Cuento

 

A Piluca

Nueva York es una ciudad fría, sobre todo en invierno.  El verano es caluroso, pero el verano no cuenta.  En la parte este de Central Park hay una estatua de Hans Christian Andersen, un escritor de cuentos.  Muchos niños conocen esos cuentos, aunque algunos son historias terribles y eso poca gente lo sabe.  Solo Lauren, entre los muchos niños que vistan el parque, sabe que es así porque su madre es escritora y se lo ha explicado.  Eso y muchas cosas más.

A Lauren la llamaron Lauren por una actriz a la que su madre admiraba muchísimo, una mujer guapísima de intrigante mirada, que aparecía en muchas fotos en blanco y negro con trajes ajustadísimos que le sentaban muy bien.  La actriz había estado casada con un hombre que a Lauren le parecía bastante feote, pero era un actor muy famoso al que todo el mundo consideraba un hombre muy atractivo.  Atractivo no era igual que guapo, sino algo más como interesante o misterioso por cómo sonreía o cómo gesticulaba.  Ella, la actriz de mirada dura, estaba enamoradísima de su marido, atractivo y serio, que a veces parecía sonreír sin que se le notara y entonces resultaba hasta guapo.  Ella lo quería muchísimo.  Tanto que, cuando él murió, la actriz no quiso decir nada.  Para la madre de Lauren aquello, ese silencio fruto de la desolación, era la prueba suprema de un profundo amor.  De ahí venía su admiración por la actriz, más que por su elegancia o su desconcertante mirada.  «Es una mujer de una sensibilidad especial», solía decir la madre de Lauren.   Para Lauren, sin embargo, esas cosas todavía no significaban nada, pero sabía que si tenía tesón y se esforzaba por entender los misterios de las personas, al final ella también acabaría siendo una analista de sentimientos y una escritora renombrada, como lo era su mamá.

El padre de Lauren era abogado.  Ganaba mucho dinero.  Aunque trabajaba muchas horas, siempre estaba contento.  Lauren no sabía si su padre era atractivo o si simplemente era feo, pero él adoraba a su mamá y eso, pensaba Lauren, también debía ser señal de un profundo amor.  El papá de Lauren pasaba muchas horas de arriba abajo, por la ciudad, y viajando de una ciudad, de un estado y de un país a otro.  La madre de Lauren pasaba muchas horas en su casa, delante del ordenador que tenía en su despachito personal,  y alguna tarde que otra se arreglaba mucho y se iba a hacer recados por la ciudad.  Vivían los tres juntos en un barrio muy bonito de Manhattan, con árboles en las calles y flores en arriates, muy cerca del parque donde estaba la estatua del escritor.  Sus señas eran 1572.  El número quince de la calle 72 era la casa que habitaban.

Lauren iba al colegio de lunes a viernes con un uniforme azul oscuro que la hacía parecer una niña de otra época pasada.  Los fines de semana, sin embargo, podía vestirse como una niña normal, con colores en las bufandas, y sus padres la llevaban a casas de amiguitos, a pasear por la ciudad o a hacer alguna excursión.  A ella le gustaba mucho ir a Connie Island, porque había un parque infantil al lado de una playa de arena blanca.  Era uno de los sitios donde Lauren se sentía especial y al que solo iban en otoño, primavera o invierno.  En verano, cuando hacía tanto calor en Nueva York que todo el mundo sudaba y mucha gente iba medio desnuda por la calle, Lauren se iba con su madre a casa de sus abuelos, en Conneticut.  Por eso el verano nunca contaba.  Mientras Lauren y su mamá estaban en la acogedora casa de campo de los abuelos, su padre seguía viajando y trabajando por todos los barrios, ciudades y estados de norteamérica, excepto algunos días que eran de vacaciones durante los cuales aprovechaban para irse juntos, los tres, a conocer algún país extranjero.  Así, verano a verano, como viviendo una vida diferente de la que era habitual, habían estado ya en muchos sitios variopintos: en México, en Canadá, en la Isla de Pascua, en Italia… Y en Japón, que era un sitio lleno de gente, casi como Nueva York, pero con otros colores y definitivamente otro olor.  También habían viajado a algunos destinos de los que Lauren no se acordaba porque solo tenía once años y su memoria, cuando iba para atrás, a veces no encontraba nada.  Era su madre la que tenían que recordárselo todo. A Lauren le costaba rememorar veranos que fueran del 2009 para atrás.

