A partir de hoy Pressenza reproduce desde Colombia, un conjunto de artículos de opinión, tipo cartas, que un conjunto de personas han querido compartir de manera voluntaria, para expresar el significado que tiene este proceso de movilización social que vive el país, pues más allá del punto de inflexión que ha significado una reforma tributaria, es el resultado de un conjunto multicausal de asuntos que atraviesan a más de una generación de hombres y mujeres que han soñado con vivir un país en mejores condiciones.

A todas aquellas personas que quieran vincularse a este espacio colaborativo, pueden enviarnos sus cartas al correo: redaccioncolombia@pressenza.com

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Por: Víctor Daniel Vélez

Comunicador Viva la Ciudadanía

Medellín, 11 de mayo de 2021

Tenía 16 años la primera vez que me sumé a una marcha en Medellín, una marcha por la paz, una a la que nos invitaron a ir vestidos de blanco, convocada a nivel nacional por un combo de universitarios. No entendía bien a lo que aspiraba la marcha, pero compartía la ilusión de un país en paz, así como lo hice cuando pinté palomitas blancas en la escuela y el barrio, pero está vez con más fuerza. La misma que sentía requería el país, en tiempos en que la violencia parecía “un monstruo grande que pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente”. Eran los tiempos del movimiento de la Séptima Papeleta que condujo a la nueva Constitución Política de Colombia de 1991.

La mayoría de edad la adquirí casi con la nueva carta magna, era un hijo de la democracia, me gustaba pensar entusiasmado por lo que sentía cuando vi, escuché y leí lo que era un Estado Social de Derecho, donde hay garantías para el ejercicio de las libertades individuales y el goce de derechos para todas y todos. Lo que me sonaba bonito y esperanzador, provocador para un buen vivir.

Y con las expectativas empezaron a llegar las desilusiones y frustraciones.

La primera, para medir el coraje y congruencia democrática: nos quitaron el carnet profesional de comunicadores y periodistas, porque cualquier persona es libre de expresarse y divulgar lo que piensa o considere, así como también, es libre para montar empresa informática de cualquier índole. Y, claro, cómo no reconocer que somos libres de comunicarnos, pero qué duro estar a la mitad de una carrera que sin terminar ya estaba desacreditada por efecto democrático.

Otras se desvanecieron luego de fugaces ilusiones: en el colegio se podía tener el pelo largo, lo de la dosis personal, la ¡tutela! Cada una trajo consigo micos y sapos que empantanaban el camino hacia el horizonte del goce de esas libertades individuales.

Y después, se vinieron en seguidilla, también antes de incursionar en esos ámbitos, el desprestigio y aniquilación del Seguro Social, donde nos atendieron a todos en familia hasta que nos dijeron que no más, que ya tocaba con privados. La Ley 100 o reforma a la salud, y la 50, que modificó lo laboral; y, en ese tiempo, también se metieron con las pensiones, con el IVA, con los impuestos…  y la Constitución, el Estado Social de Derecho y la democracia, sirvieron para los mismos que establecieron el miedo y la muerte como lenguaje político en los 80 y 90.

Pero nadie protestó, ya no salimos a marchar, ya nos aguantamos (o se aguantaron los que entendían, trabajaban y tributaban) y nos pusieron a chupar a todas y a todos. Nos vimos sumidos en una especie de letargo, con cierto sopor invernal, en el que la obscura noche adormeció los espíritus y dejamos que lo público sucediera como entre sueños… O no, peor, como hipnotizados.

Y se prendió una antorcha. Otra vez se presentó una oportunidad para caminar juntos hacia un horizonte de país diferente. Y marchamos, esta vez hasta votamos, pero los ánimos otra vez sucumbieron ante la derrota. Colombia dijo “NO” a la paz, y luego dijo “NO” a una forma diferente de gobernar.

