El fallido magnicidio de Cristina Fernández de Kirchner exhibe en tono dramático el grado de descomposición política alcanzado en Argentina gracias –en parte- a la permanente campaña de odio desatada por los partidos y diversos medios de comunicación de derecha contra la vicepresidenta, los personajes cercanos a ella y toda persona que comulgue con el progresismo o la izquierda.

Argentina atraviesa una profunda crisis que la derecha aprovecha para acentuar su discurso de odio mientras instiga a sus aliados en el poder judicial para intentar una maniobra destituyente.

El intento de magnicidio es consecuencia de una preparación calculada del patíbulo, montado por una derecha crispada, destituyente, heredera de golpistas y cómplice de la dictadura cívico militar (1976-1985), que cuenta con el inestimable apoyo de una maquinaria judicial corrupta que maneja la guillotina del lawfare.

Poner el énfasis en el autor material del atentado (¿un loquito suelto?) sería quedarse con una acción que pudo tener consecuencias irreversibles. Que el diputado derechista Ricardo López Murphy dijera que “son ellos o nosotros”, no fue ni es una locura. Según él, en Argentina no hay lugar para la convivencia pacífica, no hay lugar para todos.

Tanto si fue un acto individual o si forma parte de un plan desestabilizador, tiene su asiento en el discurso de odio que ha sido la forma de comunicarse de la derecha –no sólo la vernácula- y de sus expresiones mediáticas, no sólo las argentinas.

En el horizonte solo se vislumbra un abismo de incertidumbre, ¿un camino sin retorno? Porque la saga del atentado vino por episodios diarios: primero fue el juicio amañado donde el fiscal apela a figuras como la asociación ilícita, que siempre se utilizó para justificar la persecución política, luego el encierro de la gente al frente de la casa de la vicepresidente con vallas puestas por la policía del gobierno neoliberal de la capital y después el intento frustrado de asesinato.

Todo esto prueba que la violencia simbólica es el ariete de la violencia física. Se comienza por la injuria, por la humillación, por la mentira, por el desprecio, por la demonización. Primero el símbolo, luego la carne.

La oposición derechista no tomó conciencia de la tragedia que estuvo a punto de ocurrir. Si el atentado hubiera tenido éxito, en este momento el país estaría en llamas y el futuro de los 46 millones de argentinos, 40 por ciento de los cuales viven bajo el nivel de pobreza, habría entrado en una franja de oscuridad e incertidumbre. Si fue un acto individual o parte de un plan desestabilizador es igual: parte del discurso de odio que ha sido la forma de comunicarse de la derecha y de sus expresiones mediáticas.

Ni la presidenta del PRO neoliberal, Patricia Bullrich -exministra de Seguridad del gobierno de Mauricio Macri- ni el dirigente ultraderechista Javier Milei repudiaron el ataque. La prinmera trató de sacar rédito político criticando la decisión del presidente Alberto Fernández de declarar feriado nacional. El odio al peronismo como principal argumento los lleva a decir que el atentado no existió, aunque el autor esté detenido.

Hay una triple alianza política, mediática y judicial, que busca derrocamientos cruentos o incruentos y procesos de estigmatización con su clásica retórica contra el populismo peronista, obviando de citar las crecientes expresiones de ese signo en la derecha y ultraderecha. No es novedosos: esta triple alianza siempre intentó borrar del escenario electoral propuestas que no estuvieran alineadas con el Consenso de Washington. Y el titiritero parece ser el embajador estadounidense en Buenos Aires, Marc Stanley, siguiendo el libreto de los gobiernos republicanos y demócratas, tanto da.

Cuando se persigue la desaparición política de una expresidenta elegida dos veces por el voto popular, vicepresidenta en ejercicio y líder de un movimiento histórico de masas, se viaja por un camino sin retorno. Su desaparición física en el plano simbólico, acompañada del pedido fiscal de cárcel e inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos, equivale a la bala que no salió de la recámara del arma de Fernando Sabag. La bala apuntaba al corazón de la propia democracia: no la mata, pero la empuja hacia un abismo de incertidumbres y peligros y prefigura un escenario distópico.

Aunque el relato mediático insiste en ello, nadie puede creer que la derecha va sólo por Cristina y por el peronismo, como expresa el oficialista Frente de Todos, porque eso significa suponer que la Argentina vive aislada del mundo. Hay que tenerlo claro: la derecha viene por todo, con planes de más saqueo y destrucción de las leyes laborales y sociales, con o sin peronismo en el gobierno.

