Por Israel Merino / Ctxt

Los últimos datos estiman que en Madrid 2.700 personas viven en la calle. 650 de ellos nunca duermen bajo techo. Estos son sus testimonios

 

Es miércoles. 28 de octubre. Hace frío. Son las diez y media de la noche y por las calles retumba el eco de los tambores del toque de queda. A medianoche, los bares y pubs de Madrid cierran. No puede haber reuniones sociales, todo el mundo tiene que estar en su casa y, hasta las seis de la mañana, está completamente prohibido pisar la calle.

Hace frío, huele a tierra mojada y las calles están húmedas, como resbaladizas. El hombre del tiempo ha dado lluvia. Será, aun en el centro de la capital, una noche toledana, como popularmente se dice. A la gente no le gusta eso del toque de queda, pero no es más que un drama primermundista. Al día siguiente, cuando se despierten, estarán calentitos en sus camas, alguno, incluso, con calefacción, y tendrán horas de sobra para aprovechar el día antes de volver a meterse en casa.

Pero los hay que no pueden hacer eso. Hay gente que no puede encerrarse entre cuatro paredes. No por despotismo, ni por ganas de desacatar las órdenes de Ayuso o Sánchez o de quien narices dirija el cotarro, pues nadie lo sabe con seguridad. En Madrid, según los últimos datos, hay más de 2.700 personas sin hogar que no pueden cumplir el toque de queda. Se estima, además, que 650 de ellas duermen durante todo el año al raso. Sin camas. Sin albergues. Sin un suelo limpio. Sin más somier que el asfalto.

En el extrarradio de Madrid, bajo la A5, pocos metros antes de que la autovía se bifurque hacia el paseo de Extremadura a la derecha y la avenida de Portugal a la izquierda, hay vida. Bajo esa carretera por la que pasan cada día miles de coches, hay sueños rotos y emociones.

Justo a esa altura, hay un pequeño paso subterráneo que atraviesa por debajo la autovía. En ese túnel duerme todas las noches Ahiezer, un hombre de 36 años de origen subsahariano, con poca vida más allá de sus cartones.

Aunque todavía no es muy tarde, las cajas gastadas de vino a su derecha y sus ojos húmedos delatan su estado de embriaguez: “Cuando estás en la calle no puedes hacer otra cosa que beber. Si no, ¿qué haces durante toda la noche?”.

Ahiezer llegó a España sin papeles hace dos años. Al no conseguir un trabajo, no puede regularizar su situación, y al no regularizar su situación, no puede conseguir un trabajo, por lo que siente que su vida se ha quedado estancada. Su existencia se ha convertido en un círculo vicioso del que no puede salir.

“Normalmente nadie me molesta”, empieza a contar, “pero cuando había fiestas sí que han venido alguna vez jóvenes borrachos a insultarme o a intentar quitarme mis cosas. No entiendo por qué. Yo no molesto a nadie”.

Mientras relata su historia, mueve los ojos con un nerviosismo cansado y adormecido. Además de cartones de vino, en el suelo hay rastros de papel de plata de lo que parece ser un mogra de heroína. No tiene mucho más, solo una especie de edredón nórdico con el que se refugia del frío, un paraguas y una bolsa de zapatos con un puñado de pertenencias.

“Suelo comer caliente una vez al día. A las doce de la mañana, voy a un comedor que hay por aquí cerca (frente a la Casa de Campo) y allí me dan algo de comer. No es mucho, pero algo es. Luego siempre consigo algo de comida, pero no demasiado. Intento pasar el mayor tiempo posible durmiendo o tumbado para no gastar muchas energías”.

“Antes ganaba algo de dinero con las drogas, pero ya no quiero. No me gusta meterme en líos. Siempre tengo algo de droga, pero es solo para mí. Consumo porque me ayuda a dormir y así no pienso, pero no me considero un drogadicto”.

Un par de metros por encima de nuestras cabezas, se escucha el sonido de los coches. A toda prisa, derrapando. Levantando polvo y barro mientras arañan el asfalto sin que sus conductores sepan que Ahiezer está ahí debajo. Es solo un invisible más. Nadie lo ve. Nadie quiere verlo. Si no se puede ver, el problema no existe.