«¿No fue bonito aquel verano que pasamos en La Alpujarra?» -repetía mucho la mamá de Lauren y, por supuesto, decía «Alpujarra» de una manera muy rara y no como lo decían los españoles.  Porque de eso Lauren sí que se acordaba, de los sonidos rotundos de la «r» y la «j», y de un sitio encrespado donde la luz era amarilla y sonaba el canto de las chicharras.  «Chicharras» también era una palabra extraña, donde las «ch» y las «r» sonaban de otra manera. Debía ser por el español, que era un idioma en el que se hablaba muy alto, mucho más que en el inglés.  Lauren no sabía qué significaba «el canto de las chicharras», pero intuía que era el canto de unas hadas escondidas entre pedregales y matojos.  «Matojos» también era una palabra que sonaba de manera peculiar.  Lauren se acordaba siempre, a poquitos, de todas esas cosas.  Pero sobre todo se acordaba de su amiga española, que se llamaba Piluca y a la que a veces le decían Pilar.  Se acordaba de todas ellas, de Pilar, de la mamá de Pilar, que era Pilar también, y de sus hermanas, Teresa y Clara.  Eran españolas y morenas.  Vivían en Sevilla, donde Lauren nunca había estado.  Era una familia con mucha gente y estaban en La Alpujarra, igual que Lauren y sus papás, pasando unos días de sus vacaciones.  Había un señor tranquilo, que era el padre de las niñas y el marido de la mamá, una abuela muy guapa y algunas otras personas que iban a verlos cada dos por tres.  Piluca y sus hermanas tenían la sonrisa limpia y brillos de azabache en los ojos.  Una vez comió con ellas en su casita blanca, migas con chorizo y huevos fritos en los que se mojaban las migas, hechas de pan.  Era muy divertido estar con las tres hermanas, verlas a las tres, cada una distinta y todas vestidas igual.

 

-¿Por qué yo no tengo hermanas? -le preguntaba a veces Lauren a su mamá.

 

-Pues cariño -respondía la mamá de Lauren-, porque la vida en Nueva York es muy bonita, pero muy complicada.

 

La mamá de Lauren en realidad no decía eso, sino que decía «sweety, life is so hard!», siempre con una sonrisa lánguida y un suspiro azul.  Eran emociones transparentes.  Lauren las entendía porque conocía bien a su mamá, cada una de sus expresiones.  El suspiro azul siempre significaba resignación.  Lauren también sabía a qué se refería su madre cuando decía que Nueva York era una ciudad dura.  Lo había oído repetidas veces, pues muchos neoyorkinos, y también gente de fuera, decían que Nueva York atrapaba.  A Lauren eso le causaba cierta inquietud.  Ella sabía salir de allí, no era tan difícil, pero parecía que la gente, una vez que llegaba, olvidaba el camino por donde habían venido, no se sabía por qué.