La derecha está decidida a llevar más lejos su glorificación de la violencia. Los medios hegemónicos han dejado de lado cualquier misión informativa para poner sus tribunas al servicio de un linchamiento mediático, semejante al que ha antecedido a golpes o tentativas de golpes de Estado recientes en Bolivia, Brasil, Ecuador o Venezuela. En Argentina hay un sector que quiere eliminar al otro, y no es recíproco:

Y el mensaje y el intento de disciplinamiento va dirigido especialmente a las mujeres que se atreven a hacer política, a llegar a espacios de liderazgo y a enfrentar a los poderes económicos. Es una pedagogía a gran escala: si se mete en política, representa intereses populares y además es mujer, se puede terminar con un revólver en la cabeza. Pasa a ser «yegua, puta y montonera».

La realidad que no se quiere ver: Cuando la “grieta” se vuelve “abismo”, millones de argentinos y argentinas empobrecidos padecen, como consecuencia de las políticas que se vienen aplicando, una violencia cotidiana que tiene pocos antecedentes. Lo único que parece excitar a los políticos de derecha, ultraderecha o disfrazados de centristas son sus pequeñas disputas para definir quiénes serán los candidatos para administrar la  vigilada democracia neocolonial, y los negociados que se sueñan (por ahora).

Mostrando una profunda irresponsabilidad, gran parte de la dirigencia política viene exacerbando la “grieta” que pone en evidencia su incapacidad de ofrecer otras respuestas. En la misma proporción en que la situación empeora, aumenta la insensatez y gravedad de sus mutuos agravios y acusaciones.

El oficialismo aparece tan incoherente como el presidente Alberto Fernández. Éste convocó a una marcha masiva, pero nada dijo sobre su responsabilidad en la violencia que padecen los millones para asegurar la reproducción del sistema explotador que genera esta concentración de riquezas que viene alimentando y que las actuales políticas estatales ratifican, al servicio de su acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.

A las armas las carga el odio acumulado durante años y años a la vista de todos, de larga duración, transmitido de generación en generación, cristalizado en determinadas instituciones, encargadas de ponerle una pátina de correccionismo moral que lo disimule para que siga creciendo y se vuelva implacable.

La derecha y sus medios de comunicación s repiten un discurso de odio, de negación del otro, que estigmatiza, criminaliza a cualquier dirigente popular e incluso de simpatizantes. Activistas de la oposición pasearon por las plazas con bolsas mortuorias, ataúdes o instalaron guillotinas con dedicatorias. No es inocente ni gratuita la legitimación de discursos extremos, de llamados a la agresión, de planteamientos que niegan legitimidad democrática del adversario político.

Es un odio aggiornado, que sabe usar las “nuevas” herramientas de las fake-news y las shit-news, alimentándolas con las normas de un espectáculo que necesitaba autoría, firma; una forma eficiente de captar atención masiva de una larga audiencia que se nutre de rencor, que asiste –por televisión- al diario espectáculo del odio en prime time. Odio y espectáculo para implantarlo.

Un odio que excita tanto al expresidente Mauricio Macri y sus seguidores de Juntos por el Cambio como a algunos empresarios que lucraron con su gobierno, los jueces que deslindaron su responsabilidad por el espionaje a los familiares de los tripulantes del submarino San Juan o los policías y fiscales que arman causas para encarcelar a los jóvenes protestones.

Y, obviamente, al histriónico fiscal Diego Luciani que agrede a toda la nación tratando de condenar a doce años de prisión e inhabilitación política perpetua a la vicepresidenta. Tras el alegato, grupos de «autoconvocados republicanos» se acercaron a la residencia de Cristina, con megáfonos, desplegando contra ella todos los insultos posibles y a pedir, incluso, que se le aplique la pena de muerte. El odio trepó a niveles inusitados.

Y ese odio también excita a los disfrazados de comunicadores que, impunemente mienten y alimentan la brecha entre los de arriba y los de abajo, sin darse cuenta que la mayoría de ellos pertenecen al segundo grupo.