A escasamente dos kilómetros del pequeño refugio de Ahiezer, a las puertas del barrio de La Latina, se encuentra el viaducto de Segovia. Conocido también por ser el puente de los suicidas, por tener una leyenda negra sobre poetas trasnochados que se lanzaban al vacío durante los años bohemios del primer tercio del siglo XX, une dos tramos de la calle Bailén, que se encuentran separados por el barranco de la calle Segovia.

Allí, en los cimientos del viaducto, hay una vida completamente paralela a la que todos conocemos. Bajo sus arcos, en las bases de cada lado, hay un grupo de invisibles que sobreviven como pueden.

“Son gente muy maja”, comenta el conserje de uno de los bloques de vecinos de la cuesta de Ramón, justo en la base izquierda del viaducto. “Ellos viven ahí como pueden. Me saludan cuando me ven y yo los ayudo cuando puedo”.

A modo de campamento base, tienen montada una tienda de campaña y un pequeño salón improvisado en el que pasan la mayor parte del tiempo. Allí el suelo también está húmedo. Hay ratas y cucarachas y los escalones que suben desde los cimientos del viaducto hasta la calle Bailén huelen a orina.

Bajo los arcos pasa gente constantemente. Es una zona de la capital muy transitada, pero nadie los mira. Son invisibles. Se han convertido en un número más, en un mal menor de una ciudad que perdió las referencias cuando todavía era una villa.

En una pared cercana, hay una placa dorada en la que aparece el nombre de Mariano José de Larra. El eterno Fígaro. Nació en una de esas casas hace ya demasiados años. ¿Qué pensaría él? ¿Qué contaría el padre de la pluma moderna de aquellas personas que lo han perdido todo menos el alma?

En los diferentes niveles de la base del puente, se acumulan los cartones y los colchones sucios y los zapatos gastados. Hay muchas personas. Demasiadas. Más de diez en cien metros de caída. Más de diez personas sin hogar que se han convertido en parte de la foto habitual de una ciudad que se los acabará tragando. Es algo normal, forma parte de un retrato urbano que pasa desapercibido por ser demasiado habitual.

“La gente no sabe lo dura que es la calle”, relata uno de esos invisibles. “Te puede pasar de todo. Yo tengo que cuidar de mi compañero”, dice señalando a un chico increíblemente joven que duerme en un saco de dormir verde. “Tiene un problema mental y se pone muy nervioso. Muchas veces llora. Se asusta si hay luz. No le gustan las personas”.

“La gente se piensa que dormimos en la calle por gusto, pero no es así”, cuenta otro. “Hay un mito que dice que nos hemos acostumbrado a la calle y es una mentira. Queremos trabajar. Queremos una vida normal. Muchas veces me da envidia ver a la gente que pasea por aquí […]”. “Ahí abajo”, dice mientras señala el parque de Atenas, “vienen muchos chicos jóvenes a hacerse fotos con sus parejas. Me dan un poco de envidia cuando los veo queriéndose y besándose. Antes de esto yo tuve una vida normal, ¿sabes?”.

Son casi las once y empiezan a prepararse la cena en una pequeña cocina portátil de gas. Esa noche toca sopa. Una sopa de sobre para cinco.

Aun así, a pesar de lo poco que tienen, al lado del campamento hay un pequeño cuenco con comida para los gatos de la zona. Aseguran que ellos son quienes se la dan. “Hay que ayudar a los compañeros”, bromea otro.

Hacia el norte, en la calle de la Princesa, vive completamente solo Miguel. Tiene 55 años, pero aparenta tener más de 70. Él vive bajo los soportales que hay frente a la sede del Ejército del Aire, muy cerca de la parada de metro de Moncloa.

Cada tarde, frente a él, pasan cientos de estudiantes que salen de la Complutense rumbo a la zona de garitos de Argüelles. Las miradas lo esquivan y la gente actúa como si fuera un ser transparente o incluso un mero accidente de la acera.

