sociedad civil europea (Congreso Transparente es una iniciativa prometedora en este sentido). Al final de este proceso, esta Constitución tendría que ser legitimada y aprobada por la ciudadanía europea, desde su doble vertiente tanto de “pueblo europeo” como de “pueblos de Europa”. Eso pasaría por una doble ratificación: de la ciudadana a través de un referéndum europeo en una circunscripción única (lo cual no está prohibido por los tratados actuales) y de una mayoría de territorios (es decir la mitad más uno de los Estados miembros).

Esta propuesta es ambiciosa y sin duda arriesgada. Aunque lo es mucho menos que la vía populista que se avecina, cuya única señal común de identidad es el odio al otro y que representa un serio peligro para la paz en nuestro continente. También nos debilitaría justo cuando más necesitamos una Europa fuerte y democráticamente unida para frenar el poder de las multinacionales y luchar contra los paraísos fiscales o el cambio climático. Además, esta propuesta cuenta con fuertes factores de éxito. Primero, la crisis ha provocado de forma paradójica que cuando más esté amenazada Europa, más se hable de ella. En estos momentos de bifurcación histórica, todas las opiniones públicas de la UE hablan de lo mismo al mismo tiempo (la crisis económica, la Troika, el futuro de Europa, etc.), lo cual es una condición sine qua non para la creación de un espacio público europeo. Segundo, esta propuesta es susceptible de federar a un gran espectro político, además recogiendo las legítimas críticas de las personas y colectivos transformadores que se opusieron al Tratado Constitucional del 2005: se trata de elaborar un texto revisable y sin políticas concretas. Tercero, hay un grito potente desde abajo que reclama más democracia directa, más participación, más transparencia. La Asamblea Constituyente Europea es un revulsivo potente, con posibilidad de convertirse en una de las medidas estrella respaldada por una mayoría política y social plural a nivel europeo.

Hasta ahora, Europa se construía desde las élites y en base a la indiferencia ciudadana. Desde el inicio de la crisis, se escribe su futuro al ritmo del escepticismo reinante. Si queremos que Europa evolucione hacia mejor, construyámosla desde la ilusión democrática y ciudadana. Es la mejor garantía para que Europa esté al servicio de las personas y del planeta.

http://florentmarcellesi.wordpress.com/2013/09/17/hacia-una-asamblea-constituyente-europea/