La frase anónima decía: “Me va a explotar el bocho pero estoy entusiasmada de aprender”. La vi hace un par de semanas y vuelve con recurrencia como si la hubiera escrito yo, o como si insistentemente me quisiera mostrar algo de ella, o tal vez de mí o mejor aún, de la humanidad. Cuando la leí me produjo curiosidad y alegría y ahora que la recuerdo y escribo sobre ella, sigue generando los mismos efectos.

Me siento un poco adentro de esa frase o de su autora, en la emoción que escribió y en esa implicancia de la explosión de una idea, de un sentimiento, un cuerpo o un pensamiento que pareciera imposible de contener. Me refiero a que, así como ella necesitó escribir ese estado físico refiriéndose al bocho (cabeza) y el estado de su alma refiriéndose a su emoción por aprender, yo estoy necesitando también volver sobre ese enunciado, pero ¿qué es lo que me emociona a mí de esa declaración ajena? Muchas cosas, pero sobre todo quizá sea su carácter anónimo y a la vez colectivo. Me emociona saber que alguien aprende, que lo disfruta y que lo dice, que dispone su cuerpo para que eso suceda, para que se alimente y se ensanche hasta hacer la imagen de la explosión posible y eso sólo ocurre cuando el cuerpo se abre y se ofrenda para que sea llenado. Para que aprender suceda, debe haber antes una entrega, un depósito de confianza y una gran disposición.

Pienso en ese impulso de inscribir y registrar aquello importante que, en este caso, por anónimo nos pertenece a todos y me refiero a la emoción por aprender. Me pregunto qué tan estructuralmente distintas pudieron haber sido las emociones que llevaron a esa autora a escribir ese manifiesto en cualquier lado a las que habrán sentido los seres de nuestra especie que dejaron también su registro en la Cueva de las Manos, en Chiribiquete o en la cueva de Chauvet. ¿Acaso a esos seres nos les habrá albergado también la emoción y la urgencia de dejar constancia de la capacidad de asombro que nos hace humanos?

Aprender es un ejercicio exigente que requiere pensar, detenerse, sentir y contemplar. Es la oportunidad que se tiene de descubrir otras posibles perspectivas, es vaciarse y ampliarse para ser llenado y luego, necesariamente, volverse a vaciar. Aprender implica entender y al mismo tiempo no hacerlo y formular más preguntas e inscripciones que son siempre pertinentes. Aprender y pensar son verbos y funcionan como un entramado que se extiende como la vascularización de un cuerpo o como las raíces de los árboles en la tierra, siempre van más allá y no saben de lo que se trata retroceder. Un mundo carente de aprendizaje se torna mecánico. Pero aprender es, sobre todo, la posibilidad de poner en duda todo lo aprendido, del pensamiento crítico. Entregarse a aprender es renunciar a sufrir.

Evoco la imagen de un espacio cualquiera que no está hecho para escribir, en la prolongación de la mano sobre muros y puertas y entonces pienso en la frase que motivó esta columna más como una estela que como una frase. ¿Cuál es la razón que nos lleva a escribir en cualquier sitio? Puede ser el alivio de la inscripción dejada y la libertad que implica el anonimato, pero puede que, mejor aún que eso, se deba a la defensa del deseo y al deseo de aprender, en este caso concreto. El deseo se escribe, pero no sólo en los libros y en los cuadernos o en los márgenes de los libros que leemos o con el cursor titilante en la pantalla, se hace en donde puedan leerlo todos y como cualquier declaración, se materializa sobre soportes que no tienen reglas. El deseo se escribe, se inscribe y se grita en lo que deja huella, por ejemplo, en la puerta de un baño de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras.