Más allá del juego de palabras al que se prestan los apellidos de los presidentes de Argentina, Francia y Brasil, los tres coinciden en impulsar reformas laborales que con el discurso de llevar el mercado laboral a la modernidad del siglo XXI, harán retroceder a los trabajadores al siglo XIX.

En julio 2017 el Senado de Brasil aprobó la reforma laboral impulsada por Michel Temer, que implica un retroceso a los tiempos de la Revolución Industrial. La posibilidad de acordar condiciones laborales por sector, por empresa, e incluso por individuo, dejará a los trabajadores indefensos frente al poder empresarial, que podrá explotarlos a su antojo, sin que los sindicatos puedan impedirlo. En esa situación de indefensión, reformas tales como las vacaciones fraccionadas, la jornada intermitente, el contrato por proyecto, las facilidades para despedir y volver a contratar, y hasta la posibilidad de que las embarazadas realicen tareas insalubres, arrojarán a los trabajadores a un mercado laboral de salvaje explotación.

Por su parte Emmanuel Macron, prepara una serie de reformas por la vía rápida de las ordenanzas, las que seguramente serán aprobadas en una Asamblea Nacional que ya le otorgó los poderes para actuar. La situación política no será fácil, ya que tales reformas deberán enfrentar la férrea oposición de la Francia Insumisa liderada por Jean-Luc Mélenchon y las centrales obreras más combativas. Pero con mayoría en la Asamblea, y la predisposición a negociar de la mayor central obrera, seguramente se aprobarán las reformas. Así se podrán homologar negociaciones sectoriales por encima de los convenios laborales, debilitando enormemente la posición de los trabajadores. Será más fácil despedir y volver a contratar en peores condiciones, temporariamente y con salarios a la baja. Todo ello con el discurso de impulsar el empleo para que Francia salga de su estancamiento.

En cuanto a Mauricio Macri, aunque no ha presentado aún su reforma laboral para no perder votos en las elecciones de octubre próximo, es un secreto a voces que luego de estas elecciones legislativas, y sobre todo si consigue un buen resultado, impulsará reformas similares a las de Brasil y Francia. Desde hace tiempo, tanto el presidente como sus funcionarios, y el conglomerado de medios de comunicación que lo apoya, vienen sugiriendo que para que Argentina sea competitiva en el mercado internacional, hay que bajar salarios y reducir el costo laboral de las indemnizaciones, las horas extras, los seguros de riesgo de trabajo, las contribuciones patronales, y todos los beneficios que los trabajadores lograron conquistar a lo largo de décadas. La demonización que se viene haciendo de los sindicatos y de los abogados laboralistas, muestra a las claras que se está preparando a la opinión pública para luego justificar una reforma laboral similar a la de Brasil, dejando a los trabajadores en situación de indefensión frente al poder de chantaje de los empresarios, sin el respaldo sindical, en un mercado laboral totalmente flexibilizado, y sin la posibilidad siquiera de acudir a la justicia, ante el riesgo cierto de tener que pagar las costas en los juicios cada vez que la justicia les falle en contra.

En Argentina ya tuvimos esta experiencia en la década de los 90, cuando el gobierno neoliberal de entonces flexibilizó las condiciones laborales y redujo las contribuciones patronales, con el argumento de que así los empresarios contratarían más trabajadores, y llegarían inversiones desde el exterior. El resultado fue precisamente el inverso: la desocupación aumentó y los ingresos de los trabajadores se redujeron. Las empresas despedían a sus trabajadores más antiguos, y los reemplazaban por otros con contratos más precarios.

No cabe duda de que todas estas reformas laborales llevan a un deterioro en las condiciones de los trabajadores. Pero tal vez algunos crean que son un “mal necesario” para poder generar más empleos, más inversiones, y así recuperar un sendero de crecimiento económico que en el largo plazo beneficie a todos. Pero los únicos beneficiados serán siempre las grandes empresas que aumentarán su rentabilidad. Ya lo explicaba Naomi Klein en su libro “No logo”; cómo las grandes marcas han ido deslocalizando y tercerizando su producción hacia “paraísos laborales e impositivos”, minimizando sus costos. Todo este proceso que acompañó a la globalización, fue generando lo que se conoce como “carrera hacia el fondo”, o “race to the bottom”, fenómeno por el cual diferentes países y hasta regiones dentro de cada país, compiten para ver quien flexibiliza más las normas laborales y quien baja más sus impuestos, para así ser bendecidos por la inversión extranjera. Así surgieron las maquilas en México y Centroamérica, y así se replicaron condiciones laborales del siglo XIX en Asia y América Latina. Se podrá decir que de alguna manera esto benefició a poblaciones que no tenían alternativas, y mejoró el ingreso per cápita en China, India y el sudeste asiático. Otros dirán que por ello se perdieron puestos de trabajo de calidad en Europa y USA. Ambas cosas son ciertas, y generan una contradicción de difícil solución, frente a la cual algunos países optan por volverse más proteccionistas, y otros por acelerar esa “carrera hacia el fondo” bajando impuestos y salarios.