Viste un abrigo marrón noventero y lleva el pelo largo: “Ya llevo casi tres años en la calle. Trabajaba en la construcción, pero me despidieron hace siete. Tenía mujer y una hija de 14 años que me abandonaron cuando nos echaron de nuestro piso de Leganés. Ellas se fueron a vivir a casa de la abuela, mi mujer se divorció de mí y les perdí la pista”.

“Al principio empecé a buscarme la vida, pero era difícil. He estado siempre en la obra y no sé hacer nada más. Cuando me quitaron la casa, me quitaron también el poco dinero que tenía y me cancelaron las cuentas. ¿Quién contrataría a una persona de 50 años? […] Estuve compartiendo habitación con cuatro personas más en Vallecas. Uno de ellos se metía chutes de potro cada vez que tenía dinero para poder estar tranquilo, pero si no conseguía la droga se ponía agresivo y nos robaba todo lo que teníamos. Empecé a beber, caí durante un tiempo en la droga y cuando me quise dar cuenta no pude ponerle rumbo a las cosas […]. Mi hija cambió de número y perdí su teléfono, o eso quiero pensar. Hace más de tres años que no sé nada de ella. Me gusta pensar que se acuerda de mí. Que se acuerda de mi nombre al menos, joder. Sí que me gustaría encontrármela algún día, pero no quiero que me vea así. Doy asco. Creo que se me ha olvidado hasta leer. Si algún día me la encuentro, espero que me deje darme una ducha. ¡Que no piense que su padre es un guarro!”.

Sus ojos se iluminan cada vez que habla de su hija: “Se llama Claudia y de chiquitita quería ser maestra. Cogía sus muñecas, las sentaba en corro en el salón y jugaba con ellas como si fueran las alumnas y les estuviera impartiendo la lección. Cuando nos desahuciaron, tuve una bronca fuerte con mi mujer y ella me puso en contra a Claudia. No se lo voy a perdonar nunca. Me echaba la culpa de la situación. No me dejó entrar en casa de su madre. Creo que estamos casados todavía, porque yo no he firmado nada. ¿Crees que me estarán buscando?”.

“A veces me voy con los del Social (SAMUR Social) a dormir a un albergue”, sigue contando, “lo que pasa es que no puedo ir todas las noches porque es como temporal. No te dejan estar siempre, sola a veces. Escuché en la radio que no se iba a poder estar en la calle por las noches y les pregunté qué iba a pasar con la policía. Su respuesta, en vez de darme una cama, fue decirme que no me preocupara, que como no tenía casa, no me iban a decir nada. Siento que no le importo a nadie”.

Miguel se aferra al pensamiento de su hija para seguir respirando. Es lo que le ata a la vida, esa idea de que alguien, en algún lugar del mundo, está pensando en él. “Doy gracias a Dios porque, por lo menos, estoy vivo”.

Tiene suerte de estarlo, porque hay personas sin hogar que han muerto siendo invisibles a los ojos de todo el mundo. Los hay que han fallecido solos durante la fría madrugada madrileña. Como Santiago.

Santiago era un hombre de mediana edad que solía dormir en un banco de la calle Illescas, en Aluche, junto a su perro. Nunca molestó a nadie. Nunca le molestó nadie. Ni siquiera para ofrecerle ayuda.

Los vecinos no le miraban, formaba parte de la ciudad, como el mobiliario urbano. Una noche, eso cambió.

La noche del 13 de diciembre de 2019, murió en soledad en aquel banco. Al día siguiente, la Policía se llevó sus cosas y a su perro. Se fue del mundo solo. Siendo invisible. Siendo nada.

Ahora, a modo de recuerdo absurdo de lo que pudo ser, pero no fue, en su banco hay una pequeña placa que pretende honrar su memoria. Como si ahora sirviera para algo. “No te olvidaremos”, pone en la inscripción. No puedes olvidar a alguien que nunca ha estado para ti. Santiago se fue siendo un invisible. Y esto volverá a pasar.

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