Para enfrentar las desigualdades, regular las arbitrariedades de los mercados, atender las demandas sociales, proteger el medioambiente y construir una economía diversificada se precisa un Estado distinto, capaz además de potenciar los talentos de todos los miembros de la sociedad y cuidar a los más débiles. Ello exige terminar con el Estado subsidiario.

Es preciso adelantarse al futuro. En el mundo entero, pero sobre todo en América Latina y en Chile, tenemos que aprender las lecciones que nos está dejando el coronavirus. La multiplicación de contagiados y fallecidos no es casual en la región. Tiene que ver con la pobreza, las desigualdades, el hacinamiento, los ataques al medioambiente, los bajos salarios y pensiones, la mala salud y educación que sufren las mayorías.

A la salida del coronavirus tenemos el desafío de construir una sociedad más humana, que coloque en su centro a las personas y no los negocios. Necesitamos terminar con una economía sujeta a la anarquía de los mercados y para ello habrá que atender nuevas exigencias productivas, sociales y medioambientales. Deberá prevalecer el desarrollo y no el crecimiento. Están las condiciones de posibilidad. Porque ya se observa que se acortarán las cadenas de valor internacionales, retornará el proteccionismo en los países desarrollados y existirá la necesidad de encontrar autoabastecimiento en productos esenciales para la salud y la alimentación. Tendremos que apoyarnos en nuestras propias fuerzas.

Los regímenes productivos deberán reestructurarse. Los países, como Chile, que fundamentan su actividad productiva en los recursos naturales pueden crecer, pero no desarrollarse. Presentan serias desigualdades económicas, regionales y sociales, con inestables ingresos de exportación y no realizan mayores esfuerzos de innovación y avances tecnológicos. La mentalidad rentista oscurece la mente. El desarrollo de un país no puede fundarse en la producción de recursos naturales o en la especulación financiera. La industria es indispensable.

Se precisa aumentar sustancialmente la inversión en ciencia, tecnología e innovación, condición indispensable para que la inteligencia se incorpore en la transformación de los procesos productivos y agregue el valor indispensable para diversificar la producción de bienes y servicios.

Una nueva economía para una sociedad más justa obliga a mejorar radicalmente la educación formal y la capacitación de los trabajadores, así como un sistema de salud pública de calidad para todos. Nuevas tecnologías, máquinas y procesos modernos exigen profesionales y trabajadores con formación y salud de calidad. Ello resultará en mayor productividad, mejores salarios y distribución del ingreso. Tal como se conoce en Finlandia y otros países nórdicos.

En Sudamérica, habrá que hacer un esfuerzo de integración efectiva entre países de la región. Al menos entre mercados vecinos habrá que encontrar espacios de complementación productiva, así como esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y en educación superior. Los escasos resultados de los proyectos formales de integración regional deben ser reemplazado por iniciativas pragmáticas de complementación económica entre nuestros países. Exportar e importar entre mercados lejanos se reducirá sustancialmente. La globalización que conocimos en años pasado sufrirá un freno.

La dolorosa experiencia del coronavirus debe ser una lección. No sólo en el ámbito de la salud, también para modificar el injusto e irracional sistema económico y social existente. Si no se rectifica se avecinarán no sólo nuevos peligros sanitarios, sino sociales. Chile, es un precedente ineludible a tener en cuenta, país que no sólo sufre hoy día con la pandemia, sino experimenta cuarenta años de desigualdades y abusos. La experiencia del 18 de octubre está todavía latente y, de no haber cambios sustantivos, podrá resurgir al término de la pandemia.

Para enfrentar las desigualdades, regular las arbitrariedades de los mercados, atender las demandas sociales, proteger el medioambiente y construir una economía diversificada se precisa un Estado distinto, capaz además de potenciar los talentos de todos los miembros de la sociedad y cuidar a los más débiles. Ello exige terminar con el Estado subsidiario.

La pandemia es un llamado de atención. Y ofrece condiciones de posibilidad para los cambios. Sin embargo, éstos no serán automáticos, sino dependerán en definitiva de la voluntad y lucha de los hombres y mujeres, afectados durante décadas por la desprotección del Estado subsidiario. Dependerán también de un liderazgo político, que se comprometa seriamente con los sectores subordinados de la sociedad. Sólo así se podrá apuntar a una sociedad distinta, fundada en nuevas formas de solidaridad y cooperación. Es lo que debemos aprender del coronavirus.