En estos días, cuando con el avance estrepitoso del Talibán las piedras del medioevo rompen la frágil vitrina de la postmodernidad, cuando la racionalidad científica contra un virus resulta impotente frente a tanto chisme, prejuicio, superstición e ignorancia, cuando frente a la caída de todo un paradigma del supuesto progreso occidental, la humanidad como nunca antes se siente engañada, desorientada y sobre todo confundida y todavía no sabe transferir los referentes externos hacia dentro, la búsqueda del equilibrio espiritual colectivo, se traslada hacia el campo religioso, hacia lo tradicional que se expresa con una dudosa metáfora de “valores eternos”. Y nos guste o no, las iglesias aumentan su influencia en la sociedad.

El poder en su desesperado afán de permanecer, perpetrando y confundiendo los tiempos, junto con las demás guerras que desata – la económica, la mediática y la militar – agrega el elemento más antiguo e imprescindible: la guerra religiosa. Dividiendo y destruyendo el antiguo estado nacional para convertir sus ruinas en las sucursales del neomercado global, el capital internacional especulativo procede a quebrar las iglesias tradicionales que por falta de partidos o movimientos sociales, podrían ser núcleos de resistencia a sus planes. En estos días, en las sociedades tradicionalistas, algunas de sus iglesias – con todas las contradicciones – siguen siendo referentes ciudadanos mucho más confiables que las organizaciones políticas. Además, tienen características de una clara oposición a los planes globalizadores neoliberales y posturas a favor de la paz y de los derechos humanos.

Paradójicamente la Iglesia Ortodoxa Rusa resulta ser mucho menos ortodoxa que otras ramas del cristianismo y demuestra una alta tolerancia con otros credos y descredos en el país. Después de leer tantas publicaciones occidentales sobre Rusia cuesta imaginar que esta sociedad, donde aparte de la mayoría ortodoxa existen grandes comunidades: musulmana, judía, católica, protestante, budista y otras, es un ejemplo de una pacífica coexistencia religiosa, a pesar de varios intentos políticos desde afuera y desde adentro de generar conflictos y divisiones. Recordando la tormentosa historia de la iglesia rusa, su dura y contradictoria etapa en el periodo soviético y las verdaderas guerras religiosas en los turbios tiempos de la “perestroika”, la paz ciudadana y religiosa en Rusia impresiona. En términos prácticos, el credo religioso es un tema absolutamente personal, de cada uno, que no perturba ninguna de las relaciones sociales. Acosada por sanciones y mentiras del mundo occidental, Rusia actual vive uno de los mejores momentos de paz ciudadana y los adversarios políticos todavía pueden darse el lujo de seguir siendo amigos.

En la vecina Ucrania la situación es muy diferente. Me acuerdo los tiempos cuando en los 90 y los 2000, después de la caótica y violenta Moscú, su capital Kiev parecía un oasis. Mientras en las calles de Rusia latía el conflicto entre los partidarios y adversarios del borracho Yeltsin, los ucranianos vivían los primeros años de la independencia, mucha paz social, una gran esperanza de progreso, ya que se trataba de la república soviética más desarrollada y rica en ingresos y donde los nuevos políticos prometían en unos años más “vivir como en Suecia”. Los turistas que llegaban a Ucrania se enamoraban de sus paisajes, su historia y su gente. El tema de la religión todavía no era un problema. Como toda la economía de la Unión Soviética fue construida como un solo organismo, entre Ucrania y Rusia existía un gran intercambio en todos los niveles y me acuerdo también cómo nos costaba acostumbrarnos a la policía internacional en las fronteras, recordándonos que los acostumbrados paseos a Rusia o Bielorrusia ya eran viajes al extranjero.