Lauren, sin embargo, conocía los caminos de ida y los de vuelta.  Y estaba segura de que los podría usar para volver a La Alpujarra. Porque se acordaba de La Alpujarra mucho mejor de lo que su madre pensaba.  Recordaba, sí, a Piluca, a la madre de Piluca y a las niñas morenas, sus hermanas.  Pero tenía también cierta remembranza de los alpujarreños,  imágenes de pueblos de nombres imposibles, no los podría pronunciar, del rumor de los arroyos y del olor seco del monte.  En Nueva York todo era muy distinto.  Los ruidos eran constantes, la mayor parte del tiempo atronadores, estridentes, desesperantes.  Ambulancias, obras, tráfico en las avenidas, el metro arrollando las entrañas de la gran urbe, el golpeteo de millones de pasos recorriendo las calles cuadriculadas a ritmo marcial…  En Nueva York los edificios intentaban escalar cada vez más alto y en muchas ocasiones escondían el sol.  Nunca se caminaba despacio.  Había hombres por las calles vendiendo dulces y café en unos carritos plateados.  A Lauren esos vendedores le llamaban mucho la atención, pero sus padres no le dejaban probar nada de lo que ofrecían.  Tampoco le dejaban ir en transportes públicos y no había bajado nunca las escaleras del metro.  Siempre se desplazaba en taxi o caminando, si era un sitio cerca en el Upper East, o en el coche de su papá.  En Nueva York todas las calles tenían número, es decir, muy pocas tenían nombre.  Y las que lo tenían estaban, casi todas, en la parte sur de la ciudad.  Más o menos así era Nueva York, esa ciudad que atrapaba.

Lo que más le gustaba a Lauren era el parque, inmenso, como un bosque, donde estaba la estatua del hombre que escribía cuentos.  Desde el parque se veían aviones surcando el cielo, hacia aquí, hacia allá.  Los contaba, uno, dos, tres, y soñaba con coger uno de esos, uno que fuera a España, para volver a ver a Piluca, escuchar el silencio de las chicharras y ponerse una rebeca al atardecer, cuando el sol caía y los montes se estancaban.  Y lo mejor de todo es que Lauren sabía dos cosas: que no era verdad que la ciudad atrapara, se podía salir de allí, y que la manera de conseguirlo era tan sencilla como seguir calladamente un plan.

Un plan que era el siguiente: sus padres tenían en sus carteras unas tarjetas de colores que servían para comprar.  Las usaban en los comercios, pero también en el ordenador y así adquirían muchas cosas, también los billetes de avión.  Lauren solo tenía que hacerse con una de ellas, que era muy fácil porque su madre siempre estaba despistada pensando qué escribir y nunca sabía bien las que tenía y las que no.  Luego Lauren tenía que tomar prestado el portátil de su mamá.  A veces ella misma se lo dejaba para que se entretuviera con juegos o viera fotos de los sitios que habían visitado o de los sitios por visitar.  Todo eso era sencillo.  También lo era entrar en la página donde se vendían y se compraban los vuelos.  Lauren había observado muchas veces cómo su papá lo hacía.  Era tan fácil como poner la fecha, con un calendario muy pequeñito que aparecía por arte de magia, y luego poner «de Nueva York a…», y un destino.  Se pinchaba donde decía «buscar» -en realidad decía search-, y ya estaba todo compuesto.  El destino para España, recordaba, era Madrid.  Tenía que escribir su nombre, Lauren Cohen, con las teclas, los números de la tarjeta, uno a uno, y la clave de confirmación que eran las señas de su casa, 1572.  Una vez hecho eso, podría viajar sin equipaje.  Piluca y ella tenían la misma edad. Y estaban sus hermanas.  Habría ropa que le podría dejar.  Para llegar hasta el avión había que recorrer kilómetros y kilómetros en un taxi amarillo, todo por una autovía o a veces a través del barrio de Queens.  Lauren lo había hecho miles de veces con su papá y su mamá. También alguna otra la habían montado en un taxi sola para ir a clase de ballet.  No tenía ninguna complicación.  Con la misma tarjeta de plástico, y sabiendo el 1572, podía pagar a un taxista que la llevara a JFK, que era el nombre del aeropuerto en homenaje a un presidente al que mataron, no de casualidad, y nunca se supo quién.

