Pese a la reafirmación del antisemitismo por Pío XII, el profundo efecto del Holocausto generó una creciente insatisfacción con aquel por parte de crecientes sectores de católicos. A las posiciones ya mencionadas de Jacques Maritain y del grupo de Friburgo de Gertrud Luckner, fueron sumándose importantes personalidades como los cardenales Jules Saliege (francés) y Johannes Willebrand (holandés); los sacerdotes jesuitas (y mucho más tarde cardenales) Augustín Bea (alemán) y Jean Danielou (francés); y los sacerdotes franceses Yves Congar y Paul Démann y el italiano-alemán Romano Guardini, entre muchos otros.

En el caso de Francia, el cardenal Saliege y el sacerdote Démann, inspirándose en el libro Jesus et Israel de Jules Isaac, llegaron a “cambiar la catequesis francesa sobre los judíos, de modo que emergiera una imagen positiva de ellos” (Michal Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 198). En Alemania, el grupo de Luckner, además de los esfuerzos en los cambios teológicos y pastorales, se enfocó en una lucha por lograr que el Estado accediese a brindar reparaciones materiales a las víctimas y familiares judías del Holocausto. Previamente –en gran medida gracias al lobby de aquel- se logró que la Iglesia alemana en sus reuniones anuales de obispos entre 1948 y 1950 aprobara la idea que “la restitución y la compensación (material) constituía una obligación moral de parte de los individuos y del país” (Ibid.; p. 194).; aunque este tema lo fue dejando de lado posteriormente.

En cambio, en los 50, el grupo de Friburgo, junto con otras asociaciones fue obteniendo éxito al presionar a las autoridades del Estado en la materia. Así, lograron que el primer ministro (canciller), Konrad Adenauer dijera públicamente que “horribles crímenes fueron cometidos en nombre del pueblo alemán, crímenes que nos obligan a una restitución moral y material” (Ibid.). Además, en 1955, cuando el gobierno federal no logró aprobar una ley de compensaciones, la Sociedad para la Colaboración Cristiano Judía urgió a Adenauer a que obtuviese la aprobación de “una ley que esté a la altura de la deuda de conciencia del pueblo alemán” (Ibid.). Y logró que el ministro de Justicia, H. Wilden, le recordara a los alemanes que “la compensación por las injusticias del Estado es una obligación moral fundamental” (Ibid.).

Finalmente en 1957 –a través de un acuerdo alemán-israelí- se llegó a “un acuerdo que asignó $ 7,5 millones a antiguos trabajadores esclavos (del nazismo) que residían ahora en cuarenta y dos países del mundo” (Ibid.; p. 197). En ello, además del grupo de Friburgo, influyeron también de manera importante las gestiones en ese sentido hechas por Estados Unidos y por Nahum Goldman, presidente del Congreso Judío Mundial” (ver ibid).

A su vez, Gertrud Luckner y su círculo fueron influyendo progresivamente en una toma de conciencia del episcopado alemán respecto de las grandes deudas que conservaba Alemania al respecto; y de la necesidad de profundos cambios teológicos y pastorales que terminaran con el antisemitismo católico. Particularmente cercanos a Luckner fueron Julius Döpfner, quien fue nombrado el obispo más joven del mundo (35 años) en 1948 (de Wurzburgo) y que, a su vez, pasaría también a ser el cardenal más joven cuando fue designado como tal por Juan XXIII en 1958; y el obispo de Augsburgo, Joseph Stimpfle (ver ibid.; p. 199). Estos cambios -como veremos- fructificarían bajo el nuevo pontificado de Juan XXIII. Incluso, a mediados de los 50, Luckner se ganó el apoyo de dos personalidades vaticanas muy influyentes: Los jesuitas alemanes –¡y confesores de Pío XII!- Augustín Bea y Robert Leiber (ver ibid.).

Por otro lado, desde el judaísmo también surgieron iniciativas para lograr una disminución del antisemitismo vaticano. Así, comisionado por el Congreso Judío Mundial, el israelí Joe Golan se puso en contacto en febrero de 1957 con el cardenal Eugene Tisserant y con el general de los jesuitas Juan Bautista Janssens; quienes le recomendaron hablar ¡con Bea y Leiber!, entablándose un diálogo permanente con Bea. Producto de ello, se logró al menos que Pío XII antes de morir incluyese el mejoramiento de las relaciones entre católicos y judíos como un “asunto a resolver” (Jean Lacouture.- Jesuitas II. Los continuadores; Paidos, Barcelona, 1994; p. 580).

