Cuando el miedo se convierte en política, socava el Estado de derecho. La respuesta de Eslovenia al asesinato de Aleš Šutar es una advertencia para Europa.
Cuando el miedo reemplaza a la razón, la democracia comienza a resquebrajarse. La respuesta de Eslovenia al asesinato de Aleš Šutar en Novo Mesto ha demostrado la rapidez con que la justicia puede ceder paso a la ira, y cómo la búsqueda de control por parte de un Estado puede socavar sus propios cimientos. Lo que comenzó como un proceso penal se ha convertido en un espejo para Europa, que muestra que cuando el miedo se convierte en política, no gobierna, sino que destruye el Estado de derecho.
Un hombre fue asesinado y un país perdió la cordura. El caso de Aleš Šutar debería haber permanecido en manos de los Tribunales. En cambio, se convirtió en un tema de dominio público. En cuestión de horas, la identidad romaní del sospechoso ocupó los titulares, y la narrativa reemplazaba las pruebas. Los presentadores de televisión competían en indignación; los ministros dimitían para mostrar su responsabilidad; y las multitudes coreaban consignas racistas: «Basta de violencia gitana«.
Un proceso penal se convirtió en un teatro nacional. El duelo se inspiró en el guion. El miedo se convirtió en política. Para los romaníes, esta historia no es nueva. Cada vez que el poder se tambalea, busca un blanco conocido como chivo expiatorio. Así, en 1942, los romaníes de Dolenjska fueron deportados a los campos de Rab y Gonars. Casi todos fueron asesinados. En 2006, la familia Strojan fue expulsada de Ambrus mientras la policía «ponía orden». En 2009, Silvo Hudorović fue golpeado hasta la muerte; en 2019, una casa de romaníes fue incendiada y, en 2022, jóvenes fueron atacados en Murska Sobota. Cada década deja cicatrices y silencio.
El miedo es una política barata en términos de responsabilidad. Cuesta menos que las reformas y proporciona más tiempo en pantalla que la competencia en resolver los problemas. Novo Mesto, el epicentro de estos disturbios, se encuentra en una región donde los romaníes estaban presentes incluso antes de que existiera el Estado, que hoy cuestiona su existencia. Documentos del siglo XV describen a comerciantes y artesanos romaníes en los mercados, conectando ciudades y mucho antes de que Eslovenia tuviera fronteras. De esos mismos valles, en 1942, casi todos los romaníes fueron deportados a campos fascistas. Pocos regresaron. Sus descendientes reconstruyeron la misma economía que hoy los excluye.
Cuando Yugoslavia colapsó, los romaníes que habían construido sus fábricas y reparado sus carreteras se convirtieron en ciudadanos de países que ya no los querían. Eslovenia ingresó en la UE con ambiciones democráticas, pero también con temores identitarios. Estos temores se tradujeron en medidas administrativas. Desde 2010, se han adoptado tres planes nacionales para la «integración de los romaníes» que prometen igualdad, pero que al mismo tiempo institucionalizan la vigilancia. Los asentamientos romaníes son clasificados como «riesgo de seguridad». Los presupuestos para la integración son gestionados por la policía y los servicios sociales. Así, la igualdad es tratada como una amenaza.
Pocos días antes del asesinato, Eslovenia, durante su presidencia de la UE, fue anfitrión de la cumbre MED9 y se presentó como progresista, innovador e inclusivo. Ursula von der Leyen y el Rey Abdullah II elogiaron su diplomacia de la apertura. Una semana después, las calles se llenaron de consignas de odio y violencia. Este contraste no es una contradicción, sino parte de una coreografía: cosmopolitismo de escaparate para la exportación, y chivos expiatorios para consumo interno.
En una Europa donde los romaníes superan en número a los eslovenos en una proporción de seis a uno, el trato que Eslovenia dispensa a sus ciudadanos romaníes no puede ser considerado un asunto provincial. Refleja un hábito continental: gobernar la incertidumbre proyectándola sobre los más desprotegidos.
El miedo en Eslovenia no es espontáneo. Se gestiona como una partida presupuestaria. Los políticos lo utilizan para unir a un electorado dividido, las burocracias lo traducen en propuestas de proyectos y los Medios de comunicación lo venden cada noche en Prime Time. El miedo se refleja en los datos, en forma de encuestas, índices de audiencia y fondos presupuestados. Alimentando la economía de la indignación, donde la indignación sale más barata que las verdederas reformas.