Hasta ahí el plan era sencillo.  Pero Lauren también debía pensar qué hacer cuando llegara a España.  Tenía que avisar a la mamá de Pilar, para que supiera que iba a ver a su amiga y pedirle que la fueran a recoger.  No sabía si la tarjeta de plástico serviría igual en España y cómo se llegaba a La Alpujarra desde Madrid.  ¿O tendría que ir a Sevilla?  Lauren estaba al tanto de que su mamá cambiaba correos con la mamá de Piluca desde que se conocieron en España.  La dirección de correo electrónico de la madre de su amiga estaría allí, en la agenda del ordenador de mamá.  Si conseguía escribirle un correo electrónico, sin que su mamá se diera cuenta, podría avisar a la de Piluca.  Y la irían a buscar.  Lo del mensaje era lo más difícil de todo.  Lauren no sabía cómo abrir las ventanas del correo electrónico del ordenador de su mamá y tampoco la clave secreta con la que ella bloqueaba el acceso a su correspondencia personal.  Quizás, se dijo Lauren, sería más fácil convencer a su madre de que volvieran de vacaciones a La Alpujarra, pero una vez que lo intentó su esfuerzo había sido en vano.  Su madre le había acariciado la mejilla, le había sonreído, envuelta en melancolía, y le había contestado «oh, sweety! We can not«, que significaba que no podían, no se sabía por qué.  La mamá de Lauren no había dicho que la vida fuera «so hard«, pero sí que había exhalado uno de sus suspiros de color azul, que se sentían como resignación, porque la ciudad los atrapaba.

Aquello parecía serio, meditaba Lauren.  La ciudad atrapaba a todos.  A unos porque las navidades eran bonitas y sus calles adornadas salían en películas románticas, en las que los protagonistas se besaban y juraban amor eterno mirando al Hudson o al East River.  A otros la ciudad los atrapaba porque en el fondo era ruin y la miseria, la soledad y el que nadie los conociera, ni se preocupara por ellos, los ayudaba a sobrevivir.  La vida en Nueva York actuaba como un gas paralizante que les impedía moverse de allí.  Lauren empezó a temerlo: su viaje iba a ser imposible.  Pero ella quería hacerlo.  Y que lo iba a conseguir.  Solo necesitaba la dirección de correo de la madre de Pilar. Podía escribirle desde el aeropuerto, usando uno de esos ordenadores que había allí para uso de todos. Esos también se pagaban con la tarjeta plastificada de color. Había visto a su padre hacerlo.  Le escribiría que era Lauren, «llego a tal hora a Madrid», e irían a buscarla.  Se imaginaba con Piluca en las tiendas esas de los aeropuertos donde se prueban perfumes y hay muestras de lápiz de labios para pintárselos de color, como si se fuera mayor.  Iba a ser muy divertido.  Pero el cómo conseguir la dirección de correo, eso no lo conseguía planear.

Lauren estuvo pensando en ello durante varios días.  No se quería delatar.  Su madre no podía sospechar nada.  Una de las noches se la pasó entera pensando y apenas concilió el sueño a la hora del amanecer.  Por eso luego se quedó dormida en clase de biología, que para ella no tenía ningún interés.  Los bichos no le gustaban.  Ni las ardillas del parque ni los perros de Nueva York, que iban a gimnasios caninos y tenían cuidadores que los sacaban a pasear en racimos.  Era un trabajo extraño, el de los paseadores de perros, pero en aquella ciudad se inventaban trabajos para todos, para que se quedaran atrapados allí.  Debía ser verdad lo que decían de esa gran urbe.  Lauren estaba cada vez más preocupada.  Ni siquiera a ella le estaba siendo tan fácil elaborar un plan.  Se le desmoronaba.  Comenzaba a estar resignada: veía casi imposible coger el vuelo a Madrid sin que nadie lo notara.  Casi empezaba a suspirar en azul, como lo hacía su madre, que un signo de hacerse mayor y comprender la dificultad de todo.

Pero de repente, ocurrió.

