Recientemente fuimos testigos de una marcha en Iquique en protesta contra los inmigrantes que ocupaban espacios públicos. Una marcha que culminó con la destrucción de lo poco que traían consigo los inmigrantes provenientes gran parte de ellos de pasos fronterizos ilegales.

Nadie emigra por capricho. Los más, escapando de pobrezas o persecuciones de todo orden. En este caso, la mayoría de los inmigrantes afectados provienen de Venezuela, país que en su tiempo acogió a inmigrantes. Hoy les toca emigrar. Son las vueltas de la vida.

Habiendo recién asumido la presidencia, en una entrevista, Piñera declaró en marzo del 2018 que “Vamos a seguir recibiendo venezolanos en Chile, porque tenemos un deber de solidaridad“. Un año después, en febrero del 2019, el mismo presidente Piñera, en la fronteriza ciudad colombiana de Cúcuta, sostenía que “El pensamiento de la inmensa mayoría de los chilenos es tener un compromiso firme y claro con la defensa de la libertad, la democracia y de los derechos humanos“. Frase que complementó con una dura crítica al gobierno venezolano, señalando que “no hay nada más perverso, más cruel, más inhumano, que un régimen que niega la ayuda humanitaria a su propio pueblo“ y enviando palabras de aliento a “esos millones de héroes”, en alusión a quienes protestaban y se enfrentaban a las fuerzas policiales gubernamentales venezolanas.

Posteriormente, el mismísimo Piñera se dio el lujo de afirmar, poco antes del estallido social de octubre del 2019, que viéramos a Chile como un verdadero oasis en medio de esta América Latina convulsionada. Por la boca muere el pez. El resultado es lo que estamos observando: caravanas de inmigrantes que ingresan al país en plena pandemia por los más diversos pasos fronterizos, legales e ilegales. Tras toda inmigración hay tragedias familiares, precariedad, ilusiones.

En vez del abrazo de un país que les ofreció solidaridad a través de su presidente, lo vivido en Iquique es la expresión de una xenofobia, que no es otra cosa que el odio, el recelo, la hostilidad y rechazo hacia los extranjeros. Raro en un país que se precia de su hospitalidad hacia el forastero. Por lo mismo, quizás antes que xenofobia, lo que observamos en Iquique fue aporofobia, un rechazo a los pobres, a quienes nada tienen. Sería bueno que muchos de quienes enarbolan las banderas del nacionalismo se miraran al espejo. Muchos de nosotros somos  descendientes de inmigrantes que en su momento también llegaron con una mano adelante y otra atrás para abrirse paso a punta de esfuerzo.

Lo ocurrido revela varias cosas. Uno, que todo país tiene una capacidad limitada de absorción de inmigrantes que viene dada por sus propias circunstancias. Dos, que es responsabilidad de las más altas autoridades no alentar expectativas infundadas que sobrepasen esta capacidad de recepción del país. Y tres, generar las condiciones para que toda inmigración sea con pleno respeto a la dignidad humana. No puede ser que luego de incentivar la inmigración sin limitación alguna, seamos testigos de los vuelos de inmigrantes identificados con overoles blancos, esposados y acompañados de funcionarios de la policía de investigaciones, para ser expulsados de retorno a su país.

Tras toda migración masiva, como la que nos ha tocado observar hay dramas humanos que no es posible desatender. Las migraciones han existido desde siempre, a lo largo de toda la historia de la humanidad. Hoy, gracias a los medios de comunicación tomamos conocimientos de ellas con prontitud, sentados en nuestras respectivas casas. Las migraciones son consecuencia de desigualdades de todo orden, políticas, económicas, religiosas. De África hacia Europa, de Centroamérica a Estados Unidos. Desigualdades que no necesariamente se explican porque unos sean flojos, haraganes y otros no. Es más profundo que eso. El agua se escurre buscando su cauce.