La Historia, como toda Materia del conocimiento humano, se enfrentó siempre a la división en tres grupos de quienes la abordan. Un selecto colectivo ha hecho de ella su vida, un amplio sector de gente se ha mostrado curioso a su respecto, y otros han tratado por todos los medios de deteriorar su difusión, antes de que nos demos cuenta de algunas cosas inherentes a la Especie. Admiro profundamente al primer segmento de los tres; integro humildemente el segundo; deploro la existencia del tercero.

El Mundo que conocimos

Dadas las intenciones introducidas en los planes del capitalismo de producir una educación paupérrima, salvo para los hijos del poder, la Historia ha sido deformada de tres maneras, a saber.

Primera: la han enseñado en ondas de corta duración, es decir, los Asirios, los Egipcios, los Griegos y una retahíla de “los” que genera un aburrimiento soporífero, después de escuchar por vigésima vez que había castas de poder, de milicia, de sacerdotes y, en general, las mujeres no figuraban.

Segunda: jamás nos permitieron ver las otras ondas, las de larga duración, como por ejemplo (Dios los libre) explicar el avance y retroceso de los distintos pueblos por una guía temporal de la economía más fuerte y más reclamante de espacio, sobre los imperios que decaían en su “recaudación”.

Tercera, y tal vez la que más rédito directo le ha rendido al capitalismo en función del retraso educativo de las masas, es el culto de las figuras históricas, o sea el personalismo. Nos han hecho creer que cierto señor conquistó tal lugar, o que cierta persona llegó a una isla, o que cierto señor malo desató un genocidio de varios millones.

Verso. Esos señores canonizados o demonizados sólo fueron los emergentes más carismáticos de un conjunto que les impulsó hacia un objetivo. Si el día que Hitler proclamó la supremacía de una raza todos los oyentes hubieran dicho “Ufff” y lo hubieran dejado solo hablándole a las paredes, no hubiese habido Holocausto.

Pero una legión de generadores, operadores y aplaudidores, envalentonaron a una figura y, desde las sombras o desde la adulación, lo expusieron al mundo. Y los falsos historiadores nos intoxicaron con un nombre, mientras que, el día de su rendición, una alta gama de sus potenciadores se escondían particularmente en el mismo suelo que hoy yo piso. Y sus parientes siguen envenenando esta parte del mundo y otras. Muerto el perro (y Hitler con él) no se acaba la rabia: puro verso.

El embudo de la verdad

De considerarnos el centro del Universo, los terrícolas hemos experimentado una helada ducha de realidad tras otra, en el tiempo equivalente a un minuto de la historia de la Especie. Primero nos enteramos que el Sol no gira alrededor de la Tierra. Después, que hay otros planetas iluminados por el mismo astro. Luego, que había infinidad de soles en una galaxia y por fin alguien tuvo que admitir que había tantas galaxias que éramos una miserable partícula de un todo inmenso: siendo delicado, una deposición de un insecto frente a la grandeza del Universo.

Dada esta depresionante realidad científica, un tema surge como conversación, tanto de café como de congresos internacionales: hay otras formas de vida por allí afuera. Un residuo de geocentrismo hace a ciertos ilusos dudar de este evento incontrastable. A más de ello, no debemos olvidar nuestra limitada cantidad de sentidos, que ni siquiera nos permiten ver si hay seres que comparten nuestro lugar de vida pero en una dimensión que va más allá de las tres que nosotros captamos.

¿Podría entonces nuestra natural flojedad de captación producir el efecto visual de que estamos solos en este magnífico conjunto de espacio-tiempo? ¿Podrá tal vez la limitada capacidad de desplazarnos conspirar contra el imprescindible contacto con otros mundos poblados? ¿Tenemos miedo de corroborar la misérrima partícula de materia-energía que somos?

Nada de esto es cierto

Lo más probable es que una serie de planetas habitados, entre ellos Marte y otros de sistemas solares lejanos, se reúnan periódicamente en asambleas universales (no en iglesias universales, eso es otra cosa), con el objeto de discutir si nos avisan de su existencia y nos incorporan a la comunidad de mundos intergalácticos. Y siempre resuelven que no.

Yo los comprendo: viendo la inequidad de nuestras vidas, el descontrol de la producción, la destrucción de nuestro hábitat, unos pocos llevándose todo y millones muriendo de hambre y de frio año terrestre tras año terrestre, las enfermedades cada vez más virulentas que la velocidad del transporte hace llegar en días a todo el orbe, y la represión permanente a todos los que se sublevan contra el orden de los poderosos y sus aplaudidores y cagatintas, yo no vendría. Por el riesgo de contagio, ¿se entiende?

Tal vez todo el Universo le está diciendo a los Marcianos: “muchachos, péguense una vuelta por la Tierra, a ver si los convencen de cambiar aunque sea un poco, así los incorporamos al maravilloso universo que hemos armado”. “¡Ni ebrios ni drogados!”  seguramente contestan siempre los hombrecitos verdes de aquí a la vuelta. “Cuando mandan esas sondas estúpidas y antiguas a estacionarse sobre nosotros, tenemos que escondernos para que no nos contaminen”. Repito: yo los entiendo.