Un día de finales de invierno, lluvioso como muchos y frío como casi todos, la madre de Lauren recibió una llamada.  Era la mamá de Piluca, que llamaba desde España para invitarlas a una fiesta.  La fiesta se llamaba primera comunión, una fiesta privada que, según le explicó a Lauren su propia mamá, era algo que hacían los cristianos llegados a cierta edad.  Los niños de vestían de azul, las niñas de blanco, se iba a la iglesia y luego se reunían todos a comer tarta de chocolate y a jugar.  Los papás de Lauren eran judíos y Lauren creía que ella también.  Aunque lo cierto es que nunca iban a la sinagoga.  ¡Siempre había tantas cosas que hacer en Nueva York!  A Lauren lo de la primera comunión no le sonaba de nada, pero una fiesta era el pretexto mejor para volver a España.

 

-¿Podemos ir, mamá? -preguntó Lauren, excitada, en un ruego dulce y con el tono meloso de «por favor, mamá, yo quiero ir, seré buena y cariñosa si lo hacemos y estudiaré biología como si me gustara saber cuántas patas tienen los insectos y para qué sirven las antenas de las hormigas».

 

Pero la respuesta fue la esperada.

 

Oh, my sweety! We can not -contestó su madre en su musical inglés.

 

Era justo lo que Lauren temía que su madre le fuera a decir.  Eso y lo de que la vida era tan difícil en Nueva York que no se podía improvisar.  No había forma de salir.

 

But we´ll send her a present -dijo entonces la mamá de Lauren.

 

Le enviarían un regalo.  ¿Qué le gustaría a Lauren enviarle a su amiga?  ¿Cintas para el pelo?  ¿Un libro de equitación?  ¿Piluca sabría inglés?  ¿Hilo y cuentas de cristal para hacer collares y pulseras?  ¿Un estuche para lápices decorado con muñecas?  ¿Una foto enmarcada de Lauren en Nueva York?  ¿Unos patines rosa con el freno en el talón?…  La mamá de Lauren enumeraba todas esas cosas como si no se decidiera, con esa mirada lánguida que iba con su personalidad, sonriendo sin acabar la sonrisa, como si la felicidad completa la asustara.

 

-Mamá -dijo Lauren.

 

Y su mamá contestó «yes, sweety?«, con la misma cadencia en su voz como si hubiera despertado del largo sueño de la manzana envenenada de «Snow White«.

 

-A mí me gustaría escribir un cuento para Piluca.  Ese sería un regalo especial -dijo Lauren.

 

That´s lovely, sweety! -exclamó su mamá, elevando la voz al decir «lovely«, como hacían todos en Nueva York, para enfatizar que la idea de Lauren era algo encantador y que le emocionaba que su hija, a sus once años, quisiera seguir sus pasos, ser escritora como ella.

 

Come here -dijo luego la mamá de Lauren.  Y también «siéntate aquí».

 

Haciéndole un sitio justo a su lado, frente al ordenador, la mamá de Lauren abrió la ventana de su correo electrónico, que siempre estaba escondidita en la parte baja de la pantalla y tenía el fondo gris y azul.  Luego introdujo una clave, tecleando.  Tal vez era «Humphrey«.  Eso es lo que a Lauren le pareció.  No pudo verlo muy bien, pero tenía menos importancia que reconocer la dirección que le interesaba y aprendérsela de memoria para poderla usar en el aeropuerto, en los ordenadores esos que estaban para hacer tiempo junto a las puertas de embarcar.  Y entonces lo vio.  La mamá de Lauren escribió el nombre de «Pilar» y apareció «pilargl@andalucia.es».  Eran muchas letras, pero no tantas, Lauren podía recordarlo bien.  La mamá de Lauren, sin ninguna melancolía, suspiró con tonos fresas y chispitas en el corazón.  Se la veía contenta.  No podría nunca sospechar…

 

Ok, sweety –dijo muy resuelta la mamá de Lauren-, ¿cómo quieres empezar tu cuento?

Y Lauren, que ya lo tenía muy, pero que muy pensado, dijo que su cuento comenzaría así:

 

«Nueva York es una ciudad fría, sobre todo en invierno.  El verano es caluroso, pero el verano no cuenta.»

 

 

Nueva York, mayo de 2012/Puerto de Santa María, agosto de 2013