El pasado viernes 20 Brasil conmemoraba el Día de la Conciencia Negra. Apenas horas antes, un hombre negro de 42 años fue asesinado en Porto Alegre por agentes de vigilancia de Carrefour, en un hecho muy similar al tristemente famoso caso de George Floyd en Estados Unidos. Esta breve crónica denuncia el hecho desde São Paulo, en el contexto violento y predatorio del gobierno de Jair Bolsonaro.

 

El acercamiento se produce en la línea del cajero, y lo invitan a alejarse. Las cámaras de seguridad pierden su imagen. En la toma siguiente, mientras es bloqueado con una toma de artes marciales, le dan docenas de puñetazos en la cara. Se puede oír su voz pidiendo ayuda. Una empleada del supermercado que permanece todo el tiempo junto a los vigilantes, filma todo. Busca el mejor ángulo como si quisiera un registro, no sólo una instantánea, un recuerdo personal, más técnico y profesional. Filma a João Alberto mientras lo tiran al piso, filma la serie infinita de golpes precisos en la cara, filma cuando lo bloquean por detrás para inmovilizarlo con más eficacia, cuando se ponen encima de él con las rodillas en su espalda, filma la sangre esparcida en el suelo brillante, filma sus gritos, filma la llegada de la muerte. Cinco minutos, no más que eso, cinco minutos. En el supermercado abarrotado todo el mundo lo vio. Fue el 20 de noviembre, día que recuerda la muerte de Zumbi dos Palmares, líder de la mayor y más importante comunidad de esclavos sublevados, que refugiados en las montañas crearon un verdadero territorio independiente, hogar de miles de personas. La experiencia de libertad y autonomía duró casi cien años, hasta que el territorio libre fue invadido y destruido. Este 20 de noviembre, es el Día de la Conciencia Negra. João Alberto muere frente al supermercado, su sufrimiento filmado y difundido en las redes sociales. El vicepresidente de la república, Hamilton Mourão, habla por sí mismo y por su jefe, por todo el gobierno: No existe racismo en el Brasil.

Niegan la gravedad y la existencia misma de la pandemia, niegan la utilidad y la eficacia de la vacuna, niegan la devastación ambiental, los incendios en la Amazonia, niegan el cambio climático, niegan las pruebas científicas, niegan la esfericidad de la tierra, lo niegan todo. Ahora niegan el racismo. Afirman que «la izquierda quiere importar el racismo con el objetivo de dividir el país”. No son opiniones personales, sino acciones deliberadas de una política de gobierno que, negando la existencia del problema, puede eliminar definitivamente cualquier acción para combatir la estructura perversa generada por la desigualdad profunda, realimentada por el racismo cotidiano, ese racismo que se convierte en estadística en los fríos datos que miro: en ciertas zonas de Brasil o de nuestra ciudad (São Paulo) es mucho más fácil morir de muerte violenta antes de los veinte años, que conseguir entrar en la universidad y graduarse. Los fríos datos me hablan de desempleo, viviendas precarias, analfabetismo y población carcelaria. Los datos me arrojan a la cara números como el aumento de muertes por la policía en esos barrios de los que hablaba unas líneas más arriba. Y el presidente: “No hay racismo en Brasil”.

Hace años que escuchamos a Bolsonaro y a su gobierno ofender e insultar a las minorías étnicas, hace años que lo escuchamos exaltar todo tipo de violencia contra quien que se atreva a oponerse a su designio perverso. Hoy, negando el racismo, niegan la humanidad misma de millones de personas que sufren en su cuerpo el peso de la segregación, la marginación y todo tipo de dificultades. Los agentes de seguridad son preparados para considerar a cualquier persona como João Alberto un delincuente potencial a ser vigilado, controlado y, si es necesario, suprimido. Carrefour no puede permitir que cierto tipo de gente entre y perturbe el curso normal de los negocios. João Alberto debe ser detenido cueste lo que cueste, debe ser masacrado, destruido, pisoteado, sofocado: debe morir. Una mujer y cuatro hijos, João Alberto Silveira Freitas, 40 años, brasilero.