Después del golpe de estado de 2014, nacionalista, disfrazado de Revolución, todo cambió. La guerra civil en la región de Donetsk, (presentado por el gobierno colonial ucraniano como “guerra con Rusia”), lleva ya casi 14 mil muertos, y ni a Rusia ni a Bielorrusia desde Ucrania van ni trenes ni aviones. Ahora es el país más pobre y menos independiente de Europa. Los paramilitares nacionalistas son dueños de sus calles, su gobierno prohíbe simbología soviética, obedece órdenes del FMI, sueña con entrar en la OTAN y sus ciudades están llenas de la propaganda anti rusa y anticomunista. Mucho abandono, muchas construcciones privadas nuevas donde el lujo compite con el mal gusto y la única infraestructura social existente es la de los tiempos soviéticos. Lo que vi hace unas semanas en Kiev me hizo recordar imágenes de Nicaragua en tiempos de Somoza y en Paraguay en tiempos de Stroessner. Toda la izquierda política prohibida con millones de ucranianos fuera del país por razones económicas y políticas. Lo primero que vi, entrando a Kiev después de 7 años de estar fuera, fue la frase montada en uno de los enormes edificios: “La llave para transformar Ucrania está en ella misma. Es difícil cambiar las circunstancias externas pero siempre podemos cambiarnos a nosotros”. Su autor es el arzobispo griego católico Andrey Sheptitsky, famoso colaborador nazi y fue dicha en el 1941 cuando las tropas fascistas ocuparon Kiev.

Dentro de esta dramática realidad, la única institución nacional masiva, que tuvo el valor de oponerse a la guerra en Donbass y a la sistemática violación de los derechos humanos fue la Iglesia Ortodoxa Ucraniana. La iglesia organizó varias procesiones por la paz en que participaron millones de fieles y laicos. Se dirigió – inútilmente – a las instancias internacionales pidiendo apoyo para defender los derechos. Acogió a miles de víctimas de la guerra en el oriente del país. Obviamente de inmediato fue acusada de ser “agente de Moscú” y antipatriota. Cientos de catedrales fueron atacadas por los nacionalistas que se apoderaron de varias instalaciones, amedrentando y golpeando a los creyentes y sacerdotes. En medio del creciente conflicto, el Patriarcado de Constantinopla en diciembre el 2018 tomó la decisión de legalizar la segunda iglesia ortodoxa no oficial del país, bautizándola como “Iglesia Ortodoxa de Ucrania”, formalizando así la división política entre los creyentes “patriotas” y los creyentes “pro-rusos”, los únicos que se atrevieron a levantar su voz contra la guerra y violencia en Ucrania.

Este 24 de agosto Ucrania celebrará 30 años de la independencia. Para celebrar los inexistentes logros de sus gobiernos que se las ingeniaban para ser uno más corrupto que otro, al país vendrán muchas delegaciones importantes. Entre ellas, de Constantinopla viene el Patriarca Ecuménico Varfolomeo, quien autorizó la creación de la nueva iglesia. La Iglesia Ortodoxa Ucraniana – que perdió varias iglesias, tomadas por nacionalistas y lleva múltiples víctimas de sus ataques – boicoteará la visita del patriarca. La presencia de Varfolomeo en Kiev puede provocar una gran explosión de violencia religiosa con las consecuencias impredecibles.

En estos días, un importante grupo de los científicos, intelectuales, periodistas y artistas ucranianos hicieron un dramático llamado al Patriarca Varfolomeo pidiéndole revisar sus planes y postergar su visita a Kiev para no provocar un nuevo brote de violencia. Entre los firmantes: el representante de la Academia Nacional del Derecho Vitali Zhuravsky, el primer vicepresidente de la Academia de Ciencias Económicas Anatoli Peshko, el historiador Petr Tolochko, el músico y productor Oleg Karamazov, el presidente de mediaholding “Novosti” Egor Benkendorf, el poeta y editor Dmitri Burago, los periodistas Yuri Molchanov, Denis Zharkih, Snezhana Egorova, el primer campeón del mundo ucraniano boxeador Andei Sinepupov y varios otros.

Mientras la tensión en el país sigue creciendo y hace pensar en la posibilidad de cualquier desenlace.