Hace cincuenta años emigré de la Unión Soviética. Mi única razón fue el deseo de libertad. Deploraba el pensamiento único mantenido por la ausencia de publicaciones extranjeras y la interferencia de emisiones de radio occidentales como la BBC o Radio Canadá Internacional. Los dóciles medios de comunicación que regurgitaban la línea del partido me parecían asfixiantes. No había debate político y el miedo latente a las autoridades (aunque ya no fueran tan opresivas como en tiempos de Stalin) limitaba la discusión franca a un estrecho círculo de amigos de confianza.

Dejé atrás mi ciudad natal de Leningrado (actual San Petersburgo), mis amigos, mi hermano y las tumbas de mis padres y abuelos. Era arriesgado solicitar un permiso para emigrar, porque casi siempre uno perdía su trabajo y se encontraba en el ostracismo social, sin tener siquiera la seguridad de que las autoridades soviéticas le concedieran un visado de salida. Tuve suerte. En pocos meses me despojaron de la ciudadanía soviética y me permitieron comprar un billete de ida a Viena. Mi sueño de libertad se hizo realidad. Lo primero que compré en Viena fue un ejemplar del International Herald Tribune.

En noviembre de 1973 me incorporé a la Universidad de Montreal, mi hogar profesional desde entonces. Además de la docencia y la investigación, seguí con interés los debates políticos sobre la guerra de Vietnam, el papel de la CIA en el derrocamiento del gobierno de Allende en Chile y las consecuencias de la Guerra de Octubre en Oriente Próximo. También se discutía sobre los acercamientos de Estados Unidos a China y, por supuesto, sobre las relaciones con mi país natal. Algunos elogiaban la détente Brezhnev-Nixon, otros temían sus trampas.

Lo que más me impresionó fue la variedad de opiniones en las páginas de los periódicos y en las pantallas de televisión. Se ofrecía una amplia gama de puntos de vista, algunos de ellos no sólo criticando las políticas occidentales, sino incluso proponiendo alternativas. No tardé en expresarme, primero en cartas al director y luego en artículos de opinión. Era estimulante participar en un debate político libre y asumir así mi responsabilidad cívica e intelectual.

Hoy en día, esa libertad está amenazada cuando se trata de asuntos importantes de política internacional. Uno de ellos es Israel. Ahora hace falta valor para hablar libremente de ello sin temor a ser acusado ipso facto de antisemitismo. A principios de la década de 1970, Abba Eban, sudafricano de nacimiento y elocuente ministro de Asuntos Exteriores de Israel, ideó una estrategia a largo plazo. Su objetivo era sofocar las críticas a su país acusando a sus autores de antisemitismo. Esta estrategia ha triunfado desde entonces, ya que la descripción de políticas israelís como apartheid, o aun el boicot pacífico de productos israelís en el supermercado, están oficialmente prohibidos y se consideran antisemitas en muchos países occidentales. La política de Israel hacia los palestinos queda así fuera de cualquier debate equilibrado y racional.

Una cuestión aún más importante que ha desaparecido del debate público racional es la de la política hacia Rusia. Esta cuestión es más importante porque Rusia posee el mayor arsenal de armas nucleares del mundo. Mucho antes de febrero de 2022, la mayoría de los países de la OTAN (seguiendio el ejemplo de Ucrania) restringieron el acceso a los medios de comunicación rusos, algo que nunca ocurrió en Occidente ni siquiera durante la Guerra Fría. Al igual que las autoridades soviéticas justificaban la interferencia de las emisiones de radio occidentales como medida contra la «subversión imperialista», una panoplia de agencias nacionales y de la OTAN protegen ahora al público occidental de la «desinformación rusa».

Eminentes académicos occidentales como Jeffrey Sachs, de la Universidad de Columbia, y John Mearsheimer, de la Universidad de Chicago, han sido marginados y sus análisis prácticamente han desaparecido de los principales medios de comunicación. Su cuestionamiento de las políticas occidentales hacia Rusia se tacha de «propaganda del Kremlin». La guerra de Ucrania se ha apartado del debate geopolítico racional y se ha convertido en una cuestión moral.

Además, los escasos intentos de examinar las políticas occidentales en Europa del Este se tropiezan con obstáculos insalvables. Esta primavera, por ejemplo, la asociación Montréal pour la paix (Montreal por la paz) intentó organizar un debate en el que participaría, entre otros, un distinguido experto académico en relaciones internacionales. El cartel prometía presentar «hechos que nunca se han leído ni oído en nuestros medios de comunicación ni en los despachos de Justin Trudeau y Mélanie Joly» (primer ministro y ministra de Relaciones Globales de Canadá). La institución que inicialmente había aceptado alquilar su espacio sucumbió, según admitió, a la presión de sus «vecinos ucranianos», y canceló el alquiler. Otra institución también había aceptado alquilar su espacio, pero rápidamente cambió de opinión «no queriendo ofender a sus clientes habituales».

Por estos contratiempos, el acto tuvo que trasladarse a un parque cercano. Había tres oradores, dos docenas de personas de mediana edad, en su mayoría canosos, que acudieron a escucharlos, y aproximadamente el mismo número de jóvenes y vigorosos manifestantes que blandían banderas ucranianas y carteles antirrusos. Intentaron ahogar a los oradores con ruido y canciones estridentes. La policía intervino para evitar posibles enfrentamientos.

Se notó algo extraño en la actuación de los manifestantes. Cuando uno de los oradores, Yves Engler, autor de incisivos libros sobre política exterior canadiense, dijo que los ucranianos tienen derecho a resistir a las tropas rusas, los alborotadores manifestantes empezaron a corear «¡Qué vergüenza!».

Todo el acto se desarrolló en francés, pero quedó claro que la mayoría de los manifestantes, aparentemente ucranianos, no entendían nada de francés. Por tanto, el objeto de su ira no podía ser el contenido de lo que se decía. Protestaban contra la mera libertad de hablar de la guerra en Ucrania. Este fue sólo un ejemplo de cómo la supresión del debate sobre Rusia y Ucrania se extiende por toda la gama de plataformas, desde los actos populares hasta los campus universitarios y los medios de comunicación.

La libertad de debate no es sólo un derecho democrático. También es una forma de formular y sopesar alternativas. Cuando un conflicto se transforma en una lucha épica entre el Bien y el Mal, el fariseísmo sustituye al enfoque racional de la guerra de Ucrania y hace casi imposible la diplomacia. Esta actitud tampoco engendra rectitud moral; según el difunto rabino jefe de Gran Bretaña Jonathan Sachs «la rectitud y el fariseísmo se excluyen mutuamente». De hecho, esta actitud aumenta las posibilidades de una guerra nuclear y su corolario que los estrategas estadounidenses definieron acertadamente en 1962 como MAD, Destrucción Mutua Asegurada. El actual clima de falta de libertad no sólo socava nuestros valores básicos. Se ha convertido en una amenaza existencial.

La libertad de debate no es sólo un valor democrático. También es un medio para formular y evaluar alternativas. Cuando la guerra de Ucrania se convierte en una batalla épica entre el Bien y el Mal, la moralización y la indignación sustituyen al enfoque racional y hacen prácticamente imposible la diplomacia. Esto aumenta el riesgo de guerra nuclear y su corolario MAD, Mutually Assured Destruction (Destrucción mutua asegurada), como la denominan los estrategas militares estadounidenses desde 1962.

El pensamiento único no sólo socava nuestros valores democráticos, sino que crea una amenaza existencial para la humanidad.