Saqué el paraguas de mi bolso y crucé la calle a toda velocidad yendo hacia él. El hombre avanzaba tanteando la vereda con su bastón, en esa típica cadencia de las personas ciegas descifrando formas y superficies como si absolutamente toda la conducción de sus cuerpos se tratara de repercutir. Le pregunté si necesitaba ayuda, éramos las únicas dos personas en la calle un día entre semana después de la hora del almuerzo en el barrio de Palermo, pero llovía con énfasis desde la madrugada y el agua limpió la ciudad hasta de personas. Me agradeció y me dijo que no necesitaba de ninguna ayuda y que estaba a una cuadra de su destino. Me ofrecí entonces a acompañarlo ese breve trayecto abajo del paraguas y me dijo que de nuevo me agradecía pero que bajo ninguna circunstancia iba a interrumpir el placer de caminar bajo la lluvia, en pleno verano y sin personas en la calle. Cerró con un “buenas tardes” dio media vuelta y retomó el rumbo trazado por el bastón.

Ese día caminé por tres barrios, bajo el agua, contemplándolos y desde entonces he pensado en la lluvia y en esta ciudad vacía y a la intemperie. Pienso en el ciego y me sigue alegrando la enorme defensa que hizo de su deseo y pienso también en mí y en mi anhelo de volver al agua, así como lo hicieron las ballenas. ¿Qué pasa con la lluvia? ¿Cómo es que llueve y entonces parece que estamos todos, a merced de ese fenómeno que sucede de una manera medio inevitable? Cuánto poder tiene un acontecimiento que si no ocurre pone en juego la vida, pero si ocurre en exceso, también. No es lo mismo gota que lluvia, pero “lluvia” es un término singular que sólo es posible por la tremenda pluralidad que la compone, la de millones de gotas.

La lluvia nunca es una intrusa, sabemos que palpita, avisa cuando va a venir. Pienso en el olor del ambiente que notifica la inminencia de su llegada y en la potente categoría colombiana que sentencia la lluvia para días de soles muy picantes: “este sol es de agua”. Pienso en la lluvia de papas que les ponen a los panchos y en la sequía capitalista del brainstorming. Pienso en la claridad y contundencia de uno de los mejores tangos de la historia, Garúa, y en esa obra maestra que hicieron Fito y Sabina en el 98,Llueve sobre mojado. Pienso en las veces que dejamos el tender en el balcón y la ropa en la terraza, y también en la pésima puntería de mandar a lavar el auto un día antes de que se rompa el cielo y en lo que implica poner el cuerpo en primera línea del alma bajo la lluvia viendo un partido en la cancha. Pienso en la romantización de la lluvia en la que posiblemente estoy incurriendo cuando hay millones de personas en esta corrupta América Latina para las que aún, la lluvia implica la pérdida total de su vivienda, y recuerdo el cuerpo de Isabel en su relato sobre la llegada de la lluvia al pueblo, después de misa, en el cuento “Isabel viendo llover sobre Macondo” de García Márquez.

Negar la lluvia es como negar el dolor. Llanto y lluvia son muy parecidos porque empiezan con doble ele y ambos son húmedos, y gotean, y alivian, aunque duelan. Vienen las imágenes de Buenos Aires ese día, mojada, empapada, me pregunto si habrá sido por eso que quise recorrerla y la encontré más bella. Pasan a toda velocidad imágenes de las veces en las que he besado debajo de un aguacero y pienso en todo lo que la lluvia habilita. Recuerdo a mi abuela dictaminando la lluvia con sólo escuchar el aleteo de los pájaros, y la extraño. La lluvia da permiso para transformarse y es el agua bajo la cual reposa el mundo.

Entonces la lluvia es mucho más que un fenómeno atmosférico. Es socia vitalicia y miembro honorífica de la liga de la justicia de las metáforas para nuestra especie. ¿Por qué la entendemos, aunque no sepamos o no nos interese explicar su mecanismo empírico? Por el mismo motivo que el ciego, aunque no podía verla, no quería perdérsela, porque la única manera de entender lo que no puede explicarse es porque nos conmueve.