Por Patricio Zamorano / Desde Washington DC *

Brian Nichols, el funcionario más alto del Departamento de Estado de la oficina de asuntos del hemisferio occidental, visitó Honduras la semana anterior a las elecciones presidenciales. El objetivo era “promover la realización pacífica y transparente de elecciones nacionales libres y justas”. Nichols no se reunió con el presidente de facto, Juan Orlando Hernández.

El gesto fue claro y clarificador en dos niveles.

Primero, demostró que el gobierno de Estados Unidos ya había aceptado la realidad irrefutable que la coalición de centro-izquierda liderada por Xiomara Castro sería apoyada en las urnas por el pueblo hondureño (al cierre de esta edición, lideraba con un 53,6%[1]), con 5,1 millones de hondureños convocados para también elegir 3 vicepresidentes, 298 alcaldías municipales, 128 diputados al Congreso local y 20 al Parlamento Centroamericano.

Alina Duarte/COHA

Pero lo segundo, el gesto del estadounidense Nichols de no reunirse con el presidente de facto dejó en claro nuevamente que el destino de Honduras sigue bajo el dominio irrefrenable de Estados Unidos, que mantiene en Palmerola la base militar más grande de América Latina[2], y que apoyó al narco-gobierno de Juan Orlando Hernández por 8 largos años. Con un claro fraude electoral de por medio.

Las sanciones contra Honduras que nunca llegaron

Apoyar un tercer fraude electoral en el país hondureño hubiera sido una indecencia política que ni la potencia del norte pudo esta vez patrocinar, como sí lo hizo en 2017[3]. En 2014, hubo serias acusaciones de fraude que no fueron escuchadas por la comunidad internacional. Y en 2017 la propia Organización de Estados Americanos (OEA) certificó un nuevo fraude, al señalar públicamente que no podía declarar como vencedor a Hernández, y llamando a realizar nuevas elecciones[4]. La presión “por la democracia continental” llegó hasta ahí, pues la OEA nunca suspendió a Honduras del Consejo Permanente en Washington DC, mantuvo la oficina de representación diplomática en Tegucigalpa y básicamente trató al gobierno de facto de Hernández de forma absolutamente normal. Nunca ha habido sanciones de EE. UU. contra el narco-gobierno de Hernández. ¿No es este un doble estándar escandaloso?

En el intertanto, las cortes de justicia de EE. UU. no siguieron el guión del gobierno de Trump y de Biden. Una investigación en Nueva York por narcotráfico contra el hermano del presidente de facto, Tony Hernández[5], registraba para siempre en los archivos judiciales el nombre del propio Juan Orlando Hernández con protección a narcotraficantes, sobornos y actividades de crimen organizado[6].

Alina Duarte/COHA

Presencia militar de EE. UU. en un narco-Estado

Los niveles de violencia, crimen y corrupción en Honduras se han disparado a niveles históricos, creando la oleada de inmigración de miles de familias desesperadas golpeando la puerta de la frontera sur (Honduras es el tercer país de las Américas en índice de homicidios por 100 mil habitantes[7]). Esto bajo la mirada atenta de las unidades militares estadounidenses en Honduras, tropas y personal de inteligencia que, por alguna razón, tienen una efectividad nula y casi cómica contra el crimen organizado que usa a Honduras como puente de transporte de drogas ilegales desde Colombia, otro aliado de Estados Unidos.

¿Cómo se explica que la propia familia de Juan Orlando Hernández y las decenas de carteles de droga en el país puedan operar tan cómodamente, bajo la vigilancia tecnológica sofisticada de EE. UU. presente en el propio territorio hondureño? Estados Unidos como el consumidor de drogas ilegales más grande del planeta, alimenta además la red de crimen que sacude a Honduras y a toda Centroamérica. La crisis afecta de forma directa también a México, que enfrenta una gran presión inmigratoria en sus propias fronteras. Las políticas del nuevo gobierno de Xiomara Castro tendrán influencia en esta área.

Feudalismo político y económico que mata a miles

La historia de Honduras es una historia de feudalismo político que aún mantiene al país atrapado entre fuerzas políticas que no terminan de refundar al país bajo un nuevo contrato social que se hace urgente. Cada día que el país permanece en caos, decenas de hondureños pierden la vida, son secuestrados, heridos, o son forzados a huir del país.

