El Covid-19 ha provocado una crisis humanitaria de proporciones y un desastre económico sin parangón. Vivimos una preocupante incertidumbre, porque se desconoce cuánto durará la clausura de actividades, la ausencia de ingresos, el desempleo y tampoco cuando se descubrirá una vacuna o medicamento eficaz. Todos sufren la incertidumbre. Aquellos que cuentan con patrimonio, pero mucho más los que se han quedado sin ingresos.

El Codiv-19, ha puesto de manifiesto que no somos, como dijo la Primera Ministra Británica, Margaret Thatcher, hombres y mujeres aislados. La tragedia desatada y las medidas para enfrentarla son prueba evidente que la sociedad existe, que somos parte de un colectivo, y que ello obliga a la solidaridad.

El virus ha dejado al desnudo la incapacidad del Estado subsidiario y el modelo económico neoliberal para proteger la sociedad, a todos sus miembros. Ello permite comprender la irracionalidad e injusticia que ha significado la precarización de la sanidad pública y otros derechos sociales indispensables, así como la grave crisis medio ambiente.

Frágiles sistemas públicos de salud, viviendas sociales estrechas y el grave deterioro medioambiental, hacen que la pandemia y el confinamiento golpeen, con mayor vigor, a las familias más desvalidas: los pobres de las ciudades, inmigrantes, cuidadores en hospitales, trabajadores de las fábricas y los que limpian y quienes recogen la basura. Es la consecuencia inevitable de la acumulación de desigualdades.

En Sudamérica, y por cierto en Chile, ha quedado al desnudo no sólo la fragilidad de los servicios sociales, sino también una economía que ha cerrado las puertas a la diversificación productiva y que, en cambio, ha optado por la explotación rentista de los recursos naturales, junto al predominio del capital financiero, renunciando al desarrollo industrial. Ese tipo de estructura productiva, junto al Estado mínimo, es el fundamento estructural del grave deterioro en la distribución de los ingresos.

¿Ahora, al término del Covid-19, podremos esperar, como en el pasado, cambios societales de envergadura? No es fácil, pero tampoco imposible.

La dramática realidad actual nos obliga a revisar por completo el modelo económico-social y el Estado mínimo que lo sustenta. Porque el “contrato social”, instalado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, a comienzos de los años ochenta y luego impuesto por el “Consenso de Washington” a todos los países, ha cerrado las puertas a derechos sociales fundamentales allí donde no existían, o limitándolos, donde ya estaban instalados. Así ha sido en todo el mundo y, por cierto, también, en América Latina y Chile.

Ese mismo “consenso” es el que condujo al establecimiento de una estructura económica internacional, con cadenas de valor fragmentadas entre países, que favoreció el dinamismo económico de China y el enriquecimiento de grandes empresas transnacionales. Entre tanto los países de África y Sudamérica se han visto acorralados en la producción de recursos naturales, para alimentar la urbanización e industrialización china. La profundidad alcanzada por la globalización parece ser determinante en la expansión del Covid-19 y, también, de sus impactos económicos traumáticos

La dolorosa experiencia del coronavirus debe ser una lección, y no sólo en el ámbito de la salud, sino para modificar el injusto e irracional sistema económico y social existente. El coronavirus además desafía a la clase política que achicó el Estado, con recortes sociales radicales, que han afectado gravemente la vida de las personas.

En todo el mundo, y con mayor razón en Chile, paradigma del neoliberalismo, cunde la incertidumbre y ha quedado de manifiesto que el mercado no es capaz de proteger la sociedad. Todo indica que la crisis que actualmente estamos viviendo es un punto de inflexión en la historia. Al término de la pandemia nuestras vidas y sociedades no serán iguales a las de antes.

En nuestro país están las condiciones de posibilidad para la transformación del sistema económico de injusticias. Pero, ello no resulta fácil dada la fragilidad estructural de la organización obrera, la dispersión de los trabajadores y el crecimiento de la informalidad laboral. A ello se agrega una fracasada “izquierda histórica”, que asumió el proyecto neoliberal y se comprometió con las elites. Por su parte, la nueva izquierda, aglutinada en el Frente Amplio, que sembró amplias esperanzas, sufre hoy día de irresponsables escisiones.

Lo dice bien Manuel Gajardo. “La carencia de un actor social y político fuerte pena en la situación política nacional. Se requiere vigorizar las organizaciones sociales y territoriales, avanzar en su coordinación y constitución como sujeto social con una plataforma común y desde allí, y en paralelo, avanzar en la nueva construcción de un sujeto político que realmente nos incluya y represente.

En Chile, la debilidad de los actores sociales y políticos históricos contrastan, sin embrago, con la vigorosa emergencia de las nuevas organizaciones identitarias: el movimiento feminista, que se ha multiplicado aceleradamente y la presencia inclaudicable de los movimientos homosexuales y transexuales. Están también las organizaciones medioambientalistas, que demandan la protección de la vida y la naturaleza frente un crecimiento irresponsable. Está la defensa de los adultos mayores, que desafía la expoliación de la AFP. En torno a la pandemia, ha surgido la solidaridad y organización colectiva, en barrios y municipios, que se adelantan a las decisiones gubernamentales. Y, por cierto, están sobre todo los jóvenes que se rebelaron primero, contra el discriminatorio sistema educacional y luego estuvieron en la primera línea de las protestas del 18 de octubre.

La crisis que estamos viviendo es un momento de viraje en la historia. A la salida del coronavirus tenemos la oportunidad de construir una sociedad más humana, que coloque en su centro a las personas y no los negocios. Necesitamos terminar con una economía sujeta a la anarquía de los mercados y para ello habrá que atender nuevas exigencias productivas, sociales y medioambientales. Deberá prevalecer el desarrollo y no el crecimiento.

El virus cambiará nuestras sociedades, como lo hizo la peste negra en la Edad Media y también como sucedió con la gripe española en 1918. Sin embargo, la dirección y radicalidad de los cambios no están garantizados. Dependerán de la fuerza y voluntad de los hombres y mujeres, afectados durante décadas por la desprotección del Estado subsidiario. Y, sobre todo, en Chile dependerá de la convergencia orgánica de los movimientos identitarios, sociales y territoriales, junto a la construcción de una orgánica política que los represente.