Bruselas también contribuye a perpetuar este círculo. Durante veinte años, la UE ha evaluado la ‘inclusión’ en salas de conferencias, no en la seguridad ciudadana. Los informes se suceden, haciendo un balance moral estéril que no cambia la realidad política. Así, un sistema creado para fomentar la igualdad termina financiando, irónicamente, su propia quiebra.
Detrás de cada titular hay un hogar. En Žabjak, una mujer clava tableros de contrachapado en sus ventanas. En Brezje, un niño borra su foto de las redes sociales. Los padres mantienen a sus hijos en casa, mientras los mayores escuchan el eco de noches pasadas en las que el silencio cedió ante la violencia.
El Estado ya no necesita decretos para aislar a los romaníes —esa tarea la cumple la inseguridad. Sin embargo, en esta inseguridad reside la capacidad más antigua de los romaníes: la reconstrucción. Cada vez que Europa ha intentado borrarlos, ellos han levantado una nueva comunidad con los restos. La resistencia no es resignación, sino conocimiento —la competencia cívica que Europa ha perdido, mientras los romaníes han aprendido a vivir con las fallas del Estado.
La justicia para Aleš Šutar y la seguridad para los romaníes no se excluyen mutuamente. Ambas son igualmente la medida de la estabilidad de Eslovenia. La justicia requiere pruebas, no emociones. La seguridad requiere protección igualitaria, no culpa colectiva. Cuando la ley se vuelve selectiva, la autoridad se vuelve temporal.
Si Eslovenia quiere volver a los cimientos sobre los que se construyó su democracia y cumplir con las obligaciones contraídas al adherirse a la Unión Europea, deben suceder varias cosas. El asesinato de Aleš Šutar debe ser investigado completa e imparcialmente, libre de influencias políticas y prejuicios étnicos. El gobierno debe condenar públicamente los discursos de odio y las acusaciones de culpa colectiva contra los romaníes, y reafirmar que la igualdad ante la ley es innegociable. La seguridad de los romaníes debe garantizarse mediante una protección visible y efectiva dondequiera que surjan amenazas o intimidaciones. Este proceso debería acompañarse de una supervisión independiente a cargo de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y de la Comisión contra el Racismo y la Intolerancia del Consejo de Europa. Así se puede garantizar que las instituciones eslovenas actúen de conformidad con las obligaciones de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE. Y, finalmente, la rendición de cuentas debe abarcar todos los niveles de gobernanza. Los funcionarios que hayan normalizado la hostilidad o no hayan impedido su propagación deben afrontar su responsabilidad política y legal. Estas no son medidas extraordinarias, sino los requisitos mínimos para la credibilidad de cualquier Estado miembro que afirme defender el Estado de derecho en Europa.
Los romaníes llevan seis siglos viviendo en suelo esloveno y han sobrevivido al fascismo, al socialismo y a la transición. Han dominado lo que los Estados nunca logran: cómo sobrevivir al colapso sin reproducirlo. La supervivencia romaní no es un fenómeno folclórico, sino una memoria política —una prueba de que las leyes solo tienen significado cuando son compartidas por todos. Si Europa quiere redescubrir lo que significa la civilización, debería empezar por aprender de los más desatendidos. El poder no se basa en el control, sino en el cuidado.
Eslovenia se encuentra ahora ante una disyuntiva: pragmatismo o la defensa de sus principios democráticos. Puede seguir gobernando mediante el miedo o restaurar su legitimidad en el espíritu de las Leyes. La justicia para Aleš debe ser completa y justa, y la protección para los romaníes debe ser igual de real. Estos no son caminos paralelos, sino el mismo camino de regreso a la democracia. Los Estados no se desmoronan por invasiones, sino que se erosionan desde dentro cuando la confianza entre ciudadanos y ley desaparece. Esta erosión ya tiene un rostro: el de los romaníes. Ellos han soportado el peso de las promesas incumplidas de Europa y, sin embargo, son la prueba más constante de su resiliencia. Su seguridad decidirá si Eslovenia —y con ella Europa— aún recuerda lo que significa ser civilizado.
Por Mensur Haliti, fundador de la Fundación «Romaníes por la Democracia»
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La traducción del italiano fue realizada por Kornelia Henrichmann del equipo de traducción voluntario de Pressenza.¡Buscamos voluntarios!













