Pasaron 8 minutos y 46 segundos. No puedo respirar, repetía George Floyd –el hombre negro a quien llamaban el gigante amable– mientras la rodilla del policía Dereck Chauvi le aplastaba el cuello y la cabeza. Ese 25 de mayo del 2020 Floyd murió en Minneapolis, asfixiado por la brutalidad de un hombre blanco; lo asfixió el racismo, un odio prohibido en las constituciones pero imbricado como una telaraña de chicle en el cerebro y en el alma rota de millones de personas. Por la muerte de Floyd, noticieros y Capitolios volvieron a hablar del racismo estructural, del político, del cotidiano, del que agrede en gota a gota y en cascada. Pero no se ha hablado lo suficiente ni se ha hecho lo necesario. A la inequidad y a la violencia las siguen alimentando el narcisismo de unas cuantas economías, el hambre y la vulnerabilidad histórica de las víctimas de siempre, y la indiferencia de muchos.

En los territorios de los negros, dijo Francia Márquez en una entrevista impactante que le hizo en medio de la pandemia Sara Tufano, “se puede ejercer violencia, verter mercurio sin problema, porque esos cuerpos racializados no son importantes”.

Solo basta abrir los ojos para ver que es la sociedad, toda ella, la de todos los colores, credos y crisis, la que no va a poder respirar: se ha llenado de taras y estigmas que han desgarrado a la humanidad como si fuera una tela vieja, desleída por los estragos de la barbarie, de la sangre y los diluvios. Los insultos irrepetibles que, en plena marcha septembrina profirió una mujer contra la vicepresidenta de Colombia, son –para resumir– una vergüenza. Pero lo más grave es que la señora que vociferaba injurias no está sola en su delirio. No es una isla de estupidez flotando en un mar de maravillas. Muchos en Colombia piensan, sienten y odian como ella; así de equivocados y en todas las generaciones, ha habido políticos y profesores, viejos y adolescentes, padres de la patria y de familias. Así, como si fuera natural convivir con el racismo, con la discriminación y con las otras formas de violencia; y nos dejamos consumir por leyes y decretos, por investigaciones exhaustivas y por la promesa o amenaza de las últimas consecuencias, y del peso de la ley y una cantidad de frases muertas recitadas con venas de robot sobre los ataúdes de turno.

En Colombia hay racismo y es horrible y somos tan cobardes que ni siquiera lo reconocemos. Tenemos la obligación de enmendar siglos de errores y formarnos desde antes de nacer, en las mesas de comedor y de trabajo, en escuelas y en ejércitos, en las salas de parto y en las empresas, en púlpitos y funerarias, habrá que tallarlo en la conciencia: El racismo es una aberración y una gigantesca muestra de ignorancia. No es posible que en pleno siglo XXI en ciertos escenarios se aplauda la discriminación, mientras la siguen padeciendo en territorios ancestrales y en moles de cemento, en barrios de invasión y en el más alto gobierno.

Francia Márquez ganó en el 2015 el Premio Nacional a la defensa de los derechos humanos y en el 2018 el premio Goldman (algo así como el premio Nobel del medio ambiente); en 2019 la BBC la eligió como una de las 100 mujeres del año, y ahora la revista Time la proclama en la lista de los 100 líderes mundiales. Francia ha ejercido la vida con valor, liderazgo y persistencia y, a pesar de tanto dolor acumulado, le ha enseñado a sus hijos sensibilidad y humanismo. Francia, vicepresidenta de mi país, mujer resiliente y defensora de paz. Pero sobre todas las cosas, Francia, maestra de dignidad.

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