Vivimos un momento particular en el que los principales comunicadores quieren que creas que el mundo está en un estado de guerra permanente, incluso cuando caminas tranquilamente por tu propia calle. Tu teléfono te transmite incesantemente imágenes de bombardeos. Los canales de noticias y los políticos te advierten constantemente de un peligro inminente.

Así es como se construye una cultura militar. Y durante más de dos décadas, el complejo militar-industrial ha hecho un trabajo extraordinario incrustándose en nuestras mentes. Se nos hace creer que el ejército existe para «defendernos» y mantener la «paz», con los Ministerios de Defensa y las Fuerzas de Mantenimiento de la Paz de la ONU enmascarando sus verdaderas operaciones. En Estados Unidos, cada Estado está ahora integrado en esta maquinaria militar, con fábricas de armas que los políticos promocionan con orgullo por ser «buenas creadoras de empleo». Hollywood glorifica al ejército, presentando rutinariamente a los soldados como héroes nacionales.

Recientemente, la OTAN concluyó «con éxito» su cumbre asegurando un compromiso de gasto militar del 5% del PIB por parte de cada uno de sus miembros. Italia acaba de aprobar una nueva ley que amplía los poderes policiales y militares para reprimir a los llamados manifestantes «malos». En Estados Unidos, Trump desplegó a la Guardia Nacional contra las manifestaciones en Los Ángeles e inauguró un nuevo centro de detención, apodado «Alligator Alcatraz», diseñado específicamente para migrantes en espera de deportación.

La cultura militar está profundamente arraigada en la política. Muchos políticos apoyan abiertamente al estamento militar, colaboran con él o forman parte de él. Las instituciones religiosas también prestan su apoyo a las formaciones militares, con clérigos y seguidores que sirven activamente. La educación también se ha militarizado: los reclutadores militares visitan las escuelas, los oficiales dan conferencias en las universidades y los académicos dedican carreras enteras a detallar las minucias de las guerras. En Estados Unidos, el Departamento de Defensa (DOD) y las instituciones de enseñanza superior mantienen desde hace tiempo una relación simbiótica, en la que el DOD financia importantes investigaciones académicas en ámbitos como la inteligencia artificial, las armas autónomas y la informática avanzada para hacer frente a los retos de la seguridad nacional.

La industria tecnológica está plenamente comprometida con el desarrollo militar, construyendo drones y sistemas de vigilancia impulsados por IA. Las instituciones científicas desarrollaron la bomba atómica bajo la bandera de la «disuasión». Las ciudades despliegan fuerzas policiales de tipo militar contra su propia población. Incluso los cárteles de la droga han adoptado estrategias militares para su expansión, y algunos movimientos políticos mantienen ramas armadas.

Si te preguntas cómo hemos acabado en la actual catástrofe en Israel y Palestina, la respuesta es sencilla: Israel es una sociedad militarizada. El servicio militar es obligatorio: 32 meses para los hombres y 24 meses para las mujeres, seguidos de años de servicio en la reserva. El ejército no es sólo una estructura; es la cultura que da forma a todo el Estado.

Celebramos a estas personas como héroes que hacen el «último sacrificio», pero rara vez dedicamos un día a honrar a maestros, enfermeras, médicos o agricultores.

Existe una profunda ironía en el hecho de que los gobiernos de hoy en día asignen presupuestos prácticamente ilimitados al gasto militar, pero no ofrezcan una financiación comparable para el desarrollo de la no violencia. No hay grandes inversiones, ni programas nacionales, ni ministerios dedicados a construir la paz, fomentar la reconciliación o cultivar la no violencia en la vida cotidiana. Contrasta esto con el Renacimiento europeo, una revolución cultural generosamente financiada por reyes y gobernantes que, a pesar de sus propias contradicciones, invirtieron mucho en las artes, la ciencia y la filosofía. Reconocieron, al menos en parte, el poder de la cultura para dar forma a la civilización. Hoy invertimos billones en perfeccionar las armas, pero casi nada en crear las condiciones para un futuro no violento. Esta ausencia no es accidental: refleja las prioridades de un sistema adicto al conflicto.

Las guerras no son accidentes. Se fabrican. No pueden detenerse simplemente haciendo un llamado a la paz. Debemos desmantelar la cultura bélica arraigada en nuestros pueblos, ciudades, familias y barrios. Destituir a los políticos que proponen soluciones militares. Exigir el cierre de las bases militares. Transformar las academias militares en escuelas de no violencia y paz. Redirigir el dinero de los impuestos de los presupuestos militares a servicios sociales vitales como la vivienda, las infraestructuras, la salud y la educación.

Las guerras son la metástasis de una adicción global a la violencia, un cáncer cultural que debemos afrontar y curar.