La lista de violencias mediáticas es interminable. Eran habituales las expresiones violentas en las inmediaciones de la casa de Cristina, luego de que el Grupo Clarín publicara la dirección exacta de la vivienda y comenzara a entrevistar a la simpática vecina, lo cual fue interpretado como una formas más de hostigamiento. Los ataques en los medios son de larga data. En 2016, el antiperonista Jorge Lanata la llamó “pobre vieja enferma (…) Ojalá la historia la juzgue como la mierda que fue”.

La violencia judicial, mostró un récord de indagatorias en un día y un pedido de proscripción. En 2018, en una de las tantas causas judiciales que llevó adelante el fallecido juez Claudio Bonadío, se realizó en El Calafate un espectacular allanamiento en busca de bóvedas y tesoros. «No recuerdo ningún allanamiento a una casa que haya durado tres días», dijo Cristina, mostrando los destrozos del allanamiento.

Ahora la izquierda se porta bien, “democráticamente”, participa en elecciones, se atiene al estado derecho hasta ahora construido, pero le responden con un menú de bajezas que van de los improperios, las mentiras y los montajes hasta el intento de asesinato de una de las lideresas más connotadas del continente. No quieren dejarla participar del juego democrático, temerosos de que lo ganen.

EEUU, Cristina ¿y después?

El intento de proscripción –via lawfare- confirmó que la manipulación judicial es estimulada por la necesidad de Estados Unidos y de la derecha y ultraderecha argentina de garantizar que ella no participe en las elecciones presidenciales del año próximo y también que no tuvieron en cuenta la multutudinaria movilización popular en su apoyo, en todo el país.

La maniobra judicial tiene un cuádruple objetivo: la condena de la Vicepresidenta y su proscripción, el quiebre de su representatividad, basada en su vínculo con los sectores más desposeídos, se intenta volver a coligar al peronismo con el sambenito de la corrupción y se desea liquidar el pluralismo democrático para instaurar un bipartidismo falso sin debates estratégicos sobre proyectos de nación.

Ante el Consejo de las Américas, el embajador estadounidense en  Buenos Aires, Marc Stanley indicó al oficialismo y a la oposición que «el momento es ahora» para formar una coalición que «ofrezca lo que el mundo necesita: energía, alimentos, minerales”. «Olvídense de las ideologías y los partidos y armen ya esa coalición. Se los digo como representante del país que quiere ser su socio y como alguien que ama la Argentina y ve su potencial: trabajen esos acuerdos ahora, no esperen 16 meses».

El legislador trumpista Ted Cruz, integrante del Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense, exigió al secretario de Estado, Antony Blinken, que Cristina Fernández sea catalogada como corrupta y que se le impida a ella y a sus familiares el ingreso a Estados Unidos. Es una práctica de moda en Washington: la criminalización política desplegada en la región desde hace 20 años es una decisión geopolítica.

Cuando parecía que el gobierno del Frente de Todos estaba en caída libre, incluyendo la imagen del presidente por su ambigüedad y contradicciones y por el apoyo implícito al empoderamiento de Sergio Massa, apareció el histriónico fiscal Diego Luciani, con su alegato y luego la réplica de Cristina, que generaron repercusiones internacionales, sobre todo en América Latina y el Caribe y revivió a la militancia popular.

Con su accionar antidemocrático, el partido judicial-mediático, provocó la movilización de todo el campo popular (no sólo peronista) en defensa de la vicepresidenta y de la democracia. Confiando en la manipulación del imaginario colectivo, no esperaban el aluvión masivo (medio millón de personas en la Plaza de Mayo). Apostó a que toda la atención estaba puesta en la inflación y la carestía de la vida.

Hay quienes consideran que Cristina debe renunciar ahora y encabezar una coalición contra el gobierno y la oposición (que son los que el embajador estadounidense dice que se deben unir, y que ella de no renunciar avalaría). Recuperaría los cuatro millones de votos perdidos y con su salida se llevaría consigo lo más importante del Frente de Todos: la gente.

Y esa es la verdadera razón de tímida defensa que de ella hace el presidente Alberto Fernández y su ministro de Economía, Sergio Massa. Sin Cristina dentro del Frente de Todos, el “peronismo de centro” difícilmente pueda ser una alternativa electoral y quizá se sume a la propuesta de Marc Stanley y Washington. Seguramente Cristina no dé el paso del renunciamiento, al menos no por ahora, pero sin duda hay un antes y un después de ese jueves primero de setiembre, cuando la democracia argentina estuvo al borde del patíbulo..

 

 

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