Estados Unidos y la OEA son responsables directos de la debacle de los últimos 12 años. El golpe de Estado de 2009 que derrocó al presidente Manuel Zelaya probó la fragilidad del sistema institucional político de Honduras. Una de las justificaciones de los golpistas era la discusión bajo el gobierno de Zelaya de reformar la Constitución para democratizarla, incluyendo abrir la posibilidad de reelección de los presidentes. Unos pocos años después, la Sala Constitucional de la Corte Suprema, a favor de Hernández, fue exactamente lo que hizo, autorizando de facto, sin reforma constitucional, a Juan Orlando Hernández para reelegirse, pese a que el artículo 239 de la Constitución lo prohibía[8]. Esta vez no hubo golpe ni reclamos de EE. UU.

En 2021, EE. UU. y la OEA parecen lavarse las manos de este pasado escandaloso, eliminando de la ecuación a un presidente de facto indeseable que ya no es capaz de mantener a Honduras alineado con la geopolítica estratégica del país del norte, con su candidato Nasry Asfura del Partido Nacional, recolectando solo un 33,8% de los votos.

Alina Duarte/COHA

Una nueva etapa de incertidumbre

El aislamiento al que EE. UU. sometió a Juan Orlando Hernández en los últimos meses no hizo sino reflejar la gran impopularidad del presidente de facto.

La gran pregunta es cómo se comportará EE. UU. con la nueva presidenta, Xiomara Castro, esposa del derrocado presidente Manuel Zelaya, un mandatario ex latifundista que tuvo un viraje ideológico enorme, acercándose al bolivarianismo continental y convirtiéndose en un aliado de la Venezuela de Hugo Chávez en los años fuertes del ex presidente fallecido.

La alianza que dio apoyo a Xiomara Castro congrega fuerzas de centro-izquierda que tendrán un duro trabajo para crear gobierno y contrarrestar la penetración del narcotráfico y el crimen organizado.  La alianza presidencial incluye al Partido Libertad y Refundación, LIBRE (cuyo coordinador es el ex presidente  Zelaya) y el partido “Salvador de Honduras”, que preside el ex candidato presidencial víctima del fraude en 2017, Salvador Nasralla. También es parte de la coalición el Partido Innovación y Unidad-Social Demócrata (PINU-SD) y la Alianza Liberal Opositora, entre otros.

Refundar política y socialmente al país: primera urgencia

Pero el desafío más importante es avanzar en el proceso que dejó trunco el golpe de Estado de 2009. La Constitución hondureña es profundamente anti-democrática. Aún contiene “artículos pétreos”, según la forma en que se llaman en Honduras, bases institucionales que no pueden ser reformadas (excepto en actos inverosímiles como los de la Corte Suprema cuando aprobó la reelección de Hernández).

El reto más importante para Honduras es un nuevo contrato social entre el Estado y los ciudadanos que “democratice el acceso a la democracia”. Una élite feudal y retrógrada que sigue gobernando al país, debe abrir espacios reales de representación al vasto 50% de población pobre que languidece en el país[9]. Los grupos sociales, de género, de campesinos, indígenas, sindicatos, asociaciones culturales, deben tener acceso a puestos de representación en el Congreso, en los partidos políticos, en el gabinete ministerial de las presidencias.

La comunidad internacional puede jugar un papel vital en apoyar la democratización que los votantes hondureños están claramente demandando, para darle al gobierno de Xiomara Castro el espacio, apoyo y ayuda financiera para realizar los cambios necesarios  sin enfrentar los ataques económicos y políticos que algunos gobiernos de América Latina sufren desde EE. UU. Y también para presionar a la elite hondureña atrincherada en el poder. El pueblo hondureño ha sufrido lo suficiente, como ha demostrado la tragedia humanitaria en la frontera sur de Estados Unidos. Es una obligación ética para todos los actores que pretenden creer en la democracia, el respetar los deseos de la mayoría de los hondureños para recuperar al país en manos de los narcotraficantes y el crimen organizado, y construir su propia forma de democracia, libre del intervencionismo externo.

 

*Patricio Zamorano es analista internacional y Director del Consejo de Asuntos Hemisféricos (COHA)

El artículo original se puede leer aquí