Hay guerras que las justifican con mapas, otras con dogmas y otras con petróleo. Pero las más peligrosas se alimentan de símbolos. Y no hay símbolo más inflamable que un templo ancestral disputado por dos pueblos heridos.
En el corazón selvático de Asia, la piedra tallada de los templos de Shiva ha vuelto a resonar bajo fuego cruzado. Preah Vihear y Ta Muen Thom ya no son solo ruinas sagradas: son trincheras. Y lo que se disputa no es solo territorio: es dignidad nacional, memoria colonial y el derecho a nombrar la historia.
El 24 de julio de 2025, a primera hora de la mañana, seis puntos fronterizos entre Camboya y Tailandia estallaron en combate real. Cohetes BM-21 lanzados desde el lado camboyano impactaron la provincia tailandesa de Surin, matando a once civiles, incluyendo un niño de ocho años. La respuesta tailandesa fue inmediata: cazas F‑16 sobrevolaron la frontera y bombardearon posiciones militares camboyanas cerca del templo Prasat Ta Muen Thom. La guerra dormida había despertado.
No era la primera vez. Desde el fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en 1962 —que concedió la soberanía del templo Preah Vihear a Camboya—, ambos países han arrastrado un desacuerdo latente sobre los terrenos colindantes. Esa disputa, agravada por mapas coloniales, intereses políticos internos y memorias nacionalistas inconclusas, ha convertido templos hindúes del siglo XI en epicentros de conflicto contemporáneo.
Preah Vihear no es solo un complejo arquitectónico. Ubicado a 525 metros de altura sobre los montes Dângrêk, representa para Camboya un símbolo sagrado de su herencia jemer y para Tailandia una parte irrenunciable de su imaginario nacional. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2008, lo que encendió las tensiones regionales. El más reciente foco es Ta Muen Thom, otro santuario hindú del siglo XI, envuelto en selva y posicionado estratégicamente en una de las rutas militares históricas entre ambos países.
Este conflicto no puede entenderse sin observar la arquitectura oculta del poder que lo sostiene. Tailandia, gobernada por una coalición inestable y marcada por crisis internas, ha instrumentalizado el nacionalismo de frontera como válvula de presión. Camboya, bajo el mando del primer ministro Hun Manet, hijo del longevo líder Hun Sen, recurre a la defensa del patrimonio como bandera soberana. Ambas naciones han utilizado los templos no solo como puntos geográficos, sino como monumentos bélicos que otorgan legitimidad política y cohesionan discursos identitarios.
La dimensión humanitaria es alarmante. Los combates de este 24 de julio dejaron al menos doce muertos, decenas de heridos y forzaron la evacuación de entre 40.000 y 86.000 personas, según distintas fuentes regionales. Las aldeas cercanas a los templos han sido deshabitadas; hay hospitales dañados, escuelas clausuradas y fronteras completamente cerradas. Las embajadas han sido retiradas. Las acusaciones mutuas se intensifican.
Y mientras los proyectiles vuelan, el mundo reacciona como si lo supiera de antemano. La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), presidida este año por Malasia, ha llamado al diálogo. Estados Unidos ha emitido una advertencia formal. Israel, irónicamente, ha recomendado a sus ciudadanos no acercarse a zonas fronterizas por “riesgo grave de inestabilidad”. Pero es China quien ocupa el centro silencioso de esta escena.
El papel de China es, al mismo tiempo, estratégico y revelador. En lo inmediato, su canciller Wang Yi ofreció mediar en la disputa, apelando a una “postura justa e imparcial” y a los principios de cooperación regional. El portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores, Guo Jiakun, declaró públicamente que China está “profundamente preocupada” por los enfrentamientos y que “confía en que las partes resuelvan sus diferencias mediante el diálogo”. Más allá de la retórica, la posición china responde a intereses geopolíticos estructurales.
Desde hace una década, Pekín ha construido su influencia en el Sudeste Asiático no solo con ferrocarriles y préstamos, sino con narrativas. En un mundo cada vez más fracturado, China se postula como garante de estabilidad frente al caos occidental. Su neutralidad aparente en esta guerra es, en realidad, un acto sofisticado de posicionamiento: mediador de paz y actor imprescindible. Si Camboya y Tailandia se sientan a la mesa, no será por la ONU, sino por el peso de Pekín en el entramado económico y diplomático de la región.
Pero más allá de las cúpulas y los cancilleres, lo que se juega aquí es algo más denso. ¿Puede un templo ser razón de muerte? ¿Puede un muro de piedra tallada con figuras de Shiva transformarse en una sentencia de desplazamiento masivo? ¿Qué tipo de civilización construimos cuando la espiritualidad antigua se convierte en el detonante de una guerra moderna?
Camboya ha solicitado al Consejo de Seguridad de la ONU una intervención urgente y una resolución vinculante. También ha pedido a la CIJ una nueva delimitación precisa de los terrenos adyacentes a los templos, como continuidad del fallo de 2011 que ordenaba el retiro de tropas en la zona de Preah Vihear. Tailandia, por su parte, ha acusado a Camboya de “violación territorial y agresión civil”, reforzando el despliegue militar en las provincias limítrofes de Sisaket y Surin.
En esta disputa no hay invasores externos ni ocupaciones coloniales, pero sí heridas coloniales no cerradas. La frontera entre Camboya y Tailandia fue trazada con la tinta de imperios: franceses, siameses, británicos. Y aunque los mapas han cambiado, la herida persiste. Preah Vihear es también la historia de cómo el pasado sin resolver envenena el presente.
Lo que vemos hoy no es un incidente aislado, sino un síntoma. Una advertencia. Y un espejo.
Un espejo donde se reflejan los mecanismos por los cuales las naciones manipulan símbolos religiosos para galvanizar voluntades, justificar ofensivas y reprimir disensos. Un espejo donde la diplomacia se vacía de contenido si no está acompañada por justicia real y voluntad de memoria. Un espejo donde, si nadie interviene con fuerza y claridad, los templos volverán a ser ruinas, no por el paso del tiempo, sino por el peso implacable de las bombas.