Por cierto, la elección de Angelo Roncalli como Juan XXIII, a fines de 1958, traería una excelente oportunidad para avanzar notablemente por ese camino. Roncalli desde siempre había considerado que el mensaje evangélico le daba una prioridad al amor sobre la fe, lo que se traducía en una perspectiva plenamente ecuménica. Así, ya en 1927, en una carta a la laica educadora de profesores, Adelaida Coari, le decía: “Estoy muy contento de que usted esté interesada en la unión de las Iglesias y encantado de que usted aprecie el espíritu de caridad de la revista belga Irénikon. Estamos de acuerdo en eso. En cuanto a saber cómo tratar con los ortodoxos (cristianos separados de Oriente), los católicos tenemos mucho que aprender (…) Hace un mes tuve un interesante encuentro con el Patriarca Ecuménico, Basilio III, el sucesor de Focio y de Miguel Cerulario.

¡Cómo han cambiado los tiempos! Pero los católicos están obligados por caridad a apurar el día del retorno de los hermanos de religión a la unidad en un solo redil. ¿Me sigue? A través de la caridad. Más que por debates teológicos. A través de la caridad alabada por San Pablo en 1 Corintios 13, 4” (Peter Hebblethwaite.- Pope John XXIII. Sheperd of the Modern World; Doubleday & Company, New York, 1985; p. 123).

Y ya en las celebraciones de Semana Santa de 1959 se demostró su rechazo al antisemitismo al terminar con la atávica y odiosa oración litúrgica para la conversión de los “pérfidos judíos”, cuyo texto decía: “Oremos también por los pérfidos judíos. Dios, tu no excluyes ni siquiera a los infieles judíos de tu misericordia. Escucha las oraciones que te presentamos a causa de la ceguera de tal pueblo”. Lo sustituyó por el siguiente: “Oremos también por los judíos, a los que Dios habló en primer lugar. Que Él les guarde
por la fidelidad a su alianza y por el amor de su Nombre, para que puedan alcanzar el objetivo al que su voluntad desee llevarles” (Thomas Cahill.- Juan XXIII; Mondadori, Barcelona, 2003; pp. 246-7).

Asimismo, el Papa Juan elaboró una oración en la que se pide perdón por las atrocidades efectuadas por los cristianos contra los judíos: “Perdónanos por las calumnias que falsamente lanzamos contra ellos. Perdónanos por crucificarte de nuevo en su carne. Porque no sabíamos lo que hacíamos” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 416).

Y en el contexto de la convocatoria de un nuevo concilio ecuménico efectuada por Juan XXIII, y de las tratativas que desde 1957 había tenido Joe Golan con Augustin Bea; el historiador Jules Isaac repitió lo que había hecho infructuosamente en 1949 con Pío XII: Hablar con el nuevo Papa el 13 de junio de 1960. Allí Isaac le pidió que se constituyera, en la perspectiva del concilio, un organismo encargado de reducir los prejuicios hostiles a los judíos. El Papa, con muy buena voluntad, le pidió que se entrevistase con el ya entonces cardenal Bea con vistas a la creación de “una secretaría permanente a la que se encomendaría la misión de sanear las relaciones entre cristianos y judíos. Las entrevistas Bea-Isaac desembocaron, el 18 de diciembre de 1960, en la decisión de preparar una declaración conciliar en favor de los judíos: el cardenal jesuita era oficialmente encargado de su redacción” (Lacouture; p. 581).

Sin embargo, los obstáculos para lograr un efectivo avance fueron inmensos. De partida, en el espíritu de recoger las opiniones del conjunto de los obispos del mundo, el Vaticano les envió en 1959 un cuestionario para que expresaran sus opiniones sobre multitud de temas, incluyendo el de la relación con los judíos. Notablemente, en las innumerables respuestas recibidas de los cinco continentes ¡hubo solo una referida a las relaciones con los judíos, de un obispo latinoamericano, la cual no pudo ser más
decepcionante! Comenzaba con una “condena de toda persecución contra los judíos por razones religiosas o étnicas”, pero añadía que el Concilio no debe olvidar “los hechos del pasado y las claras afirmaciones del judaísmo internacional. Durante siglos los jefes del judaísmo metódicamente han conspirado con un odio sin descanso contra el nombre de católico y preparan la destrucción del orden católico y la construcción de un Judaísmo imperialista mundial. ¿Debemos odiar? ¡No! Pero vigilancia, caridad, combate sistemático contra el combate sistemático de este ‘Enemigo del Hombre’ cuya arma secreta es el fermento de los fariseos, es decir, la hipocresía” (Ibid.; p. 582)…

Es cierto que en 1960 Juan XXIII obtuvo mejores ánimos con respuestas de universidades católicas y de institutos de investigación religiosa. En particular el Instituto Bíblico de Roma dio “razones para rechazar las nociones de ‘maldición’, de ‘reprobación’ o de ‘responsabilidad colectiva’ de los judíos en la muerte de Jesús, y la idea de un castigo divino que sería la consecuencia de ello” (Ibid.). Y en esa misma línea, varios sacerdotes y laicos que se reunieron en agosto en Apeldoorn (Países Bajos) dirigieron “sus conclusiones a Roma, imitados por el Institute of Judaeo-Christian Studies of South Orange (Estados Unidos)” (Ibid.; pp. 582-3).