El problema fundamental es que el poder económico se ha apropiado del avance tecnológico. De ese modo la mayor productividad y la robotización han aumentado las ganancias de las grandes empresas, mientras que las personas cuyo trabajo va siendo reemplazado por la tecnología, quedan desocupados y marginados. Pero además, no solamente los trabajadores son víctimas de la concentración de la renta; también las pequeñas y medianas empresas son explotadas por un mercado despiadado manejado por quienes controlan las patentes, los circuitos de comercialización, la financiación, y los insumos estratégicos. Las pequeñas y medianas empresas, que en definitiva son las que mayor cantidad de trabajadores emplean, a menudo quiebran porque no pueden competir con los gigantes, o son obligadas a competir entre ellas como proveedoras de las grandes marcas, bajando sus costos al máximo. Por tal motivo la puja distributiva ya no puede plantearse simplemente en los términos de la relación empresario-trabajador, porque tienen cada vez más restringido su margen de maniobra en un mercado manejado por los grandes pulpos. Dadas así las cosas, si asumiéramos con resignación que tales condicionamientos no pueden modificarse porque están fuera del alcance, es comprensible que muchos políticos, sindicalistas, empresarios y trabajadores, crean que la única alternativa es bajar los costos laborales, para sobrevivir al mercado. La realidad es que ese mercado no está guiado por esa sabia mano invisible que imaginaba Adam Smith, sino que está manipulado por la garra depredadora del poder económico concentrado, cada vez más invisibilizado en la intrincada red de la economía global.

Como decíamos antes, si bien la deslocalización productiva de la globalización, terminó mejorando la situación de los países que contaban con mano de obra barata, y perjudicando a los trabajadores de los países industrializados, la solución no será nivelar hacia abajo. Si los países industrializados como Francia, o los medianamente industrializados como Brasil y Argentina, flexibilizan sus condiciones laborales, iniciarán una vertiginosa “carrera hacia el fondo”, que solamente servirá para empobrecer a los trabajadores, y hasta es probable que la explotación de algunos les quite posibilidad de trabajo a otros, aumentando el desempleo. Porque nunca lograrán competir con los salarios de China o India, donde aún hay un gran ejército de desocupados dispuestos a trabajar por salarios miserables. Y a cambio de eso el mercado local se deprimirá por la caída en el consumo ante la baja del poder de compra de los salarios.

No se trata de volver al proteccionismo de otros tiempos; pero tampoco se trata de caer en la vorágine de una feroz competencia entre los trabajadores del mundo. Se trata de hacer acuerdos entre países para que mediante reformas tributarias se le ponga fin a la dictadura del Capital Financiero Internacional, sacándolo de sus cuevas en paraísos fiscales, obligando a que las formidables ganancias de las grandes empresas se reinviertan en la creación de nuevas fuentes de trabajo, en lugar de ir a la especulación financiera. Se trata de que, si bien es necesario modernizar ciertas modalidades de trabajo, adecuándolas al permanente avance tecnológico, tal modernización no puede ser sinónimo de precarización laboral, sino todo lo contrario. Se trata de que los avances tecnológicos dejen de ser monopolizados por unos pocos, y pasen a formar parte del patrimonio humano, y así lograr que sus beneficios no vayan a engrosar las arcas de los poderosos, sino a financiar la reducción de la jornada laboral con igual remuneración; o la creación de una Renta Básica Universal. Claro que resultará difícil para cada país por separado pensar en soluciones globales fuera de su alcance; por eso será necesario comprender la inutilidad de las soluciones aisladas, como lo son estas reformas laborales, y comenzar a pensar en articularse internacionalmente para luchar contra un poder que trasciende las fronteras e impone las condiciones del mercado.