Por: Michelle Ellner
Cuando el Presidente Trump anunció que la CIA había sido autorizada para realizar operaciones dentro de Venezuela, justo cuando drones estadounidenses atacaron otra embarcación pequeña frente a la costa de Venezuela, pocas personas en Estados Unidos se dieron cuenta de que gran parte de esta militarización comienza en el suelo de una tierra a la que se le niega su propia soberanía: Puerto Rico.
La Isla que ha vivido bajo dominio estadounidense desde 1898, está siendo utilizada una vez más como plataforma para el militarismo coactivo de EE.UU., esta vez para la más reciente narrativa de «guerra contra las drogas» de Washington, encubriendo una campaña de coerción contra los gobiernos independientes o «divergentes» en América Latina.
Después de invadir Puerto Rico en 1898, Estados Unidos rápidamente convirtió la isla en un puesto militar estratégico: el «Gibraltar del Caribe», con bases navales en Ceiba, Roosevelt Roads y Vieques diseñadas para dominar el Caribe oriental y proteger la nueva arteria del imperio: el Canal de Panamá.
Desde la Primera Guerra Mundial en adelante, los puertorriqueños fueron reclutados para cada gran guerra de EE. UU., luchando y muriendo por una bandera que todavía les niega plenos derechos de ciudadanía. Mientras tanto, las tierras y aguas de la isla fueron expropiadas para campos de tiro, entrenamiento naval y operaciones de inteligencia.
Durante seis décadas, la Armada de EE. UU. utilizó Vieques como campo de pruebas de fuego real, arrojando millones de libras de explosivos y municiones, incluyendo napalm y uranio empobrecido. El resultado fue una devastación ambiental y una de las tasas de cáncer más altas de la región. Fue necesario un movimiento masivo de desobediencia civil para finalmente obligar a la Armada a salir en 2003.
Esa victoria demostró la capacidad de los puertorriqueños para la resistencia organizada, pero las estructuras del imperio nunca desaparecieron.
Dos décadas después, esas mismas bases y pistas de aterrizaje están siendo reactivadas. En 2025, Washington expandió silenciosamente las operaciones militares en la isla, desplegando cazas F-35, estacionando aviones de patrulla marítima P-8 y rotando unidades de Marines y Operaciones Especiales a través de puertos y aeródromos puertorriqueños. La justificación oficial son «operaciones antinarcóticos», pero el momento y la escala apuntan a algo mucho mayor: una acumulación militar regional dirigida contra Venezuela.
La agresión se ha extendido ahora a Colombia, donde Trump ha cortado toda la ayuda estadounidense y ha acusado al Presidente Gustavo Petro de ser un «capo narcotraficante». El anuncio se produjo solo días después de que el presidente colombiano denunciara los ataques de drones estadounidenses frente a la costa de Venezuela, uno de los cuales, advirtió, alcanzó a un buque colombiano y mató a ciudadanos colombianos. En lugar de rendir cuentas, Washington respondió con insultos y chantaje económico.
La designación de la administración Trump de un «conflicto armado no internacional con los cárteles de la droga» da cobertura legal para ataques con drones y misiones encubiertas lejos del territorio estadounidense. El estatus colonial de Puerto Rico lo convierte en la plataforma perfecta: un lugar donde el Pentágono puede operar libremente sin debate en el Congreso ni consentimiento local.
Para los puertorriqueños, esta militarización no es un tema abstracto. Significa más vigilancia, más riesgo ambiental y un enredo más profundo en guerras que nunca eligieron. También señala un retorno a la misma lógica imperial que convirtió a Vieques en un campo de bombardeo: usar territorio ocupado para proyectar poder en el extranjero.
Puerto Rico sigue siendo la colonia más antigua del mundo moderno, un «territorio» estadounidense cuyo pueblo son «ciudadanos» pero no soberanos. No pueden votar por el presidente, no tienen senadores y poseen solo un representante simbólico en el Congreso. Esa ausencia de soberanía es lo que lo hace tan útil para el imperio: una zona gris de legalidad donde se pueden preparar guerras sin consentimiento democrático.
Esta no es la primera vez que Puerto Rico se utiliza como trampolín militar. Sus bases han servido como centros logísticos para intervenciones en todo el hemisferio, desde la invasión estadounidense de la República Dominicana en 1965, hasta Granada en 1983, y Panamá en 1989.
Cada una de estas operaciones se justificó mediante una retórica de la Guerra Fría, la defensa de la «libertad», la «estabilidad» y la «democracia», mientras se atacaba sistemáticamente a gobiernos y movimientos sociales que buscaban la independencia del control estadounidense.
La congresista nacida en Puerto Rico Nydia Velázquez ha advertido que la historia se repite. En un artículo de opinión en Newsweek, recordó a Washington la lección de Vieques: que el pueblo de la isla ya ha pagado el precio del militarismo estadounidense a través de la contaminación, el desplazamiento y el abandono.
«Nuestra gente ya ha sufrido suficiente por la contaminación militar y la explotación colonial. Puerto Rico merece paz, no más guerra», dijo.
Su llamado se alinea con el de las naciones caribeñas y latinoamericanas en la CELAC, que han declarado la región como «Zona de Paz».
La acumulación de fuerzas en torno a Venezuela sigue un patrón de larga data en la política exterior de EE. UU.: cuando una nación afirma el control sobre sus propios recursos o se niega a obedecer las órdenes de Washington, se convierte en un objetivo. Venezuela, Cuba y Nicaragua son castigadas exactamente por eso. Las sanciones, los bloqueos y las operaciones encubiertas funcionan como mecanismos de dominación para mantener el hemisferio abierto al capital y al alcance militar de EE. UU.
El lugar de Puerto Rico en esta estrategia revela la hipocresía central de Washington: libra guerras en el extranjero en nombre de la libertad mientras le niega esa libertad a la colonia que todavía posee. Su pueblo es gobernado sin representación plena, su tierra se utiliza para la guerra y su economía permanece atada a los dictados de Washington. La demanda de independencia de Puerto Rico es la misma demanda hecha por Venezuela, Cuba y toda nación que se niega a vivir de rodillas: el derecho a determinar su propio futuro.
La lucha por la paz, la soberanía y la dignidad en Nuestra América pasa por las costas de Puerto Rico. Cuando los drones estadounidenses despegan desde pistas de aterrizaje caribeñas para atacar Venezuela, sobrevuelan los fantasmas de Vieques, sobre la tierra donde los puertorriqueños una vez se enfrentaron desarmados a un imperio.
Puerto Rico merece un futuro de paz, sanación ambiental y soberanía, y Venezuela merece lo mismo: el derecho a vivir libre de asedio, a defender su independencia y a construir su propio destino sin miedo a las bombas o bloqueos de EE. UU. Defender el derecho de Puerto Rico a la paz es defender el derecho de Venezuela a existir.
Michelle Ellner es coordinadora de campañas para América Latina de CODEPINK. Nació en Venezuela y es licenciada en Lenguas y Asuntos Internacionales por la Universidad La Sorbona Paris IV, en París. Después de graduarse, trabajó para un programa de becas internacionales desde oficinas en Caracas y París y fue enviada a Haití, Cuba, Gambia y otros países con el propósito de evaluar y seleccionar solicitantes.