Sin embargo, ahora no fuimos capaces de quedarnos otra vez dormidos, llegó el insomnio, el silencio inquietante, las ganas de gritar, de no callar más, de prender las alarmas. El efecto hipnotizador perdió su fuerza, el engaño se fue develando. El aguante no dio para más, el empute cada vez se fue ampliando y compartiendo con mayor intensidad. Y volvimos a las calles. Primero, por la vida: Ni uno más, Ni una más, Nos están matando, fueron los primeros gritos colectivos. Nada ni nadie para la guerra, Paren la violencia, exigimos en las calles.

Luego fue la paz, firmados los acuerdos entre el gobierno y las Farc, el pensamiento era: por favor, cúmplanlos. Y sin que ni lo uno ni lo otro se respetara, encima se nos vinieron otra vez con un paquete de reformas regresivas en cuanto a los derechos a la salud, al trabajo, a las pensiones, a la educación y, por supuesto, a los impuestos que pagan los pobres y no tanto los ricos en este país.

¿Cómo no salir a la calle a gritar todas y todos juntos? ¡Ay, no, marica, ya no más! Y ¿cómo no sorprendernos de que quienes indignan, se sientan indignados? Y de que su respuesta no sea la obvia: reconocer, conversar y acordar, sino, por el contrario, y hacia un extremo peligroso, responder con violencia e imponerse sobre quien piense diferente y se oponga.

¡Ahí, sí! La rabia se vuelve fuerza de resistencia, como si ya no pudieran otra vez castigarnos, encerrarnos y adormilarnos, como si el despertar está vez contuviera toda la energía ahorrada durante 30, 40, 50, 60 y más años, porque si nos dormimos de nuevo ¿Quién nos garantiza que despertaremos a tiempos para vivir la buena vida en comunidad?

Como escribió Hugo Gris en cualquier muro virtual que vi por ahí: “Quienes somos mayores de 40 y crecimos en los barrios, vivimos el exterminio de la generación perdida en nuestra ciudad, a mano de las fuerzas estatales y el narcotráfico. Nadie hizo nada para ayudarnos y el resultado fue la muerte de miles de jóvenes, con ellos murió la confianza y empatía de quienes sobrevivimos, siempre hemos estado rotos y silenciosamente ofendidos, existe una bomba de tiempo en nosotros, que no nos permite ser dóciles obedientes ni indiferentes a este nuevo exterminio que quieren hacerle a esta nueva generación que pide cambios justos.”

Ya no somos adolescentes, ya no somos los jóvenes que antes marcharon por una nueva forma de gobernarnos, por un nuevo acuerdo de paz entre colombianos y colombianas, ya ni siquiera los líderes o protagonistas del futuro que todavía nos queda pendiente. Pero sí somos quienes tenemos un trabajo y cuentas por pagar, hijos, hermanos o padres por quienes velar; amigos, amores y compañías con quienes queremos estar, hombres y mujeres que anhelamos seguir creciendo y envejecer sin miedo a vivir, a salir, a no tener qué comer o donde dormir.

Señores y señoras, dones y doñas, hasta jefes y jefas, que tenemos la obligación moral de no quedarnos callados esta vez, de no dejarnos entrar a casa, de acompañar la rebeldía juvenil, para que rompan todo lo que nosotros no fuimos capaces y dejamos seguir siendo, como hoy no quisiéramos haberlo dejado ser. Porque, a 30 años de esa que fue para nosotros la nueva Constitución Política de Colombia, hoy no hay nada que festejar, todo está pendiente por cosquistar.

Hoy tengo 40 y tantos años, nos tomó casi tres décadas volver a despertar, pero despertamos. Nos demoramos, sí, pero volvimos. Tal vez el cumpleaños de la Constitución lo valga. Y ojalá la promesa de un país en paz, con oportunidades para todas y todos, participando en democracia de la buena vida, del buen vivir, del bien-estar social y comunitario, nos dé la fuerza colectiva necesaria para construir un lugar más cercano a los sueños que compartimos como colombianas y colombianos. Pero si no es así, seguiremos marchando, con la convicción de los quijotes que van tras utopías, convencidos de que otro mundo mejor sí es posible, sin importar que tengamos que marchar toda la vida.